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julio-agosto. año VII. No. 38. 2000 |
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ECLESIALES |
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EN EL NUEVO TESTAMENTO
por Mons. Carlos Manuel de Céspedes
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Comentario introductorio 1- Tratándose de un artículo para lectores de una revista de formación general, no para una revista y para un público especializado en cuestiones bíblicas, me parece conveniente no ceñirme al título, sino comenzar por lo que supongo pueda ser el motivo de la solicitud de este trabajo y, posteriormente, situar el profetismo en el Nuevo Testamento, en continuidad con el del Antiguo Testamento y con fenómenos análogos presentes en otras religiones ajenas a la tradición judeo- cristiana, que es la tradición en la que se inserta la institución " Iglesia Católica", los contenidos de la Fe Católica y la proyección ética de los mismos. Por último, como conclusión, haré una breve referencia a la vivencia del profetismo neotestamentario en el marco de la vida cotidiana de la Iglesia, poniendo por delante que en la comprensión sea del profetismo, sea de cualquier otra institución o actitud propia del cristianismo, la luz y el cimiento deben venir de la persona de Jesús, de Su estilo de vida, de Su palabra. La persona de Jesús y Su enseñanza, conformada por este conjunto de hechos y de "doctrina", es el criterio último para comprender- hasta donde podemos- y para vivir, hasta donde la gracia nos llame y nuestra generosidad se extienda. El mismo Jesús se nos definió como camino, verdad y vida (Jn.14,6). Y esa definición continúa siendo válida y lo será hasta el final de los tiempos. En la Iglesia, todos somos discípulos y Jesús es el Maestro, el único. Quienes nos enseñan en la iglesia, lo hacen válidamente en la medida en que ellos sean, también, discípulos del único Maestro y su enseñanza sea eco- contextuado, actualizado, pero eco- de la del Maestro de todos.
¿Serán éstos acaso los motivos que justifican que se me haya pedido este artículo? 2- En una cierta literatura- religiosa y no religiosa- de los últimos cuarenta años se identifica, en la práctica, la noción de profetismo con la "contestación" y la denuncia, trátese del mundo eclesiástico, trátese del civil en todas sus dimensiones. En este ámbito literario, "profeta" viene a equipararse con el que cuestiona con su palabra- frecuentemente violenta- y con su vida y sus gestos- más o menos contrastantes, chocantes, poco usuales- una determinada situación que se desea reformar o a la que se quiere poner fin o la promoción de alguna nueva realidad que se estima más justa, más positiva. Puede tratarse de una situación en la Iglesia, que quien habla o actúa, a título de "profetismo" , sea una persona, sea un grupo, estiman que no es evangélica; puede tratarse de una situación en la sociedad civil, que la persona o el grupo "profético" consideran que es social o económicamente injusta, que el Estado u otra institución civil (una empresa privada, un sindicato, etc) no están cumpliendo con su deber. Tal actitud comporta, evidentemente, un juicio ético y es la resultante de diversos factores: a) de una concepción de la Iglesia y de su misión intramundana o de una concepción de la sociedad civil cuestionada; b) de una concepción de la misión personal o del grupo, concebida como un cierto mayor protagonismo en la Iglesia y/o en la sociedad civil; c) de un análisis de la realidad que se juzga éticamente y del paradigma que se tenga acerca de la misma, etc. Como en esa misma literatura se suele repetir, sin muchas explicaciones ni discernimientos, que todo cristiano debe ser "profeta", en la Iglesia y en la sociedad civil, muchos cristianos, responsablemente, se preguntan cómo ser profetas genuinos, cómo no andar por caminos equivocados y llegar a ser entonces falsos profetas, de los que también nos habla la Sagrada Escritura en repetidas ocasiones. 3- Sin embargo, en el lenguaje común de nuestro pueblo más sencillo, distante de la literatura religiosa contemporánea, y casi siempre carente de una cultura religiosa vasta, la palabra profeta está asociada a las "predicciones" cumplidas. Profeta, en este contexto, vendría a ser el equivalente de un adivino, del que acierta en sus observaciones sobre el futuro. Y también nuestros cristianos se preguntan si eso es un don de lo alto que unos tienen y otros no o si depende solamente del análisis de la realidad, del conocimiento de las personas, del entorno y de intuiciones más o menos razonablemente sustentadas.
