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julio-agosto. año VII. No. 38. 2000 |
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LECTURAS |
DULCE MARÍA: POETISA DE LA RESURRECCIÓN
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Puede resultar muy curioso o extraño el título del presente trabajo ya que sobre todo, para los que no tienen creencia religiosa alguna si es que existe alguno, (al decir de Félix Varela, parafraseando al Abate Lammenais: "hace tiempo que deseaba ver un animal de esa especie, y me alegraré de haberlo conseguido"), la palabra Resurrección, sólo les puede servir de referencia a Semana Santa, Iglesia, Teología, y por tanto a cosa vieja, rara, exótica o hasta algo incomprensible, que con los aires actuales del postmodernismo y de la proliferación de sectas esotéricas y orientalistas, podría confundirse con otros terminitos tan raros como picantes para la curiosidad como reencarnación o trasmigración de las almas, conceptos con los que nada tiene que ver pero que, a los poco o nada informados, les puede sonar parecido o igual. Por eso a algunos les parecerá atrevido y hasta pretencioso el título de este trabajo, y sólo podrán comprender su significado, cuando ubicándose en la persona de Dulce María Loynaz, descubran en ella, a la católica (no resucitada como tal oportunamente, como si la Iglesia necesitara, que algunas personas importantes de la cultura se identifiquen con la fe católica, para alardear de ello), sino porque el que conoce su obra, encontrará en ella, una y mil razones para comprender que ella, a pesar de que en sus últimos años de vida, por la imposibilidad de las circunstancias y de su edad, no practicara la "fe de sus mayores" que viviera profundamente toda su vida, no por ello dejaba de confesar su fe, no sólo con sus obras, cargadas de un contenido teológico y espiritual inmenso, sino por el testimonio de su propia vida. La catolicidad de Dulce María no es valorada en el presente trabajo como una postura o manera de ver el mundo, sino como una actitud ante la vida. Su catolicidad es la herencia que recibe de sus padres, su familia, y que hasta ahora ha sido poco estudiada en detalle, aunque en su obra se descubre a cada instante las señales inequívocas de una catolicidad, ni estrecha ni rígida como la que se vivió en su tiempo, sino equilibrada y armónica. A lo que también podríamos añadir, de manera especial, la influencia de la espiritualidad carmelitana, y en particular la escuela teresiano-sanjuanista, con su carga y contenido místico, por la recurrencia de algunos de los símbolos y expresiones utilizadas por Dulce María (noche, luz, nada, etc.), que caracterizan su enfoque de la fe y la resurrección desde una visión un tanto mística y llena de una profunda espiritualidad. Quizás habrá que comenzar por explicar qué se entiende de manera simple y sencilla por Resurrección, sobre todo en su relación con términos tan incomprendidos como muerte, más allá, vida material y vida espiritual, que en nuestro siglo (que ya son varios siglos, desde el XVIII hasta el presente) marcado fuertemente por el racionalismo, y el materialismo (parte de esos "ismos" que poco o mucho han hecho por la comprensión del hombre y su destino) se han constituido en una fuente de escepticismo y desesperanza para el hombre que vive, trabaja, lucha y sueña en busca de un sentido para la vida que, de "terminar con la muerte", muy poco sentido tendría, aunque si no existe una comprensión del hombre, su ser y su sentido, de poco valdría vivir, por el contrario, de una esperanza abstracta no bien comprendida, de una vida en otra dimensión, más allá de la terrena, material-corporal, o en una simple reanimación del cuerpo. Esto supondrá un reto inmenso, pues extractar un tratado de antropología filosófica o teológica, no es fácil en el marco de un evento cultural de este tipo, y mucho menos en el breve espacio de tiempo de que disponen los ponentes para dictar sus conferencias (que el autor como profesor de Antropología Filosófica, sabe muy bien que ni en un semestre de clases puede agotarse tal materia). Antropología, que en la obra de Dulce María Loynaz sí podemos decir que está toda ella muy llena de una visión cristiana del hombre, que se convierte en una característica muy propia de ella. Sin embargo, intentando definir el concepto Resurrección, podríamos decir que es la posibilidad de inmortalidad, o sea de no morir (en sentido definitivo) que tiene la persona humana, condición sólo atribuida a Dios (o a los dioses en las religiones politeístas), por la que toda la persona, y no sólo el componente espiritual de ella, que no llegamos a comprender como uno e indiviso, por lo que en ningún caso se puede entender la inmortalidad como poder de no morir por sí mismo, sino como poder del que da la vida total, en la que está incluida el espíritu junto a lo corporal-material, que es Dios, creador de la vida, para hacer inmortal al hombre, por el amor que le tiene, el mismo amor por el que le creó, es el mismo amor por el que no permite que muera definitivamente. Para nosotros, morir es ser aniquilados, dejar de existir, desaparecer totalmente, cuando sólo se podría hablar de una transformación de la parte material, que bien expresa la ciencia al decir que la materia no se destruye, sino que se transforma, pero ¿en qué se transforma? Es por el amor de Dios al hombre, por lo que éste no puede morir o perecer totalmente, porque él es conocido y amado por Dios, un misterio que la mayoría de la humanidad, hasta los que dicen creer en Él, todavía les cuesta descifrar y comprender. Si todo amor quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que puede y nos da esa infinitud en el tiempo en que sólo Él existe, que nosotros llamamos inmortalidad. Y esto no es simple palabrería, sino conciencia de la existencia de la persona, unidad de cuerpo y alma indivisibles, aunque en el momento que llamamos muerte, parezca darse una ruptura, y vemos el inicio de la destrucción (transformación) del cuerpo, que ha ido desgastándose, deteriorándose y perdiendo vitalidad a lo largo de los años, desde el nacimiento, pasando por la infancia, la adolescencia, luego por la adultez hasta llegar (si se llega) a la senectud. Es por esta razón, por la que el hombre de todos los tiempos siempre se preguntará: ¿cuánto viviré, adónde iré después, existe verdaderamente un después, y si no lo hay, qué sentido tiene la vida, es acaso la vida una simple y rutinaria sucesión de acontecimientos en los que puedo o no tener parte, quién determina los días de mi vida, podré desarrollar todos mis proyectos, tendrán ellos sentido sin mí...? En fin, que esta actitud expresa en el hombre una necesidad de seguridad, de futuridad, (una sed de eternidad, dirá Dulce María), una necesidad de trascendencia, de perdurar, y esto