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julio-agosto. año VII. No. 38. 2000 |
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REFLEXIONES |
EL SACERDOTE: CONVOCAR Y SERVIR COMO CRISTO
Homilía pronunciada por el Obispo de Pinar del Río durante la celebración del Jubileo de los Sacerdotes y Seminaristas |
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Queridos hermanos Sacerdotes, queridos Seminaristas, queridas Religiosas: Queridos hermanos y hermanas:
Este año del Gran Jubileo, la Carta que el Papa dirige a los Sacerdotes, tendrá un rasgo especial al haber sido firmada en el lugar donde Nuestro Señor Jesús instituyó el Orden Sacerdotal. El Papa recordó que esta es una oportunidad especial para que los Sacerdotes crezcan en la consideración del misterio que celebran en el altar. En este día de la Misa Crismal del año 2000, día solemne de la renovación de las promesas sacerdotales; junto al Obispo y acompañados del pueblo fiel con el que caminan por las sendas de esta vida, los Sacerdotes reflexionarán de modo especial sobre el Sacramento eucarístico, teniendo muy presente lo que nos decía el ENEC sobre los Presbíteros: "El ser y el quehacer del sacerdote diocesano o religioso, más allá de la reconocida diversidad de funciones y carismas, deben estar siempre referidos a la Eucaristía, hacia la cual lleva la Palabra y en diverso grado, toda la actividad pastoral del Sacerdote". Tanto el sacerdocio de Xto, como el ministerial se resumen en la celebración del misterio de la muerte y resurrección del Señor; misterio del que la Eucaristía es renovación y continuación. Si la acción sacerdotal de Cristo se consumó en la Cruz, la del Sacerdote se consuma en la Eucaristía. Sin extenderme en consideraciones teológicas sobre el particular, voy a referirme aquí al hecho de la vinculación del Sacerdocio a la celebración eucarística. Desde luego que esto no puede entenderse en el sentido de dedicar unos minutos cada día al rito de la celebración. No es esto, ni mucho menos, lo que entendemos por celebrar la Eucaristía. Celebrar la Eucaristía supone que el pueblo de Dios, reunido y congregado por Cristo, se une personalmente a su sacrificio redentor, es decir, se ofrece como don al Padre, con las mismas actitudes que tuvo Cristo con su ofrecimiento y acepta a Cristo como don que le es ofrecido por el Padre. Supone, por tanto, que la Iglesia se va construyendo y va adquiriendo su propia identidad en la Eucaristía; se va configurando a imagen de Cristo. Cristo, en la celebración eucarística, nos incorpora a Sí para que seamos como Él, sacrificio ofrecido al Padre. Y así como la Cruz fue la expresión última y consumada de toda su vida consagrada al Padre, la Misa es también la expresión última y consumada de toda nuestra vida, consagrada igualmente al Padre. No se trata en la Misa de expresar unos sentimientos religiosos ni de ocupar unos espacios de nuestro tiempo. Es toda nuestra vida, nuestra actividad y nuestro tiempo lo que ponemos en juego en ella. Nos incorporamos al Sacrificio de Xto, haciendo nuestra su misma actitud ante el Padre; actitud que puede resumirse en una aceptación plena de su voluntad; y la hacemos nuestra viviendo en propia carne el misterio de su muerte y resurrección. En la Eucaristía celebramos el encuentro de comunión entre Dios y los hombres en Cristo, en función de su designio de salvación o de comunión universal. Comulgar con Dios, además de que exige cumplir su voluntad, haciendo las cosas que Dios preceptúa y siendo consecuentes con nuestra fe a la hora de actuar, suponiendo también un esfuerzo constante para convertirnos en un ser "en comunión", algo así como colorear toda nuestra vida con una tonalidad determinada. Toda la actividad del Sacerdote, del cristiano, vendrá a ser expresión y manifestación de esa comunión. La comunión no consiste en realizar unos actos para ser amigo de alguien, o porque se es amigo; en la comunión es toda la vida, en todas sus vertientes, lo que se pone en juego; no hay sectores al margen, como los hay en las relaciones entre amigos; en éstas siempre hay sectores vitales que no