El profetismo en las culturas paganas antiguas, anteriores y contemporáneas del Antiguo Testamento 4- En casi todas las culturas antiguas existieron los adivinos y los hechiceros, frecuentemente relacionados con el sacerdocio de la religión propia de esa cultura, cuya función era escrutar el porvenir y, en el caso de las predicciones de desgracias, exorcizarlo. Cuando estaban relacionados con el sacerdocio, eran comprendidos como funcionarios oficiales de lo religioso. Ocasionalmente, se trataba de una persona particular, considerada por alguna razón, "enviado de Dios" o de los dioses para transmitir al pueblo un mensaje especial (p. E. Zarathustra en Persia u Orfeo en Grecia y, más recientemente, con su total consistencia histórica, Mahoma en el mundo musulmán). En sus adivinaciones –fuesen o no sacerdotes-, podían acudir al examen de objetos físicos (p.e., las entrañas de algún animal al que se le conferían cualidades emparentadas con lo sagrado, la observación de la posición de las estrellas, el color del cielo, el uso de objetos que podían ofrecer lecturas diversas- piedras, conchas, partes de alguna planta, señales poco frecuentes como los eclipses de sol o de luna, etc.), al escrutinio de los sueños o al supuesto trato con los muertos. Con frecuencia, en estas culturas el fenómeno del profetismo aparece asociado al "éxtasis"; algo parecido externamente a lo que en Cuba llamaríamos la "caída en trance" o la "bajada de un muerto". Observo, además que, en los pueblos ajenos a Israel o entre los pseudoprofetas dentro de Israel, sólo por excepción, el profetismo relacionado con la adivinación o con los "trabajos" y amuletos para exorcizar una desgracia futura, presentaba exigencias éticas, o sea, compromisos que afectaran la vida en la línea de un mejoramiento en la conducta y de un auténtico crecimiento espiritual. 5- En el mismo Antiguo Testamento se menciona a los "falsos profetas" de Baal, abundantes en las tierras de Canaán- las que los israelitas ocuparon cuando vinieron de Egipto, conducidos por Moisés-; mencionan también a los igualmente "falsos profetas" de Edom, Moab, Amón, Babilonia, etc. Los griegos llamaron "profetas" a los sacerdotes de Amón, en Egipto. Los israelitas caían frecuentemente en la tentación de acudir a este pseudoprofetismo asociado a la adivinación, al comercio con los espíritus de los muertos y hasta la idolatría. Estaba rigurosamente prohibido, pero hasta los reyes, que deberían haber sido los "pastores" de Israel, cayeron en ella. Su práctica fue una de las realidades más combatidas por los verdaderos profetas y los sabios- "maestros"- de Israel. El fenómeno no fue exclusivo del Medio y del Cercano Oriente: lo encontramos también entre los pueblos europeos de la antigüedad (celtas,druidas,griegos, macedonios,romanos,etc.). 6- No podemos excluir, a priori, que en estas culturas se dieran realidades religiosas genuinas. Por consiguiente, el profetismo que en ellas se ejercía, así como las demás instituciones relacionadas con la fe religiosa de aquellos pueblos, no deben ser considerados siempre como carentes de todo valor. Pueden ser "semillas del Verbo". Así calificaban los Padres de la Iglesia a las parcelas de verdad presentes en otras culturas y religiones distantes de la Revelación bíblica y de la Tradición judeocris-tiana. El discernimiento sabio se impone en cada caso, pero eso sería objeto de otros artículos redactados por especialistas en tales culturas disímiles.