puede crearle una sensación de miedo, desconfianza, temor, inseguridad; y muchos creerán resolverla apurando el paso y apuntándose a cuanto placer momentáneo y efímero exista, a cuanta cosa aparezca, intentando conocer su futuro a través de cartománticas, astrólogos o futurólogos, para que les tiren las cartas, los caracoles, los cocos o lo que sea, con tal de asegurarse que su día final aún no está por llegar, pero esa seguridad es tan efímera, que la angustia el desasosiego y el temor parece que nunca se separarán de uno. Y aquí es donde Dulce María, la poetisa y la católica nos va a mostrar una actitud de confianza sosegada y pacífica, un abandono en Aquel que sabemos que nos ama (al decir de Santa Teresa), y que no puede habernos dado la vida para sufrirla sino para gozarla con la esperanza de una vida más plena. Por eso me atrevo a afirmar que ella es la poetisa de la Resurrección, porque con una intuición llena de la sabiduría de la vida, alimentada en la fe y en el amor, otros dos importantes componentes de su obra y de su vida, es capaz de rechazar las ofertas de fama, bienestar y gloria, para vivir de su fe, en la casi oscura existencia de quien sabe que su "Padre, que está allí, en lo oculto...que lo ve y lo conoce todo, te recompensará" (Mt. 6, 3; 6; 8; 18) Es la comprensión que judíos y cristianos comparten acerca de la retribución o recompensa que Dios prometió al que viva según su voluntad (que no voluntarismo), la misma que en el Libro del Génesis invita al hombre (a todos los hombres) a CRECER, o lo que es lo mismo a la felicidad, a la realización personal (y con ella a la comunitaria o social, de toda la humanidad), a la salvación que más que salvarse del pecado es crecer hacia la plenitud del amor, de la bondad, de la justicia, de la verdad, del perdón, de la misericordia, de todo lo bueno que el hombre desea, espera y debe realizar, y que es la única vía por la que el hombre puede y debe alcanzar la salud eterna, la eternidad, la inmortalidad, la de plenificar su condición limitada humana hasta llegar a la plenitud divina o divinización, imagen y semejanza plena del hombre con Dios. Ésa es la clave de comprensión de la Resurrección en Dulce María, que va mas allá de la falsa realización personal por la fama, los premios, por el simple o complicado bienestar material, la publicidad, los placeres, y todo aquello que poco o nada alimenta al espíritu (unido e indiviso con la carne), por lo que algunos le buscan desordenadamente para satisfacerse falsamente, en una vida que se les hace indigna para convivir con un espíritu refinado, sensible, lo que refuerza la concepción dualista griega del cuerpo humano dividido en materia y espíritu, donde el espíritu está preso en una cárcel, como un condenado, que sólo puede alcanzar la libertad por la muerte y destrucción del cuerpo. ¡Qué concepción tan reductiva de la persona humana, que le hace desear lo que destruye y anhelar, al mismo tiempo, lo que le hace crecer, como una dicotomía que se hace destructora de toda la persona! Dulce María comprendió, gracias a (o a pesar de) su rígida formación católica estas verdades, que supo integrar a su sensibilidad, a su creatividad, a su personalidad creadora y espiritual, para dar unos frutos maravillosos, donde la existencia humana no se comprende como un castigo o una condena que todos debemos pasar para con grandes incertidumbres tratar de alcanzar, finalmente, por la misericordia de un Dios, que pocos comprenden, la plenitud de un más allá, que para la gran mayoría se hace abstracto y oscuro, pero que en su poesía, esa arma (de los poetas y los místicos) que permite expresar lo que el lenguaje común pocas veces permite, alcanza una claridad y una armonía pocas veces (o nunca) vista y comprendida. Por eso, la coincidencia de que Dulce María falleciese en plena Pascua de Resurrección del año 1997, no nos parece una casualidad, casi diríamos fue una premonición de quien vivió toda su vida asociada, en lo que los humanos llamamos dolor y sufrimiento, a la Pasión de Jesús, de la misma manera que se asoció, y los que hoy la hacemos presente en cada homenaje, en cada poesía, en cada encuentro, Resucitada en Cristo. Al abordar su obra, en especial la poética, pues sería una obra de titanes abordar toda su obra, incluyendo sus ensayos, escritos cortos, novelas, cartas..., hemos ido descubriendo a cada paso esta huella de su FE de VIDA, en la que se aprecia su conciencia y confianza en la Resurrección. Y tomados de su mano, en el tiempo, vamos a recorrer su poesía, no completa, sino su primera etapa poética que comprende de 1920 y 1938, etapa que recoge lo más puro de su vida y obra, puesto que ella, nacida en 1902, la realizará entre los 18 y los 36 años, en que vive su fe, recibida de sus padres y familiares, en clave de sencillez y de confianza. Este itinerario nos debe llevar, necesariamente, a clarificar la postura de la poetisa, entre su noción de la otra vida y la Resurrección, en la que se aprecia una relación visible. Son los años en que viajará por el mundo y ampliará sus horizontes de vida y entablará con ellos una relación que la marcará definitivamente. Esto no significa que, al llamarla Poetisa de la Resurrección, toda su obra aborde esta temática, lo cual sería, evidentemente, una perspectiva reductiva, sino que, en esta etapa, descubrimos una recurrente presencia de este tema, de una forma directa o intuida. Sería labor posterior el estudio del resto de su obra para poder establecer una taxonomía al respecto. En esta parte de su obra descubrimos cuatro dimensiones o momentos de reflexión gradual de Dulce María Loynaz, en la que la autora integra en todo el libro su comprensión del hombre como sujeto de una relación con el Absoluto, que entraña el acto de resucitar. Estos cuatro momentos, podríamos estructurarlos como: I.- Cosmológico: en el que la escritora descubre y nos muestra la Creación, el mundo creado por Dios e insertado en él, al hombre. Creación como acto movido por una acción concreta del Amor de Dios. II.- Teológico: en el que se da la comprensión de ese mismo Dios, Absoluto de Amor, al cual caracteriza y se apropia de su ser. III.- Antropológico: en el que aparece el hombre, como creatura u obra de Dios y sujeto de su amor, al que caracteriza o comprende más allá de la simple apariencia corpórea, y en el que descubre una dimensión trascendente que sólo encuentra sentido en la eternidad del amor de Dios. IV.- Relacional: con dos direcciones; una que se establece entre Dios y el hombre, relación de resurrección; y la otra, entre el hombre y Dios, en una relación de crisis de conciencia y dudas de fe ante la realidad del mundo, la existencia del mal y la preocupación por su destino. A partir de estos presupuestos de interpretación, podemos agrupar los textos de este período estudiado.