quedan afectados por la relación de amistad con el otro. En el caso del cristiano, del Sacerdote de modo especial, no hay alguno sin referencia a Dios. Cuando unos y otros decimos que aceptamos la voluntad de Dios, lo que estamos significando es que ponemos en común nuestra vida con la suya. Nos desposeemos de nosotros mismos y nos ponemos plenamente en manos de Dios. Por eso todos los actos que se derivan de una vida en comunión no pueden dejar de hacer referencia a Dios, porque no hay ningún sector de nuestra vida que no le pertenezca plenamente, por la total donación que de nosotros mismos le hemos hecho. Por eso celebrar la Eucaristía supone aceptar la voluntad de Dios, es decir, aceptar el designio de Dios sobre nosotros; supone realizar nuestra vida de manera que, al final de la misma, podamos decir como Cristo: "Todo está cumplido" (Jn 19 – 30), que equivale a decir: He hecho de mi vida una comunión como Dios quería; supone abrirnos en actitud de plena disponibilidad y total dedicación a la tarea que el Señor nos ha encomendado. Esto es válido para todos los cristianos, cualquiera que sea su responsabilidad y su misión dentro de la Iglesia. Todo ello sin olvidar que la Eucaristía es una acción de Cristo, a la cual nos unimos personalmente los cristianos; no es una acción nuestra. La misma acción redentora de Cristo que realizó de una vez para siempre en la Cruz, se renueva en la Misa a través del ministerio sacerdotal. El Sacerdote, según expresión acuñada, actúa en la Misa "in persona Christi". Es Cristo quien actúa a través del sacerdote. Es Cristo quien convoca y quien preside. Esta acción capital de Cristo de convocar y presidir, es la acción específica del Sacerdote, acción que realiza éste en nombre de Cristo y que, por tanto, debe realizar a imitación de Cristo. Lo mismo que la Cruz consumó la obra de Cristo en actitud de obediencia al Padre, la Misa consuma la obra del Sacerdote en la misma actitud de obediencia, en línea con la misión de Cristo: convocar, presidir y servir. a) Convocar: Si esa triple función la ha de ejercer el sacerdote en nombre de Cristo, ha de tener siempre muy presente la manera como Cristo la ejerció. El Señor Jesús hizo de toda su vida una convocación. Invitó a todo el mundo a aceptar la vida nueva y la salvación que venía a ofrecernos. Llamó a ricos y pobres, a justos y pecadores, a judíos y gentiles. Supo tener paciencia, supo comprender y acoger, supo perdonar y olvidar; estaba pendiente de los pequeños, de los débiles, de los enfermos y de los afligidos. Sabía hacerse el encontradizo y estaba siempre llamado e invitado. Sus invectivas no eran para condenar, sino para sacudir fuertemente el alma dormida, pagada de sí, soberbia y autosuficiente. No estaba pendiente de Él sino de la gloria del Padre. Le tenía sin cuidado lo que pudieran decir u opinar sobre Él. Lo que realmente le preocupaba era la cerrazón de algunos a la invitación de comunión que hacía a todos. El estilo de esta convocatoria debe encarnarlo el sacerdote si quiere ser fiel a la misión recibida. Convocar al pueblo de Dios le exige, además, ayudar a los fieles a tomar conciencia de su propia realidad de salvados, invitándolos a profundizar y a fortalecer su fe; supone hacerles conscientes de la acción de Dios sobre su pueblo y de las propias responsabilidades; supone una acción de cara a los fieles para que formen su propia conciencia cristiana a fin de que con prontitud, encuentren y sigan la voluntad de Dios sobre cada cual; se trata de que se sientan cada día más unidos a Cristo y a los hermanos, ya que la reunión eucarística debe ser una expresión de esta unión de corazones. Convocar le exige acoger y atender a todos, no ser hombre de grupo o clase, estar por encima de divisiones y antagonismos, ser consciente de que nadie tiene toda la verdad y de que todos tienen una parte de verdad desde la que pueden abrirse a la verdad plena. Convocar le exige no imponer nada, ni imponerse a nadie, ofrecer con sencillez y humildad y siempre con fidelidad el mensaje que predica. Y así un día y otro hasta el final. De esta manera está haciendo de su