Profetismo en el Antiguo Testamento 7- Las primeras referencias a los profetas en Israel están incluidas en textos históricos (Libros de Josué, de los Jueces, de Samuel y de los Reyes), que el pueblo hebreo llama los libros de los "profetas anteriores", para diferenciarlos de los " profetas posteriores", que son los que nosotros conocemos hoy, en el cristianismo, como "libros proféticos" de la Biblia. En esas referencias más antiguas a los profetas, y también con posterioridad, a los profetas se les llama también "videntes": ellos ven lo que los demás no ven, pero la palabra que se impuso en la tradición bíblica fue "profeta", palabra común en las lenguas contemporáneas, que viene del griego "profetés" que, a su vez, traduce la palabra hebrea "nabi", de etimología discutida. Puede provenir de una palabra arcaica que significa "brotar" o, más probablemente, de otra que significa "nombrar, anunciar, comunicar". En cuanto al vocablo griego que dio origen a la palabra en lenguas modernas –"profetés"-, puede significar "hablar antes" ("predecir") o hablar ante un grupo de personas ("proclamar") o hablar en nombre de otro; en este caso, de Dios. El prefijo "pro", en griego, puede tener esas tres acepciones. 8- No consta históricamente cuando, además de profetas a título personal, no vinculados directamente al culto, empezaron a existir en Israel, grupos de profetas, más o menos "profesionales", casi siempre vinculados al culto, o sea al sacerdocio. Al parecer, también en los orígenes de la institución profética, eran frecuentes los fenómenos extáticos y el empleo de la música para proferir oráculos. Es muy probable que, junto a los profetas más dedicados a la "adivinación" y a la exorcización de males futuros, en Israel empezaron a ser conocidos y apreciados los profetas que insistían en temas fundamentales de la Fe de Israel, como eran el monoteísmo yahvista y la conexión entre los contenidos de la Fe y la ética, o sea, la conducta en la vida, tanto en sus aspectos individuales, como comunitarios. 9- No es éste el lugar para analizar detalladamente todas las características del profetismo israelítico en su "edad de oro", con las notas comunes y las peculiaridades de cada profeta, condicionados por la época en la que vivió cada uno de ellos y por su temperamento y su "historia" personal. Me limito a hacer las siguientes anotaciones: a) Todos los profetas que nos han dejado alguna huella acerca del ejercicio de su ministerio, evidencian la convicción de que son "llamados" al profetismo; de que no lo eligieron ellos, sino que fueron elegidos por Dios para el mismo y que ellos aceptaron la misión sólo después de que estuvieron convencidos de que aquello era cosa de Dios, a veces después de mucha resistencia. Jeremías no duda en calificar su llamada como "seducción" por parte de Yahvé. b) Entre los profetas cuya personalidad es discernible a través de su propia obra o de los libros históricos ("profetas anteriores"), encontramos una gran variedad de temperamentos y de estilos: los tenemos cultos, refinados y muy decididos, como Isaías; los tenemos tímidos, tartamudos, con una pobre formación cultural y sumamente sentimentales, como Jeremías; pastores y agricultores rudos como Amós; hombres afectivos y generosos, con historia personal muy dramática, como Oseas; sumamente apegados al culto o ministros ellos mismos del culto, como Ezequiel o distanciados no tanto del culto como de la hipocresía que puede darse en la práctica del mismo, cuando no va acompañada por una vida coherente con los contenidos de la fe, como sucede en casi todos los profetas, incluyendo al propio Ezequiel; hombres de lenguaje muy directo, como Amós, o amigos de la parábola y de la poesía, como Isaías o del símbolo, en el lenguaje y en los gestos, a veces difíciles de entender en todos sus detalles por nosotros hoy, como Ezequiel. c) Nota común en todos los profetas fue el yahvismo, o sea, la promoción del monoteísmo propio de Israel y la lucha contra todas las tentaciones que lo menoscababan, como la idolatría (cultos cananeos, asirios, etc) o el recurso a los procedimientos mágicos. Yahvismo ético, proclamado con la palabra y con la vida coherente con el mismo. Con nuestro lenguaje de hoy, diríamos que todo profeta era un santo, una persona ejemplar, un "hombre de Dios". La predicción del futuro no constituye un rasgo común y, por lo general, está asociada con la esperanza mesiánica, sin que precisen los detalles que solemos encontrar en la literatura pagana de adivinación. La predicción mesiánica casi siempre está asociada a la llamada a la conversión, al cambio en la vida, a