I.- Cosmológico: Dulce María nos muestra en sus textos, la conciencia de la existencia de un mundo que no existe por casualidad o por accidente de la evolución de la materia, sino por un designio amoroso de un ser trascendente, al que llama Dios, y que poéticamente denomina, de forma misteriosa, como el Nexo, la Razón, el Designio, y descubre con relación a la obra de Dios, parafraseando al Libro del Génesis, Capítulo1, versículo 31 cuando reza: «Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien...», que Está bien lo que está. Sé que todo está bien... En La Certeza, nos hablará del mundo, la creación, que sufre constantes transformaciones, cambia, se pasa, y en todo está presente Dios, el Creador, que crea y recrea, sin mudarse, para al final decir: El mundo se irá gastando/ rosa a rosa, piedra a piedra.../ (¡Dios arriba, Dios abajo!...), como si citara a Santa Teresa de Jesús en su redondilla que dice: Nada te turbe/ nada te espante/ todo se pasa/ Dios no se muda/ la paciencia todo lo alcanza/ quien a Dios tiene/ nada le falta/ ¡Sólo Dios basta!. Y es ésa confianza, la única que le permite comprender de que todo está bien, de que no hay que preocuparse porque Alguien asegura que todo es conforme a su plan de plenitud y de amor, en el que se dan las condiciones para que el hombre crezca, a pesar de que, a veces nos parezca complicado por la existencia del mal, por el mal ejercicio que hace de la libertad, y que lo deja claro la Loynaz, cuando dice en La oración del alba, que: Un día de esos en que siente uno yo no sé qué nostalgia de alas...Miré demasiado las estrellas...¡Qué exquisita gracia la de saber que todo está bien!...La de entender la armonía de lo inarmonioso...Yo quiero comprender y amar... No se separa ella de la necesidad de todo hombre de sentir nostalgia de alas, léase crecer, elevarse, y de mirar al cielo, a las estrellas, al futuro (¿en las estrellas podremos leer nuestro futuro?); a la poetisa, le sobreviene la exquisita gracia...de saber que todo está bien, no hay que temer, no hay que angustiarse, hay que sentir y experimentar la exquisita gracia de entender la armonía de lo (que parece) inarmonioso, y ella también quiere comprenderlo, pero como Santa Teresa de Jesús, sabe que para conocer a Dios, no hay que ir entendiendo, sino amando... Una y otra vez, vuelve a repetir su reflexión sobre el sentido de la vida y de las cosas, que desarrollará de una manera sumamente poética en Señor que lo quisiste, y que se repite en Está bien lo que está, donde nos dice: Está bien lo que está: Sé que todo está bien./ Sé el Nexo. Y la Razón. Y hasta el Designio./ Yo lo sé todo, lo aprendí en un libro/ sin páginas, sin letras y sin nombre... Dulce María lo aprenderá en un libro sin páginas, letras ni nombre, quizá el mismo libro que Santa Teresa usara para vivir y comprender la vida, aquel con el que se quedó cuando la Inquisición y sus Superiores le prohibieron casi todo tipo de lectura, porque las monjas no tenían autorización para leer nada que no estuviera aprobado por las autoridades eclesiásticas, cuanto menos los libros de caballería de los que la Santa era aficionada, y ella nos dice: Yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya, por dejar los (escritos) en latín, me dijo el Señor: «No tengas pena, que Yo te daré libro vivo». De tal manera, que podemos apreciar una cosmología simple, llena de armonía, desde la intuición de una voluntad de amor, palabra clave en su existencia, que desde su experiencia de fe, ilumina toda su visión del mundo.
