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julio-agosto. año VII. No. 38. 2000 |
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ECUMENISMO Y MISIONES |
EL ESPÍRITU SANTO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
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"Van a recibir una fuerza, la del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los límites de la tierra" (Hch 1, 8) ¡Qué lejos en el tiempo están esas palabras de Jesús cuando se disponía a subir al cielo! ¡Casi 2000 años desde aquella promesa ininterrumpida y siempre renovada! ¡Casi 2000 años del compromiso de los discípulos de Jesús por construir el Reino de Dios en esta tierra!: "Hombres de Galilea, ¿qué hacen ahí mirando al cielo? Este que ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá como lo han visto subir al cielo. Entonces volvieron... " (Hch 1, 11 – 12); volvieron a Jerusalén; volvieron a su pueblo, a su cultura, a su identidad primera. Dejaron de mirar al cielo, para andar los caminos de su gente, anunciar, predicar, levantar, sanar al hombre concreto "en el nombre de Jesús" (Hch 3, 1 – 8) y con la fuerza del Espíritu. Pero, ¿quién es?, ¿qué hace? ¿cómo actúa el Espíritu Santo? Ya en el principio, cuando existía la confusión -contraria al ser, a la belleza, a la bondad de todas las cosas- "el espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas" (Gn 1, 2) y, junto con él, la palabra de Dios le dio vida y concierto a todas las criaturas; recreándose de manera particular en su obra muy amada y "muy buena": el ser humano (Gn 2,7) Al comienzo de todas las cosas, la persona humana es llamada desde el no-ser a la existencia y enviada, con la fuerza del Espíritu, para continuar la obra creadora de Dios: transformar la tiniebla en luz y el error en verdad, el odio en perdón y el egoísmo en amor. El Padre "sopló en el hombre aliento de vida, y existió el hombre con aliento y vida" (Gn 2,7); sopló sobre él en el momento de la creación (recordemos que ruah -palabra hebrea- designa el espíritu, el soplo del viento, el soplo del aliento) y vuelve a soplar su aliento sobre él, al recrearlo en Jesucristo. Sopló su espíritu –el que Ezequiel profetiza: "pondré en ustedes mi espíritu y vivirán; los estableceré en su tierra" (Ez 37, 14)-; le entregó abundantemente al hombre lo más profundo de sí mismo: "lo he llenado del Espíritu de Dios, de saber, de inteligencia, de ciencia y de capacidad en toda clase de trabajo" (Ex 31, 3). Es el "espíritu nuevo", junto al "corazón nuevo" que Ezequiel anuncia (Cfr. Ez 36, 26) como necesaria renovación interior para dar paso a cualquier transformación de actitudes y comportamientos; el espíritu que promueve la solidaridad más allá de la tribu, el grupo al que se pertenezca o la nación (Cfr. Num 11,17) y que "le ayudará a hacer justicia" sin adjetivos religiosos o ideológicos, simplemente justicia (Cfr. Is 28, 6); el "espíritu que nos educa y huye de la duplicidad" (Sab 1, 5), que mantiene la unidad en la rica variedad del universo (Cfr. Sab 1, 7) y con dinamismo la promueve en la diversidad de naciones e individuos (Cfr. Hch 2, 4); el espíritu que aleja la confusión, ilumina, clarifica (Cfr. Jl 2, 27) porque "les va a enseñar todas las cosas y les recordará todas mis palabras" (Jn 14, 26). El evangelista San Juan nos lo presenta en dos momentos: en la cruz, "inclinó la cabeza y entregó el espíritu" (Jn 19,30) –en su muerte entrega el último suspiro, el último aliento de vida para la vida del mundo– y resucitado, en aquella habitación cerrada, símbolo de aislamiento, de miedo y de muerte, se aparece a los discípulos, "sopló sobre ellos" y les dijo: "Reciban el Espíritu Santo..." (Jn 20,22), dándoles fortaleza y valor para salir de sí mismo, vencer los temores y abrirse solidariamente a todos por el anuncio del evangelio de la vida. San Lucas, llamado el evangelista del Espíritu Santo, nos lo presenta en múltiples momentos, de los cuales vamos a detenernos en cuatro: 1. En la Anunciación, el ángel le dice a la Virgen: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso tu hijo será Santo y con razón lo llamarán Hijo de Dios" (Lc 1,35); "cuando se cumplió el tiempo –nos dice Pablo- Dios envió a su Hijo, el cual nació de mujer y fue sometido a la