la confianza en la acción salvífica de Dios para con su pueblo y, sobre todo después del Segundo Isaías, para con toda la humanidad. En las pocas ocasiones en las que aparecen la predicción a corto plazo, precisa y/o el milagro, se trata de un sello por parte de Dios de que la misión de tal profeta es auténtica, viene de Dios; d) La comprensión recta del profetismo veterotestamentario nos exige colocarlo en el marco de la "economía" de la Revelación, de la vida religiosa y de las instituciones que la sustentaban, propias de la Antigua Alianza. Los pilares de este estadio, teocrático, eran: la monarquía, el sacerdocio (culto), el profetismo y la "sabiduría" (los maestros). A los que habría que añadir, en el período post-exílico y en la diáspora judía, la institución de la sinagoga, sustan-cialmente vinculada con la "sabiduría" de Israel. Y así como la relación entre el profetismo y el culto no era de antagonismo, sino de concertación y de crítica de la eventual hipocresía. Con la monarquía encontramos una situación análoga. Los reyes estaban llamados a ser los "pastores" del pueblo y, en principio, como en toda teocracia, constituían el vértice de la pirámide del poder, civil y religioso, reunidas ambas caras del mismo en su persona. Ahora bien, la justificación de la institución así concebida era la promoción del yahvismo cultual y ético. El juicio de los profetas y de los historiadores bíblicos de Israel, en este aspecto, es sumamente severo. Los reyes son aprobados o reprobados no por sus éxitos militares o económicos, sino por la promoción del yahvismo, por el combate contra los cultos idolátricos y por la eticidad en las relaciones sociales (justicia). Los profetas, en principio, no se situaban sistemáticamente en la oposición a la monarquía, como no se situaban en la oposición al culto. Podían ser consejeros y hasta amigos del rey de turno, pero esto no los dispensaba de ser críticos de sus pecados personales, de las faltas de eticidad en la administración de la justicia y, sobre todo, de las concesiones en materia idolátrica, buscando para ello siempre, y esto es importante, la mejor oportunidad, los mejores gestos y el mejor estilo de lenguaje posible. Todo ello en el contexto de la función que les estaba encomendada: el rey-pastor debía ser modelo de yahvismo para su pueblo. No se exigía esto de los reyes o de otras personalidades de los pueblos paganos: si ellos mismos eran paganos, ¿cómo exigirles que fueran yahvistas, que fueran justos, que no fueran idólatras?. Pueden llegar los profetas hasta a ser benevolentes con respecto a alguno de estos paganos si con su conducta gubernamental favorecen la situación de Israel y su restauración que, eventualmente, podría significar la restauración o el henchimiento del yahvismo, tantas veces periclitante en la historia de Israel. Véase si no el texto del Segundo Isaías acerca del Emperador persa Ciro, que no fue un modelo de piedad o mansedumbre, sino de una gran habilidad política que le permitió manejar la integración de los diversos pueblos del imperio con mayor inteligencia que la que habían tenido los caldeos (cf. Is. Cap.45); el modelo persa establecido por Ciro fue luego imitado por el macedonio Alejandro y más tarde por los romanos; e) En relación con la función de "maestros"- enseñanza de la sabiduría yahvista- no existen contradicciones de contenido entre profetas y maestros, sino simplemente variedad en las formas. Por otra parte, las fronteras no son siempre muy claras. Es fácil discernir textos de sabiduría dentro de libros proféticos y textos proféticos dentro de la literatura de sabiduría. Amén de que, en los círculos de sus discípulos, es algo más que probable que los profetas actuaran según el estilo sapiencial, propio de todos los maestros yahvistas. Ellos también, con nuestro lenguaje contemporáneo, podrían ser considerados "santos". El maestro no es sólo alguien que enseña con la palabra, sino y sobre todo con el ejemplo de su fidelidad a Yahvé, coherente con la enseñanza que pronuncia. Tengamos en cuenta, además, que curiosamente, después del exilio en Babilonia, en los siglos inmediatamente anteriores a la encarnación del Hijo de Dios, en la época de elaboración del judaísmo más definitivo, es evidente el declive del profetismo efectivo y el auge de la literatura de sabiduría. Se conservaban- y se conservan- la memoria y los textos de los grandes profetas de antaño, pero éstos eran enseñados- y son enseñados- por los maestros en la Sinagoga, institución por excelencia sostenedora del judaísmo post- exílico, del judaísmo de la diáspora y del judaísmo contemporáneo.