vida una convocación a imitación de Cristo. b) Presidir: Además de convocar tendrá como misión presidir la Eucaristía. Esta presidencia deberá ser también a imagen de Cristo, el cual presidió siempre desde el amor y la Cruz. Y la Cruz fue el resumen de una obediencia al Padre hasta las últimas consecuencias. Cristo, en la Cruz, se hace víctima para salvar a todos –y por tanto a cualquiera– según el designio del Padre. El Sacerdote, si quiere ser fiel reflejo de Cristo, ofrecerá también su vida incondicionalmente por todos, a imitación de su Maestro. La victimación de Cristo en la Cruz viene a ser la comunión y la expresión más perfecta de toda su vida desde la vertiente de comunión; y esta comunión es precisamente el objetivo que Dios quiere conseguir. En función de este objetivo, Cristo ofrece su vida; por eso y para eso es Sacerdote. Así debe ser la vida de todo Sacerdote; una vida de comunión ofrecida al Padre para continuar la obra de Cristo. Presidir la Eucaristía significa hacer de su vida una dedicación plena para animar y promover cuanto diga en relación con el crecimiento de la Iglesia. Supone una renuncia a cualquier interés o conveniencia personal, para abrirse, en actitud de acogida indiscriminada, a todo el que necesite de él, una ayuda para su progreso. Supone estar siempre disponible, puesto que el Sacerdote continúa la presencia salvífica de Aquel cuya comida "era hacer la voluntad del Padre" (Jn 4 – 34). Y si presidir equivale a servir, puesto que preside a todos, ha de servir a todos; la razón de presidir es la misma que la de servir; ministro de Jesucristo para todos, como Cristo fue para todos. Y en tanto presidirá en cuanto sea capaz de aceptar la Cruz de su victimación por el bien de todos, es decir, de cualquiera. Su presidencia eucarística se resuelve en el servicio a todos y en el sacrificio de sí mismo, como Cristo. C) Servir: El cumplimiento de la misión constituye lo que llamamos servicio. Servicio que por una parte dice referencia a Dios, y por otra al hombre. Es interesante no confundir estas referencias pues de lo contrario llegaríamos a conclusiones incorrectas. La palabra servicio supone siempre una actividad; supone estar en función de aquel a quien se sirve, pero hay distintas maneras de estar en función de otro; una consiste en depender de la voluntad del otro, y este servicio se concreta en la obediencia; otra consiste en atender a las necesidades del otro; este servicio se concreta en la ayuda de distinto tipo que se le puede prestar. Cuando se trata del primer tipo de servicio, es la voluntad de Dios la única que puede aceptar el hombre. La obediencia es siempre obediencia a Dios; cuando se obedece a los hombres, se les obedece en cuanto que su voluntad refleja la voluntad de Dios. Por eso Jesús, cuando es tentado, dice, refiriéndose a Dios: "A Él sólo serviréis" (Mat. 4 – 10). Cuando se trata del segundo tipo de servicio o de la atención a las necesidades del otro, cualquier clase de necesidad del prójimo debe ser objeto de atención por parte de aquel que obedece a Dios; pues la ayuda se concreta en el amor y el Amor a todos es precepto del Señor. Por eso Jesús no dice amarás solo a Dios, como en el caso anterior decía : a Él solo servirás, sino que su precepto de amor nos urge amar a todos los hombres. Es fundamental distinguir el doble sentido de servicio. El servicio a los hombres consiste en que el enviado, el sacerdote, cumple entre los hombres la misión que Dios le ha encomendado. Esto muchas veces conlleva la incomprensión y el rechazo de aquellos a quienes ha sido enviado. Por ello con frecuencia habrá que iniciar el camino de servicio ayudándoles a descubrir que están necesitados del mismo para, a continuación, anunciarles y estimularles a aceptarlo; pero siempre a condición de que este servicio se materialice según la voluntad de Dios y no según los deseos de aquellos a quienes se sirve. Hoy está en alza la idea de servicio aplicado a todos los estamentos y por tanto a la Iglesia y al sacerdocio. Y efectivamente, ambos tienen la misión de continuar la obra de Jesucristo, que no ha venido a ser