Ley, con el fin de rescatar a los que estaban sometidos a la Ley, para que así llegáramos a ser hijos adoptivos de Dios". (Gal 4,4-5); por la acción del Espíritu Santo, de nuevo el hombre es rescatado del caos y del desconcierto provocados por el pecado y es llamado a la vida plena de los hijos de Dios. 2. Al comienzo de la vida pública, en su bautismo -"el Espíritu Santo bajó sobre Él y se manifestó exteriormente con una aparición como de paloma; y del cielo llegó una voz :Tú eres mi Hijo, el Amado; tú eres mi Elegido" (Lc 3-22)- Jesús recibe la fuerza del Espíritu, que le impulsó al encuentro con el Padre, lanzándolo primero al desierto –"lugar" de soledad y oración, de intimidad y diálogo con Aquel que le ha enviado-, y luego a la gente – "lugar" de fraternidad, de cercanía y de gozosa entrega, "lugar" donde se encuentra el rostro del Padre-, para gritar a los cuatro vientos que somos hijos del Dios de la misericordia. 3. Poco tiempo después, en la sinagoga de Nazaret, Jesús define su misión con palabras del profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí. Él me ha ungido para traer Buenas Nuevas a los pobres, para anunciar a los cautivos su libertad, y a los ciegos, que pronto van a ver; a despedir libres a los oprimidos y a proclamar el año de la gracia del Señor" (Lc 4,18-19); como Jesús, cuántos hombres y mujeres han recibido el Espíritu para liberar a su pueblo del mal y de todos los males y para construir "un cielo nuevo y una tierra nueva, un mundo en que reinará la justicia" (2 Pe 3,13): Débora y Barac, Elías y Eliseo, David, Isaías y Daniel, Juan el Bautista y los apóstoles, Mahatma Gandhi y Martín Luther King, Fray Bartolomé de las Casas y Monseñor Oscar Arnulfo Romero... y la lista continúa hasta nuestros días. 4. Por último –también Lucas se fija en la cruz– "Jesús gritó muy fuerte: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, y, al decir estas palabras, expiró" (Lc 23,46) En el lecho de la muerte, de la entrega de su último aliento, los evangelistas descubren la donación de su Espíritu; la cual ya había anunciado: "En verdad, les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Intercesor no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo mandaré" (Jn 16, 7);
El libro de los Hechos de los Apóstoles nos da la clave de la acción del Espíritu en la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios: desde Pentecostés – "... y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos..." (Hch 2,4) – hasta el hoy de nuestra historia, la promesa de Dios y el compromiso de los hombres han hecho posible el misterio de la evangelización. Misterio que se realiza tanto en los misioneros que parten a lejanas tierras, o en los de las calles y caminos –sean niños, jóvenes o ancianos- que se esfuerzan por anunciar el Evangelio, como en los misioneros, que desde el lecho de la enfermedad y el dolor o desde el convento de clausura, ofrecen su oración y sus sacrificios para que Jesucristo sea más conocido y amado y para que vivamos en fraternidad. El misionero hoy "habla distintos idiomas" o, mejor dicho, "todos le escuchan en su propio idioma" (Cfr. Hch 2, 8) porque el mensaje del Evangelio está dicho en una lengua común a todos los pueblos: es el idioma del amor, el cual no necesita palabras, sólo hechos concretos. El misionero es un testigo, mejor aún, es el testigo de Jesucristo muerto y resucitado; es aquel o aquella que, desde la experiencia de un encuentro inolvidable y transformante, pueda decir con San Juan: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es Vida. La Vida se dio a conocer, la hemos visto y somos testigos" (1 Jn 1, 1-2) El misionero es el que sale "a buscar primero a su hermano" (Jn 1, 41), a cualquier hermano, donde quiera que esté, como quiera que sea o que piense, y "se lo presenta a Jesús" (Jn 1, 42), como Andrés. Separado y elegido por el Espíritu, el misionero es enviado por la comunidad creyente y orante, la Iglesia, para realizar la misión que el mismo Espíritu le encomienda (Cfr. Hch 13, 2-3) Esta es la Misión de la Iglesia: hacer presente en el hoy de nuestra historia, impulsada por el Espíritu, la Misión de Jesucristo, el enviado del Padre, para la Vida del Mundo.
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