julio-agosto. año VII. No. 38. 2000 |
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EDITORIAL |
LA MAGNANIMIDAD |
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Todos necesitamos tener un alma grande. La magnanimidad es la virtud y la actitud que distingue a los seres humanos que se comportan y se relacionan con los demás con "grandeza de ánimos y altura de miras". La magnanimidad, como virtud, es esa fuerza interior que nos impulsa a elevar nuestra vista hacia los grandes ideales y vivir con lo que nuestros abuelos llamaban hidalguía, nobleza de espíritu y buen corazón. Ante los proyectos y vicisitudes de la vida podemos tomar, por lo menos, dos actitudes: cuando nos dejamos arrastrar por las miserias humanas que envilecen nuestras reacciones ante los retos de la existencia; y cuando levantamos la mirada, ensanchamos el alma y optamos por vivir con prestancia de ánimo y nobleza interior, sin amarguras ni bajas inclinaciones, todo lo que nos presenta la vida cotidiana o los acontecimientos más graves de nuestra historia personal y social. Es sobre todo, no dejarse llevar por los instintos más rastreros del ser humano: la agresividad, la soberbia, la envidia, la revancha... que nos hacen descender, poco a poco, de la alta dignidad espiritual a la que todos hemos sido llamados por el Creador. El mundo de hoy, nuestro mundo, parece necesitar de la magnanimidad, de más almas grandes y nobles, para romper la cadena de odios, para no dejarse provocar por improperios, para no ceder a la lógica de la violencia que nos impulsa a devolver "ojo por ojo y diente por diente", para no creer que uno tiene siempre toda la verdad, para otorgar a otros el margen de error y de limitaciones que es propio de todo ser humano, para ponderar en su justa medida las actuaciones propias y ajenas, para que el lenguaje sirva para defender ideas sin atacar a las personas, para no dar rienda suelta a las emociones que, a veces, nublan la inteligencia, ni dejar que la dureza de nuestros razonamientos nublen nuestros mejores sentimientos. Se habla poco de magnanimidad porque parece cosa del pasado. Quizá porque se le confunde o se le relaciona con la injusticia o la debilidad. Hemos vivido, durante el siglo que se acaba, con un gran sentido de la justicia, a lo mejor por la experiencia de grandes injusticias. Pero podemos comprobar que se ha cultivado una gran sensibilidad personal y social hacia mayores grados de justicia distributiva y social, pero también para vivir la justicia en el plano de las relaciones interpersonales y comunitarias. Puede considerarse un logro de la centuria que termina. Sin embargo, pudiera pensarse que cuando se busca en todo la justicia y se alcanza una parcela de ella, se agota el camino del crecimiento humano. Debemos recordar el proverbio latino que podría traducirse libremente así: "la suma justicia puede convertirse en la suma injusticia". O lo que es lo mismo que la sola justicia, rigorista y despiadada, termina siendo inhumana y además suele equivocarse. La justicia es un don de Dios y una tarea para el hombre que debe ponerla no por encima sino al servicio de su humanidad. Es decir, la justicia se hizo para salvaguardar a la persona y no la persona para salvaguardar la justicia. Esto requiere que quienes buscan la justicia lleguen a ella y puedan seguir más allá, más arriba, más adentro del ser humano. La justicia debe ser culminada y complementada con la misericordia que es la fuente y el corazón de la magnanimidad. Ser misericordiosos y tener misericordia significa tener corazón para comprender y perdonar la miseria humana, o mejor dicho: mirar la miseria humana con "entrañas de misericordia", es decir, con "los ojos del corazón". En muchas ocasiones la sola razón ahoga la verdad. O por lo menos nos obsesiona y no deja ver la subjetividad de las personas y de todas sus actuaciones. Nosotros los cubanos sabemos bien qué significa ver con el corazón, además de con los ojos de la razón, porque somos de carácter cordial y afectivo. Por tanto, podemos tener disposiciones de ánimo para la magnanimidad. En ese proceso de "ensanchamiento del alma" a la justicia le sigue la misericordia y a ésta le es intrínseco el perdón. Perdonar no significa ser cómplices de la injusticia o del error cometido, sino salvar a la persona del que los cometió, para que pueda rectificar y reemprender el camino de su perfeccionamiento