servido sino a servir. El servicio que el Sacerdocio está llamado a prestar tanto a la Iglesia como al mundo, solo puede comprenderse desde el ángulo de la misión que Cristo ha confiado a sus Apóstoles; la misma que Él ha recibido del Padre. Sólo en sintonía con ese ministerio recibido puede entenderse el papel del Sacerdote. Es necesaria en el sacerdote una gran dosis de humildad para no creerse protagonista en todos los sectores del servicio eclesial, respetando los que son competencia de los demás miembros de la comunidad, a quienes debe ayudar para que le den a su servicio un sentido netamente cristiano; y es necesaria una gran dosis de fe, aceptando que su servicio específico se irá abriendo camino aunque los frutos no sean inmediatamente visibles, e incluso aceptando el hecho de que nunca aparezcan como vinculados a su personal acción pastoral. Queridos hermanos Sacerdotes, bajo la imagen del Buen Pastor, el Señor Jesús nos describe con bellas pinceladas algunas características de su misión y de su servicio. Indudablemente podemos encontrar en la descripción que Él hace de ese pastor unas pistas para iluminar la problemática sobre la identidad y el servicio sacerdotal. La aplicación de esas actitudes del Buen Pastor al sacerdote puede ayudarnos en el descubrimiento del estilo sacerdotal, en cuanto que debe ser un reflejo del estilo del Buen Pastor, partiendo de la concepción del sacerdocio como continuación y representación del sacerdocio de Cristo. En éste aquí, en éste hoy que vivimos es urgente predicar, llamar, testimoniar. El sacerdote ha de estar pendiente de toda esta grave problemática que vivimos. Ha de estar en vilo constantemente. Y ha de estar así, porque el Buen Pastor está también así: pendiente de las ovejas, porque necesitan especialmente de él. Permanezcamos fieles a la entrega del Cenáculo como dice el Papa en su carta a los Sacerdotes de este año, al gran don del Jueves Santo. Celebremos siempre con fervor la Santa Eucaristía. Postrémonos con frecuencia y prolongadamente en oración delante de Cristo Eucaristía. Entremos de algún modo "en la escuela" de la Eucaristía. Muchos sacerdotes a través de los siglos, han encontrado en ella el consuelo prometido por Jesús la noche de la última Cena, el secreto para vencer su soledad, el apoyo para soportar sus sufrimientos, el alimento para retomar el camino después de cada desaliento, la energía interior para confirmar la propia elección de fidelidad. El testimonio que daremos al pueblo de Dios en la celebración Eucarística depende mucho de nuestra relación personal con la Eucaristía. Volvamos a descubrir nuestro sacerdocio a la luz de la Eucaristía. Hagamos redescubrir este tesoro a nuestras comunidades en la celebración diaria de la Santa Misa, y en especial en la más solemne de la Asamblea Dominical.» Queridos hermanos y hermanas, en éste día del Jubileo de los Sacerdotes y de los que le han dicho Sí al Señor para seguirle como sus sacerdotes, nuestros seminaristas, pidamos con especial ahínco al Buen Pastor, que siga vigente la promesa del Señor, expresada por boca de Jeremías: "Os daré pastores, según mi corazón". La Iglesia, pueblo de Dios, experimenta siempre el cumplimiento de este anuncio profético, y con alegría, da continuamente gracias al Señor. Sabe que Jesucristo mismo es el cumplimiento vivo, supremo y definitivo de la promesa de Dios: "Yo soy el Buen Pastor". Él, el gran Pastor de las ovejas, encomienda a los apóstoles y a sus sucesores el ministerio de apacentar la grey de Dios. Madre de Jesús, que estuviste con Él al comienzo de su vida y de su misión; lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre; le acompañaste en la Cruz exhausto por el sacrificio único y eterno, y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo: acoge a estos tus hijos sacerdotes y aspirantes al Sacerdocio, presenta a Dios Padre para su gloria a los Sacerdotes de tu Hijo y sé siempre para todos nosotros, amparo, norte y consuelo. AMÉN.
S. I. Catedral, 13 de Abril del 2000. Año Santo Jubilar de los Sacerdotes y Seminaristas.
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