Profetismo neotestamentario 10- La valoración positiva de los profetas de la Antigua Alianza atraviesa todo el Nuevo Testamento. Son presentados como hombres fieles a Dios, llamados por Él para educar la fe de Israel y, en ese marco, tuvieron el don de predecir la Alianza Nueva y definitiva en Jesucristo. La expresión "la Ley y los Profetas" significa, casi siempre, el conjunto de la revelación veterotestamentaria con relación a los tiempos mesiánicos. Juan bautista es considerado profeta; Jesús se aplica a sí mismo un dicho sobre el profetismo (Lc. 4,24) y se incluyó entre los profetas que los hombres de Jerusalén asesinaban (Lc. 13,33). Muchos en Israel lo tuvieron por profeta, tanto por el tono de autoridad especial con el que predicaba, como por los milagros que realizaba y por su capacidad para escrutar los corazones. Para algunos era un profeta antiguo redivivo, para otros era un profeta más, la reaparición del profetismo genuino en Israel, para los más era "el Profeta", el verdadero, el que debía venir para liberar a Israel. Esta última acepción lo equiparaba al Mesías, casi siempre en la acepción tan extendida entonces de liberador temporal del pueblo. De ahí el título mesiánico, tan popular en la época, de "Hijo de David", personaje de la realeza, rey ejemplar y restaurador del prestigio político de Israel, siempre en la línea de la teocracia imperante, no sólo en Israel sino también en todos los estados vecinos, en los que el carácter teocrático de la autoridad estaba aún más enfatizado que en la tradición judía. Jesús, lo sabemos por los evangelios, escapaba cuando, llevados por entusiasmos mesiánicos, hombres y mujeres del pueblo pretendían proclamarlo "rey". Su mesianismo-que era el real; no el que el pueblo imaginaba, sino el que Dios había dispuesto- iba por otro camino. 11- Por otra parte, los títulos con los que con mayor frecuencia se dirigen a Jesús tanto los discípulos, como los seguidores ocasionales y hasta sus eventuales "enemigos" son "Maestro" y " Señor". Sin embargo, la mayoría de los especialistas contemporáneos considera que el título de "Señor" es una interpretación post-pascual de los redactores de los evangelios. Durante la existencia terrenal de Jesús era prácticamente imposible que se le otorgara un título que no era mesiánico: era más que mesiánico, se reservaba a Dios. Solo Dios era "el Señor" y los propios evangelistas confiesan su incomprensión de la revelación de la propia identidad de Jesús hasta que no pasan por la experiencia de la Pascua. Por consiguiente, es más que probable que, en el coloquio con Jesús, el título que se le diera, al dirigirse a Él, fuera el de "Maestro", título adecuado y perfectamente compatible con su estilo de vida y de enseñanza. Independientemente del juicio que tengamos acerca de la identidad literal de las palabras puestas en boca de Jesús en los textos evangélicos con las palabras que realmente Él haya pronunciado durante su existencia terrenal (ipsissima verba Jesu), el tono que nos conservan los evangelistas es, en ocasiones, más cercano al género literario profético y, en otras ocasiones, más cercano al género literario sapiencial. Jesús asume ambos. 12- Esta breve exposición nos permite sostener que Jesús integra en su persona al Profeta y al Maestro y que eleva tal misión muy por encima de lo que este tipo de personas representó en la Antigua Alianza. Profeta que, más que hablarnos en nombre de Dios, es Dios mismo comunicándonos las enseñanzas definitivas de Dios a los hombres, el juicio definitivo de Dios sobre las realidades humanas; comunicación por medio de la palabra hablada y por medio de la existencia misma y de su glorificación. Él mismo es la Revelación definitiva (cf. Hebreos, 1, 1-4). Es el Maestro que no se limita a enseñarnos lo que complace a Dios porque engrandece al hombre: Él mismo es la Sabiduría encarnada (cf.Prólogo del Evangelio