II.- Teológico: Su dimensión teológica, se proyecta como una comprensión de Dios como el motor o causa primera, de los tomistas, que inicia la Creación, en la que está inserto el hombre, como la pasión fundamental de su poética, que invita al hombre a crecer por el amor. En Profesión de fe, con un lenguaje lleno del simbolismo místico teresiano-sanjuanista, expresará en una frase todo el misterio oculto de la resurrección, al decir, como si no dijera nada: Creo...en la palabra buena que dijo alguien y en el ala/ de oro/ prometida/ al gusano...Creo en la noche. Creo en el silencio/ y en un día de luz maravilloso. Es la profesión de fe, el Credo de quien tiene clara conciencia de su futuro, expresado en la palabra buena, la buena noticia o Evangelio, que significan lo mismo, porque se refieren a la palabra de Jesús: «...si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él...». Es la concepción de un Dios que vive en el hombre, que lo hace a su imagen y semejanza, y que quiere que participe de su divinidad. La figura del gusano de seda convertido en mariposa, que los místicos, y en especial la santa de Ávila, utiliza en sus obras, particularmente en Las Moradas o el Castillo Interior, todo un tratado de oración y crecimiento espiritual, donde dice que: crecido este gusano...comienza a labrar la casa donde ha de morir. Esta casa querría dar a entender aquí, que es Cristo...nuestra vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida es Cristo...(Quintas Moradas 2, 4) y luego dirá en la plenitud de las últimas Moradas que: la mariposilla, que hemos dicho, muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo...pues, decimos que esta mariposilla ya murió, con grandísima alegría de haber hallado reposo y que vive en ella Cristo... (Séptimas Moradas 2, 5; 3,1). Es como diría el escritor español José María Cabodevilla, que la muerte no es algo que ocurre, sino Alguien que viene, a lo que le añadiría yo, Alguien con mayúsculas, Alguien que con su palabra buena, al decir de la Loynaz, nos invita a guardarla, acogerla, interiorizarla, viene a nosotros y hace de nuestra vida y nuestra persona su casa, su morada, es entonces cuando nuestra vida se convierte en una de esas Moradas (teresianas) transformantes que se convierten en Cristo mismo, o como dijera San Pablo: "no soy yo, es Cristo quien vive en mí..." En Eternidad, expresa claramente su idea acerca de la resurrección: Para ti lo infinito o nada; lo inmortal...a quien lleva en la frente algo de eternidad...Las cosas que se mueren no se deben tocar. En este poema está la esencia de la teología católica acerca de la Resurrección. El hombre todo, es criatura de Dios, creada para lo que no tiene fin, para lo infinito, lo que no puede morir, no porque materialmente no lo sea, sino porque hay algo que lo libera de morir: el AMOR. ¿Quién ha puesto en la frente del hombre algo de eternidad?. Es como una paráfrasis de los salmos 8 y 144, que explican ese ¿Quién...?: «Oh, Yahvéh, Señor nuestro...¿qué es el hombre para que te acuerdes de él...Apenas inferior a un Dios le hiciste, coronándole de gloria y dignidad; le hiciste señor de las obras de tus manos...»(S.8, 1-7). Y no comprenderíamos entonces a la poetisa, cuando dice: Las cosas que se mueren no se deben tocar, si pensamos que también nosotros morimos. Entonces, cómo lo que muere no puede tocar lo que también muere. Es la conciencia de "no morir" que tiene Dulce María, el hombre tiene algo de inmortal, algo de eternidad, una chispa de Dios, su imagen y semejanza, su destino y fin. Por eso en el poema le negará a quien ama verdaderamente todo lo que no sea digno de su amor. Su amor es eterno, luego entonces, para lo eterno sólo se ofrece eternidad, o lo que es lo mismo Dios. En La oración de la rosa, nos descubre cuál es la voluntad de Dios, la que pedimos se haga, en clara relación intertextual con el Padrenuestro; voluntad amorosa del que nos dio la vida y nos dará la plenitud: Hágase en nos tu voluntad, aunque ella sea que nuestra vida sólo dure lo que dura una tarde..., a lo que podríamos añadir lo que, el tan admirado por Dulce María, San Juan de la Cruz, el místico carmelita, dijera: A la tarde, te examinarán en el Amor..., como diciéndonos que lo importante no es la duración de la vida, sino con el amor con que se vive, amor que nos lleva a la confianza de los que nos sabemos amados, que no condenados; salvados y poseedores ya del poder de resucitar en aquel que "nos amó hasta el extremo". En Si me quieres, quiéreme entera, se expresa la convicción de que el amor sólo puede ser total, completo, universal, no el amor que es reductivo, compartimentado, condicionado. Amor con mayúsculas que es el que le da a la persona una dimensión de plenitud, un Amor que no mira lo aparente, sino lo esencial, o como expresa el Libro de Samuel en la Biblia: "El hombre mira las apariencias, pero Dios mira el corazón" (1 Sam. 16,7), es Dios el único que mira con verdadero amor, o como dijera San Juan de la Cruz: El mirar de Dios es Amar. Es el Amor sin condiciones, el que no pone condiciones ni mira las apariencias (incluso las del mal), el que salva, el que le da plenitud a la vida, el que vence a la muerte en la Cruz y la lleva a participar de la vida en Dios, el único amor verdadero, el que debemos anhelar, buscar y vivir. Esta es la esencia del concepto de Dios que expresa en su poesía Dulce María Loynaz.
¿Para qué habré nacido? ¿Quién me necesitaba, quién me había pedido? Dulce María Loynaz
III.- Antropológico: Esta será la dimensión más importante que encontramos en toda su obra: el hombre, la persona humana, que se debate día a día, entre las realidades limitadas de su existencia y el ilimitado anhelo de felicidad. El hombre es el centro de toda su obra, es el principio, y el fin, por eso, para ella, el hombre es para la Resurrección. La gran reflexión sobre el sentido de la vida, que definitivamente debe concluir en la confianza en el Creador y Dador de ella, en esta primera etapa de su vida, Dulce María Loynaz la desarrolla en el poema Señor que lo quisiste. En él, ahondará, cruda y patéticamente, en esa herida que nunca se cierra en la conciencia de cada hombre y en su fe, desde su propia experiencia desgarradora y sanadora: Señor que lo quisiste:/ ¿Para qué habré nacido?/ ¿Quién me necesitaba, quién me había pedido?/...¿Qué dejaré a la Vida?/ ¿Qué llevaré a la Muerte?