humano. Todos necesitamos perdón y todos debemos otorgarlo con altura de espíritu. Esto no es debilidad sino valentía. Se necesita más valor y más coraje para perdonar los agravios que para agraviar. Se necesita más grandeza de alma para perdonar y hacer el bien al que se considera nuestro enemigo que para agredirlo. La grandeza del perdón radica en que se necesita más virtud -más fuerza interior- para dominar los propios impulsos y el espíritu de revancha que para ceder a esas sañas y "hacer leña del árbol caído". Quien perdona y paga con un bien a quien le hace un mal es más plenamente humano porque tiene que hacer doble esfuerzo que aquel que se deja llevar por los ciegos impulsos de la revancha. Todos nos equivocamos y todo hombre tiene derecho al margen de error que es propio de nuestra naturaleza. Detrás de cada actitud implacable hay algo de inseguridad. Quizá una necesidad de buscar asideros, de echar sobre otros las culpas compartidas por miedo a cargar solos las responsabilidades. La persona magnánima cree en que el otro puede tener algo bueno, aún cuando se equivoca, y duda de aquel que parece que nunca se equivoca. Y busca la manera de ayudar a ambos. La persona magnánima a veces desconcierta porque la mayoría, con frecuencia, espera de ella una reacción similar a la de los que se dejan arrastrar por vilezas propias o ajenas. La virtud cuando es rara es más útil. Cuando desconcierta es más necesaria. Nadie quiere vivir constantemente en un ambiente de confrontación y de tensiones. Este camino de magnanimidad, si pasa por la verdad, la justicia, la misericordia y el perdón, sin olvidar ninguno de ellos, desemboca en un clima de tolerancia y de paz. Paz del corazón que se libra de las rencillas y las miserias humanas. Paz en las familias que alcanzan estrechar lazos del corazón más allá de diferencias en las ideas o las creencias. Paz en nuestros barrios que pueden respirar un ambiente de distensión, superar la desconfianza y construir una comunidad de vecinos. Paz para nuestra sociedad que no cede a caer en la pendiente de la violencia, ni física, ni verbal, ni sicológica, sino que se esfuerza por comprender, por relativizar, por perdonar, por destacar lo que tenemos de noble, de ilustre, de sosegados, de humanos –que todos tenemos- y así poder caminar más allá de pulsos de fuerza o de tolerancias estratégicas, que pudieran aparecer, hacia una convivencia pluralista, honesta, fraterna, en la que pensar distinto, actuar autónomo, ser diverso, creer en algo o no creer, equivocarse o considerar que el otro se ha equivocado, no sean motivo para aborrecer a los otros como enemigos irreconciliables. La verdadera unidad se hace a partir de aceptar la diversidad y de tolerar, perdonar, excusar, comprender, ponerse en lugar del otro, dejarle espacio a los demás, no ser excluyentes, no permitirle lugar a la ofensa ni mucho menos al rencor. Porque cada persona, cada ser humano, es más importante que cualquier estrategia social, o creencia religiosa, o criterio político y si queremos salvar a las personas del error, del rencor, de la exclusión, debemos comenzar por dejar las puertas abiertas al diálogo, al debate de ideas, a la reconciliación. Para esto debemos crecer en magnanimidad, es decir, grandeza de alma, virtud propia del que se siente seguro de lo que cree, en lo que piensa, en lo que propone y, también, actitud de aquellos que tienen la serena convicción de que no podemos, para salvar ideas, perder a las personas que las ostentan, sean justas o erróneas. No sea que perdiendo a los que piensan distinto, perdamos al mismo tiempo, la riqueza de la diversidad, la vitalidad del consenso y la altura de nuestros mejores propósitos. Cuba, los cubanos, tenemos todavía alma grande y nobleza de corazón, terreno propicio para el cultivo de la magnanimidad. Apostemos por ese camino que nos lleva a la justicia y a la paz. A este proyecto vale la pena ofrecerle todos los esfuerzos de nuestra vida personal y nacional. Que nuestro lenguaje, nuestras actitudes y los hechos de nuestra vida cotidiana confirmen nuestra vocación cubana y universal a la convivencia pacífica, la solidaridad fraterna y a la reconciliación entre todos los hijos de esta bendita tierra. Hagámoslo por su soberanía, por su sosiego espiritual, por su progreso y por su paz.
Pinar del Río, 8 de Julio del 2000 |
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