según San Juan), el Logos de Dios –identificado en el Cuarto Evangelio con el Amor -, es el camino, la verdad y la vida; sólo por Él se puede llegar al Padre; conocerlo a Él es ya conocer al Padre (Jn.14,6). Asume su condición mesiánica, pero no con las características que la tradición popular e incluso una buena parte de la misma tradición bíblica le atribuía, sino con las características de alguien que, a la sombra de la imagen universalista, sacrificial y ungida por el misterio, del "Siervo de Yahvé" del Segundo Isaías, integra un sacerdocio distinto, un profetismo y un magisterio humildes y una realeza servicial que "no es de este mundo". 13- Toda la Antigua Alianza y los libros que nos la testimonian son, en la óptica cristiana, signos de la Nueva Alianza en Cristo. Signos realizados por etapas; la etapa posterior supera a la anterior y lo que era válido en ésta puede ya no serlo en las siguientes o, al menos, requerir revisión y "puesta al día" según el nuevo paso de la Revelación. Signos, etapas, jalones de una cadena: nada menos, pero nada más. La Nueva y definitiva Alianza en Cristo es el cumplimiento desde el que se ilumina todo lo anterior y lo posterior en la historia de nuestra salvación. La persona de Jesús es el punto focal y el cenit. Las instituciones que fueron pilares de la Antigua Alianza (cf.supra 9, d)o desaparecen o subsisten tras profundas mutaciones. Mutuaciones asumidas no sólo por el cristianismo, sino incluso por el judaísmo posterior al exilio en Babilonia y, mucho más radicalmente, por el judaísmo de diáspora posterior a la destrucción del segundo templo y de la misma ciudad de Jerusalén, a manos de los romanos, en los siglos I y II. 14- Jesús y la Iglesia que de Él nace, no asumen, pues, el sacer-docio de la Alianza Antigua, ni el Templo, con el sentido que éste tuvo en la misma. Jesús es, simultáneamente, el Templo y el único Sacerdote de la Nueva Alianza. Sólo Él es el garante de la presencia de Dios en medio de los hombres. Jesús sí asume e integra en su persona el profetismo y el magisterio sapiencial, como ya afirmé más arriba, imprimiéndoles un nuevo sello, pero nunca fue sacerdote del culto judío durante su existencia temporal, ni establece una identidad entre el sacerdocio nuevo y el antiguo. Establece un nuevo sacerdocio sobre el suyo propio, sobre su propio sacrificio personal y su glorificación "propter nos homines et propter nostram salutem", por el bien de los hombres a quienes Dios ama. Se trata de cumplimiento irrepetible, no de simple continuidad de la Antigua Alianza. 15- Por otra parte, lo que fue – y continúa siendo en el judaísmo – la institución sinagogal, queda integrado, como parte, en el todo del nuevo culto cristiano. Desde los inicios del cristianismo, su culto incluyó la lectura y meditación de la Palabra proyectada sobre la realidad cambiante, la oración comunitaria – hasta aquí la continuidad con relación a la sinagoga – y también el sacrificio incruento, actualización sacramental, no repetición, del sacrificio único de Jesucristo, el Mesías y Señor, el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación – novedad del cristianismo -, realizada por medio del Presbítero o el Epíscopos de la comunidad del Nuevo Testamento, con las especies del pan y del vino. Tiempo tuvo que pasar para que el presbítero y el epíscopos recibieran el nombre de "sacerdote" – que sí fue dado a Jesucristo en la Carta a los Hebreos, con las distinciones y los matices que no es el caso recordar ahora -, debido a las cautelas necesarias para que la misión presbiteral y/o episcopal no fuese confundida ni con la del sacerdocio judío –ya inexistente en los primeros siglos del cristianismo -, ni con la del sacerdocio pagano, vigente en los diversos pueblos en los que el cristianismo progresivamente se iba implantando. Insisto, Jesús funda, en el sentido más pleno de la palabra, una situación nueva y a la luz de su persona debemos acercarnos a la comprensión tanto de las realidades totalmente nuevas, como de aquellas que tenían antecedentes en el judaísmo, pero que adquieren nuevos contornos, nuevos estilos de ejercicio, nuevos contenidos. 