/...Que hasta el más vil gusano su destino ya tiene,/ que tu impulso palpita en todo lo que viene/...Que hay un sentido oculto en la entraña de todo./ En la pluma, en la garra, en la espuma, en el lodo/...Que tu obra es Perfecta: ¡Oh, Todopoderoso,/ Dios Justiciero, Dios Sabio, Dios Amoroso!..., que no necesita comentario alguno, porque en él se dan pregunta y respuesta, herida y venda, dolor y reparación, temor y amor, y finalmente la paz. En El madrigal de la muchacha coja, la Loynaz nos habla de una conciencia de futuro y esperanza que supera toda limitación física, material, corporal, y lo expresa diciendo: pero había en ella como una huella celeste..., como quien vista con ojos de fe, deja de ser algo deforme para ser en realidad algo que expresa su imagen futura, ésa en que ya no hay limitación alguna, y es ésa mirada de fe de la Loynaz, que le hace decir, más alla de lo poético que su cojera es: ondulamiento del viento en un trigal, curva sideral, trazos de eses de plata sobre el viento, cristal quebrado, mella de rosas, sonrisa, alba o centella. Y concluirá diciendo: Nadie la hallara bella;/ pero había en ella/ como una huella/ celeste.../ Se hincó el pie con la punta de una estrella. Este poema va en la misma clave del titulado El pequeño contrahecho, en el que nos dice: En la tierra tirado parece un ángel roto/...El pequeño contrahecho tiene/ los pies más suaves y el cielo más lejos.../Cuando en brazos lo alza el hermano mayor,/ él sonríe y extiende las manos/ embarradas de tierra para coger el sol... Aquí no es el pie hincado con la punta de una estrella, que ahora llama suaves, sino las manos embarradas de tierra, que le sirven para coger el sol. Recordemos que la tierra es símbolo de la limitación, precariedad, pobreza humana, por algo el primer hombre Adán, el primer pecador, toma su nombre del término Adamac, la tierra, y el nuevo Adán, Jesús, el Sol Victorioso, lo libera del pecado y lo lleva a la plenitud del Amor por su Resurrección. En La extranjera, la Loynaz nos recuerda que todos somos peregrinos en este mundo, en el que vivimos, como dice La Salve, oración mariana, vivimos como peregrinos o extranjeros, en este valle de lágrimas. Somos el homo viator, el hombre en camino, el peregrino, el extranjero, que camina hacia la patria celestial. Por eso querer atarse a este mundo y a esta vida es inútil, estamos de paso, se acostumbra a decir, y así lo recoge el poema, cuando dice: Alguien por retenerla quiso hacer de toda su vida un lazo...Un solo lazo fuerte y duro...Ella con sus frágiles manos rompió el lazo que era lazo de vida... En Tiempo, hermoso poema de amor, vuelve recurrente el tema del tiempo y de la vida en otra dimensión más allá de lo espacio-temporal: Quién pudiera como el río ser fugitivo y eterno. Partir, llegar, pasar siempre y ser siempre el río fresco...Mi hora no está en el reloj...¡Me quedé fuera del tiempo!...Tarde, pronto, ayer, perdido, mañana inlogrado, incierto hoy...¡Medidas que no pueden fijar, sujetar un beso! La llamada a la vida y a una vida en la que el sentido del hombre, su destino y meta es el de crecer y elevarse hacia lo más alto de la humanidad, que se hace divina. Es la experiencia de la superación del pecado y todo límite terreno, el que expresa Dulce María en su poema Desprendimiento, cuando dice: Dulzura de sentirse limpio de toda cosa. Dulzura de elevarse y ser como la estrella inaccesible y alta, alumbrando en el silencio...¡En silencio, Dios mío!... La conciencia de la materialidad de la vida y sus límites nos la expresa en su Destrucción, en que nos habla de la muerte como un deshacer...la bruma de mi cuerpo y de mi alma que produce una experiencia de provisionalidad e inseguridad, todo este temblor...todo este esperar atormentado...todo este huracán consciente y vivo que nos hace entender la muerte como el no ser, un no ser terreno al que nos aferramos para comprender finalmente que el ser sólo es posible en Aquel que nos da el ser para siempre, pero que incomprendido en la racionalidad humana limitada, le hace decir: y no ser ya para siempre!
IV.- Relacional: El hombre creado por Dios es un "ser en relación", o como diría el filósofo judío Martín Buber: Toda vida verdadera es encuentro. Pero esta relación entre el hombre y Dios, en la obra de Dulce María es bidireccional, del hombre a Dios, y de Dios al hombre, de tal manera, que uno, el hombre, aporta miedos, inseguridad, dudas...crisis; y Dios: amor, seguridad y plenitud de Resurrección.
a) Relación del hombre con Dios: Crisis y dudas. Al leer La duda, encontramos otra forma sutil de enfocar el misterio de la vida común, que ella destacará llamándola Vida, con mayúsculas, y de la que habla como en un presente que se hace pretérito: Era buena la Vida...pasó volando, para luego al hablar del tiempo que marca la vida humana en su existencia terrena, dirá: Pasó volando...y era buena la Vida todavía... Es la conciencia de que la eternidad se alcanza, no después de la muerte, a la que no se nombra, sino a través de ella, aunque se utiliza para nombrarla la metáfora del vuelo, o sea, que la muerte es la vía o camino por la cual se llega a ella. Si fuera nada más que...una sombra...la misma tiniebla...el retorno de un viaje...almohada... casa...sombra...vía...fuga...miel que recoger...acíbar... Eso nos dice de la vida el poema Si fuera nada más, en el que en un intento de definir lo que parece indefinible, concluye diciendo: Si sólo fuera –al fin...– un breve/ reintegrarse a la Nada tibia..., que más tiene de certeza que de duda, aunque aparece como duda, ya que el condicional Si...fuera, nos habla de una reflexión que desde la limitación concluye abandonándose confiadamente en una comprensión de lo indefinible, definido como Nada tibia. Del apesadumbrado humano que busca razones para vivir y pide a Dios una respuesta, es el poema-diálogo Si me cortan, en que Dulce María eleva su oración confiada: Dime, Señor, en forma que lo entienda,/ qué hago yo en esta hora,/ en pie sobre la tierra/ con mi desesperanzada esperanza. Desesperanzada esperanza que produce El miedo, que sólo puede ser vencido por la esperanza en la Resurrección, que le hace decir : ¡El miedo se engañó!...Fue el miedo. El miedo/ y la vigilia del amor sin lámpara.../Lo pareció tal vez de tal manera/ que un instante la boca se nos llenó de tierra/ como a los muertos.../ ¡Pero no fue!...¡Ese día no existió/ en ningún almanaque del mundo!.../ De veras no existió...La Vida es buena. Poema que nos recuerda nuevamente al español José María Cabodevilla que en un libro dedicado a la reflexión sobre la muerte, que comparte con Dulce María la inteligencia de que ese día no existió en ningún almanaque del mundo, el cual lo titula 32 de Diciembre, que por supuesto es un día que no existe en ningún almanaque. En Coloquio con la niña que no habla la Loynaz habla con una niña que a todas luces parece haber muerto, y es curioso que en su diálogo, que se transforma en monólogo por la ausencia de respuesta, hay algunos elementos destacables en su definición de la muerte y por antonomasia el cuestionamiento de la otra vida que no es la terrena, como: lejanía insospechada, niña buena cultivada en un vaso, florecita sin tierra..., mientras que habla de Alguien que actúa por detrás de la apariencia de vida o de muerte, al que define ilustrativamente como: alguien (que) surge, alguien (que) asoma, anda detrás de ti con una goma para borrar...Para finalmente preguntarle a la niña que nombra como Antonieta: ¿A dónde fue tu olor? La Vida es la marcha, es un andar camino a la sombra...hacia la ceniza mojada (fango de muerte)...y dejo atrás el cielo, la luz, el amor...Todo lo que nunca fue mío, es el camino de las NADAS de San Juan de la Cruz en su Subida al Monte Carmelo, en el que descubre que a pesar de sus limitaciones y apegos a las cosas de esta vida, tiene la certeza de que voy caminando en línea recta, llevo las manos vacías, los labios sellados...Y no es tarde ni pronto... Y parafraseando al místico carmelita en su Cántico Espiritual que busca al Amado (Dios), dirá: No he cogido una flor, no he tocado una piedra (el Santo dirá: ni cogeré las flores/ ni temeré las fieras), para añadir: ...ahora me parece que lo pierdo todo, como si todo fuera mío, que vuelve a recordarnos al místico español en su Oración de alma enamorada, cuando dice: No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu Hijo Jesucristo, en que me diste todo lo que quiero...Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí... Toda esta experiencia de vida y fe, y de fe de vida, la llevan a entablar un diálogo con Dios, diálogo estremecedor, de abandono y confianza, en el que la tentación a recordar o apegarse a las pequeñas cosas de la vida (unos zapatos de charol pequeños, signos de nostalgia, o el más pequeño sueño) siempre estarán presentes dentro del proyecto del hombre que hace suyo el proyecto salvador de Dios, al decir que Ya no es preciso que me quede aquí...Y me voy./ Me voy...no sé…allá lejos./ Nada te dejo ni me llevo...Hubo un tiempo en que yo tenía/ unos zapatos de charol pequeños.../Y un más pequeño sueño...-Ahora/ alúmbrame el camino.../ O no lo alumbres, en un final en que nos parece decir: Hágase tu voluntad. Igual reflexión sobre lo que somos o hubieramos sido o el lugar que ocupamos en el mundo, en la creación o el universo, es la que nos sitúa en una perspectiva de futuro y eternidad en el tema Divagación, donde dice: Si yo no hubiera sido...¿qué sería en mi lugar?...Me siento extraña en mi ropaje...¡Quién me volviera a la raíz remota sin luz, sin fin, sin término y sin vía!... Como Santa Teresita de Lisieux o más conocida como la del Niño Jesús, la Loynaz, expresa en su experiencia de fe, la impaciencia de alcanzar la meta, el destino para el que se siente llamada, destino de plenitud en el amor, y en su poema La Impaciencia, expresa lo que la santita francesa, que antes de morir expresó: ¡Voy a la luz, voy al amor!, y la poetisa dirá: Voy hacia arriba como la hoja verde...Y este afán de partir...¡Y hacia ti, hacia ti...! Es una impaciencia, que se vuelve certeza paciente de la que podría concluir con San Juan de la Cruz: Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal en su servicio,/ ya no guardo ganado/ ni ya tengo otro oficio/ que ya sólo el amar es mi ejercicio... Andando entre sus poemas encontramos que a la par de la duda, se va dando un desarrollo en la certeza del hombre loynaciano, en la misma medida que va descubriendo a Dios, que se revela y manifiesta su amor, lo que sólo es posible en la Resurrección como vía de crecimiento hacia la plenitud de su humanidad. Es en Los puentes, con un lenguaje parecido a los profetas, donde nos habla de los puentes que se ven, ocultos para la vista de los ojos de carne, pero no para los que tienen ojos de fe, puentes que deben ser construidos en nuestra vida de cada día, aquí y ahora, deshaciendo la falsa comprensión de un más allá abstracto, que debe construirse en un más acá y ahora. Son los puentes que nos permiten superar las distancias, las barreras, y nos dirá: Yo ví también tendido otro elevado puente que casi se ocultaba entre nubes hurañas...¡Y que aún sobre el abismo tan hondo de la vida, para todas las almas no haya un puente de amor...! Y nos dirá que ese puente que borra el abismo tan hondo de la vida, necesario para todas las almas, es un puente de amor, o como dijera Cullen Hightower: Tener fe es construir sobre lo que sabemos que está aquí, para poder alcanzar lo que sabemos que está allá... En El amor indeciso, nos habla de un Amor...que indeciso se acerca a mi puerta...que perdió su camino...tan pequeñito...es del color del viento...amor semi-despierto, que tienes los ojos neblinosos aún de Lázaro (el que Jesús resucitó porque le amaba)...Vienes de una sombra a otra sombra con los pasos trocados de los ebrios, los locos...¡Y los resucitados!...Y vuelve Dulce María a definir un amor al que parece no estar acostumbrada, un amor diferente, al que le dice: Extraño amor sin rumbo que me gana y me pierde...Que todo lo confunde, lo deja...¡Y no lo deja! Que esconde estrellas nuevas en la ceniza vieja... Es la tensión entre el amor limitado de cada día, el humano amor que mira más al interés, al placer, al gusto, al capricho o al bienestar, frente a un amor, que le gana y lo pierde, que todo lo confunde, lo deja y no lo deja, es un amor diferente, de ésos que nos hacen decir: "Es demasiado hermoso para ser de verdad o para merecerlo", que parece que no nos quiere atar, y al mismo tiempo nos ata, es un amor hasta el extremo de darlo todo, amor que "no sabe morir ni vivir"... porque el morir o el vivir están dados, en clave humana por la dimensión espacio-temporal de nuestra existencia, es un vivir en la eternidad que supera las limitaciones, y que por eso, al humano le parece indeciso. El contrapunteo entre lo efímero y lo eterno se da en Rosa, una Rosa que se hace persona, y se balancea entre la Rosa material y la Rosa espiritual, que ya no es aquella rosa del poema Eternidad (las que Yo no te quiero dar), sino que con su presencia y amor roza su alma, y termina siendo definida de manera que: Rosa tú eres...rosa larga que durará mañana y después de mañana...en la absoluta conciencia de su eternidad expresada en un después de mañana.
b) Relación de Dios con el hombre: la Resurrección como clave del amor. El amor en clave de Resurrección o como vía para alcanzarla será la constante loynaciana que también aparece en Siempre, amor, en todo él, detallando el fragmento que expresa: ...más allá de toda fuga,/ de toda hiel, de todo pensamiento;/ más allá de los hombres/ y de la distancia y del tiempo./ Siempre, amor:/ En la hora en que el cuerpo/ se libra de su sombra...Y en la hora/ en que la sombra se va chupando el cuerpo... En voz de Dios, como profeta del Antiguo Testamento, se convierte la Loynaz, o como la voz del mismo Jesús, que nos dice: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere no dará fruto, pero si cae y muere, su fruto será abundante», en su poema Yo te fui desnudando, en el que Dios parece hablarle a todo hombre, de una manera intimista, cercana, familiar, como quien le conoce bien, hasta lo más oculto, de tal manera que lo que pudiera parecer un poema erótico, se convierte en relación de intimidad entre Dios y el hombre, quien dice a su criatura: Yo te fui desnudando de ti mismo,/ de los "tús" superpuestos que la vida/ te había ceñido...de lo que San Pablo dijera: El hombre no debe cubrirse...pues es imagen y reflejo de Dios...Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces lo veremos cara a cara, tal cual es..., para terminar diciendo: Surgiste de ti mismo; de tu misma/ sombra fecunda –intacto y desgarrado/ en alma viva...- En su poema Una palabra, de apenas dos líneas, expresará en un alarde de síntesis poética, que la teología no podría expresar para que el misterio de la Resurrección fuese comprendida, Dulce María nos dice: Una palabra, sólo una palabra:/ Y de pronto la vida se me llenó de luz..., que nos recuerda la jaculatoria que los cristianos decimos cuando tomamos la comunión, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para participar de ese modo de los frutos de su Resurrección: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una Palabra tuya bastará para sanarme», que a su vez recuerda aquella dicha por el centurión a Jesús, solicitándole la curación de un criado suyo, la que le fue concedida con el elogio de tener una gran fe. ¿Qué es el amor?, sería la gran pregunta que muchos creen poder responder y pocos vivir. Dulce María, sabe la respuesta y la da en Amor es..., y dice primero los objetos del amor: la gracia, la luz, la plenitud, la música, la dulzura. Luego nos dirá qué es amor: entregarse como almohada para aliviar el cansancio, describiendo el amor que Jesús expresa durante su vida terrena, al decir: Vengan a mí los cansados y agobiados que yo les descansaré..., entregarse al cansancio para servir a los otros, es desenredar marañas de caminos o lo que es lo mismo hacerse uno mismo camino, como diría Jesús: «Yo soy el camino y la verdad y la vida»; y hacerse escala, al decir del Cristo: «Nadie puede ir al Padre sino es por mi...»; es aceptar el dolor, el sufrimiento, no sólo físico sino también espiritual (lo que nos sangra por dentro), es la Bienaventuranza de los: Dichosos los que sufren...los que lloran...; es adentrarse en el misterio de Dios, en la noche de la fe sanjuanista, y por pura fe, adivinarle la estrella en germen, la esperanza de la estrella (la luz de Cristo en la liturgia de la luz de la Vigilia Pascual, el paso de la muerte a la vida, de las tinieblas a la oscuridad, de la tristeza a la alegría); es amar desde lo profundo de la raíz oscura de la vida, del mal, de la muerte, de lo que no es amor, para llegar a lo que es amor, y amor en plenitud, que es Dios; es vivir profundamente el perdón (al que nos invitó Jesús: Perdonar 70 veces 7, es decir siempre, eso es amor), y lo que es más, que es la comprensión del otro (sobre todo del otro que nos hiere, que nos ataca, que nos persigue, que nos daña), porque qué mérito tiene amar al que nos ama, lo valioso es amar y perdonar y orar y poner la otra mejilla y bendecir al que te odia, al enemigo. Amar es el acto más divino y humano, manifestado paradigmáticamente por y en Jesús muerto y clavado en la Cruz, (Se entregó por nosotros hasta la muerte y una muerte de cruz, dirá San Pablo), lo demás no es amar, es casi una caricatura del amor, o cuando más una pobre imitación, es amar por analogía, y nunca o pocas veces por verdadero amor. Amar es morir (Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos) y resucitar. Amar es resucitar, es participar del amor del que nos puede dar la vida eterna, más allá de las limitaciones humanas, del mal, el miedo, de la misma muerte, todo eso lo supera el amor (todo lo podemos en Aquel que nos amó y se entregó por nosotros, reafirmará San Pablo). Este poema lo podríamos considerar su verdadero testamento de vida y de fe, entregado a todos los hombres. En el poema ¿Es la alondra o el ruiseñor?, nos recuerda el romántico diálogo de dos enamorados shakespereanos apellidados Montescos y Capuletos, se establece otro diálogo en el que el Amado, en el buen estilo místico a lo San Juan de la Cruz, deja de ser un simple jovenzuelo veronés, para hacerse un hombre que dijo de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo... el que viene a mí no caminará en tinieblas...», al que Dulce María le dice: Dame la mano y llévame/ al mañana de luz que eres tú mismo/ y tú solo...Mañana de luz y eternidad que tiene un nombre propio: Jesús. Habla, en Los motivos del reloj, de una imagen muy utilizada por san Juan de la Cruz en su poema El Pastorcico, figura del Cristo que abre los brazos en cruz para expresar un gesto de amor, un abrazo, que en el de Dulce María, se expresa en la figura de un reloj, y dice: Tu horario clavado entre las horas y los minutos...Dos brazos que se abren y se cierran lánguidamente hacia la nada...Pero la Cruz es siempre amor... Es el tiempo de la vida, en que el hombre se siente como crucificado, esperando su hora, y sólo la Cruz de Jesús, símbolo de amor, le da sentido con su Resurrección al tiempo y a la vida del hombre en la eternidad de Dios. Es Dios mismo el que haciéndose hombre, por el amor de su entrega en la Cruz, quien le revela el camino que conduce a la eternidad, a la plenitud de la vida, al amor. En Nocturno, utiliza nuevamente el símbolo sanjuanista de la Noche Oscura, en el que retoma la concepción circular de la historia, el eterno retorno, en una búsqueda racional de explicación a la realidad de la vida, que parece girar como una rueda o noria, en la que le faltará el final de la mística noche en que se juntan Amado con amada, amada en el Amado transformada...! , que luego la hará verse como un Espejismo, en el que expresa la decepción y la frustración en la experiencia humana del amor, donde clarifica su visión del amor, con sus limitaciones, como un espejismo, donde se ve como Yo misma proyectada en la noche (otra vez la noche) por mi ensueño, para terminar diciendo: ¡Quien te amó sólo amaba cenizas! En Canto a la tierra toma conciencia de que la experiencia de vida no debe ser de miedo, sino de amor, por lo que ya no tendré miedo de la tierra, que es fuerte y maternal; y habrá de acoger mi miseria...ya no tendré miedo de la tierra más nunca. Cuando le pertenezca he de identificarme con ella plenamente..., es la identidad que establece entre tierra y vida, la terrenalidad o materialidad de la propia vida, la conciencia de ser Adán (Adamac= terrestre, terrícola, con los pies en la tierra, terreno), humana, hecha de tierra, terrena; para luego descubrir en su criaturalidad la necesaria condición para trascender, que le hace decir: ¡Cómo voy a sentir todas las primaveras floreciendo en mí misma!...Con esta carne pálida haré los lirios...¡Y las rosas, y las fresas, y los árboles grandes y potentes y rudos!... Que recuerdan las palabras de Jesús: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no dará fruto, que preparan a los creyentes a la experiencia de la muerte y la resurrección, que recordará la Loynaz al aseverar: ¡Y las buenas semillas que se rompen y se abren camino a la luz!..., luz de Resurrección que siempre sigue a la oscuridad de la noche de la muerte. Y es la certeza de la vida y la fe, las que le hacen escribir un Conjuro, donde manifiesta con absoluta conciencia: Ya sólo un camino breve busco...He llegado hasta donde nadie pudo llegar, y que le hacen completarlo, por si la tentación de mirar atrás y de seguir apegada a lo terreno la acosara, con un Si aun vuelvo la cabeza...¡Dios me vuelva de sal! Vuelvo a nacer en ti, nos recuerda el bautismo con toda su carga teológica de muerte y resurrección en Cristo, que utiliza algunos de los signos sacramentales de vida (blanca, luz) como contrafigura a la muerte (obscura, rota, sin alma, sin cuerpo) que expresan la dicotomía muerte-vida, pasado-futuro, al decir: Vuelvo a nacer en ti: pequeña y blanca soy...La otra –la obscura- que era yo, se quedó atrás como cáscara rota, como cuerpo sin alma, descubriendo el misterio de la vida en Dios, el Milagro de la aurora repetida y distinta siempre, en que por el bautismo se vive la victoria sobre la muerte y el mal, dando paso a un hombre nuevo que nace sobre el hombre viejo, para nacer a la vida eterna. Es la liturgia católica de la cuaresma, tiempo especial de crecimiento humano y misericordia divina, que comienza en el miércoles de ceniza, que nos recuerda que del polvo (la tierra) hemos salido y a él volveremos, como signo de la limitación y precariedad humanas, y culmina en la gloria del Domingo de Pascua de Resurrección, que Dulce María Loynaz recoge en su Canto a la mujer estéril, donde se retrata a sí misma como estéril, referida a la fecundidad de la maternidad biológica, donde se encierra en un instinto terco que se aferra a tu flanco, tu sentido exquisito de la muerte...que la hace comprenderse así misma como quien no será(s) camino de un instante, sino camino de eternidad cuya fecundidad de vida va más allá de lo biológico, que la hace unirse con el que es la Fecundidad Eterna, al que se une en identidad y le dice: Y reinarás en tu reino. Y serás la Unidad perfecta que no necesita reproducirse, como no se reproduce el cielo, ni el viento ni el mar... Se identifica con una Eva eterna, la misma Madre de Dios, Eva que salva, no ya Eva que introduce el pecado y la esterilidad de la gracia divina, la nueva Eva, de tal manera que Los que quieren que sirvas para lo que sirven las demás mujeres, no saben que tú eres Eva...¡Eva sin maldición, Eva blanca y dormida en un jardín de flores, en un bosque de olor!... que nos recuerda a san Juan de la Cruz en su Noche Oscura, cuando dirá Quédeme y olvídeme,/ el rostro recliné sobre el Amado,/ cesó todo y dejéme,/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado. Es la fecundidad recuperada, la fecundidad espiritual, que le hace comprender que por la vida en Cristo resucitado, tiene en sus manos la llave de una vida (eterna, agregaría yo), cuando dice: ¡No saben que tú guardas la llave de una vida!.../ ¡No saben que tú eres la madre estremecida de un hijo que te llama desde el Sol!... Concluimos así este trabajo, en el que descubrimos una constante de fe en la vida, en la Resurrección, una fe hecha vida, una vida de fe, una fe de vida, que será el signo de toda su existencia y de su obra, llena de una fecundidad espiritual sólo comprendida en clave de fe y de amor, cargada de una mística profunda y a la vez sencilla, y de una espiritualidad leída en clave carmelitana o teresiano-sanjuanista de altos kilates, que se funda en una teología pocas veces expresada con tanta belleza y hondura.
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