16-Así lo entendieron "las columnas de la Iglesia" en la etapa fundacional de la misma. Con relación al profetismo, que es el eje central de esta reflexión, podemos afirmar que encontramos profetas en las primitivas comunidades, tanto relacionados con el carisma de la predicción de futuro, como con el de la predicación capaz de fortalecer a los hermanos en la fe. San Pablo enumera el profetismo entre los dones o carismas que enriquecían a la comunidad de Corinto y lo coloca por encima del don de lenguas, porque el profeta edifica e ilustra a los creyentes, mientras que al glosólalo no lo entiende nadie, a no ser que goce también del carisma de la interpretación. San Pablo estima que la profecía se manifestaba sólo en las reuniones cultuales de la comunidad, o sea, en la celebración de la eucaristía, en orden a la edificación de la misma, pero tantos se sintieron inspirados por estos dones, que San Pablo se vio obligado a establecer mayor disciplina en las celebraciones. No todo el que se creía inspirado por el Espíritu lo era realmente, por eso resultaba necesario el discernimiento por parte de los que poseían el don y la tarea comunitaria de discernir los espíritus. En los tiempos inmediatamente posteriores a los tiempos apostólicos, encontramos dificultades semejantes y los autores de obras como la Didakhé y el Pastor Hermas ponen en guardia contra los que se presentan como profetas y su vida no resulta ejemplar. El verdadero profeta es aquel cuya vida es una enseñanza de genuina existencia cristiana. El verdadero profeta no es consultado – la consulta se prestaba a todo tipo de intereses – sino que se expresa como Dios quiere y siempre en el ámbito del culto. Vienen a decirnos, también estos autores paleocristianos anónimos, que el profeta verdadero es el hombre santo, el que vive en todo según el carisma que San Pablo había enunciado como el superior a todos los demás, la caridad, o sea el Amor, con mayúscula, a Dios y a los hombres y mujeres, nuestros hermanos.
Coincidencia con el Antiguo Testamento en el discernimiento entre los verdaderos y los falsos profetas 17-La comunidad cristiana primera tuvo también muy buen cuidado de conservar enseñanzas de Jesús, trasmitidas con el ropaje de sus imágenes, acerca del cálculo realista y, simultáneamente, de índole espiritual, del cálculo evangélico, limpio, no comprometido con la mentira, pero que, precisamente por los valores del reino, estimula la jerarquización de las actitudes y de las realidades, cálculo que no puede estar ausente del discipulado de Jesús, de la existencia cristiana. Las parábolas del tesoro escondido, de la perla de gran valor, del que no inicia la construcción de la torre sin haber calculado bien si tiene recursos para ello, del rey que no va a la guerra contra otro rey sin haber calculado si con sus soldados puede vencer al enemigo, para concertar la paz si se da cuenta de que la derrota es segura, y la del que es llevado a juicio y se pone de acuerdo con el demandante antes de presentarse al juez, nos ilustran acerca de ello. 18.En la literatura cristiana posterior a las primeras generaciones cristianas ya el nombre de profeta qudó reservado para los profetas de la Antigua Alianza y para los que recibieron tal carisma en la Iglesia fundacional, dotada – por razones evidentes – de dones muy especiales del Espíritu de Dios. No aparece el profetismo en el contexto en que lo encontramos en la literatura contemporánea (cf.supra 2)
Consideración personal y punto final 19-Me parece que hoy; como en los tiempos de San Pablo y de la Iglesia naciente, aún con la mejor buena voluntad imaginable, cualquiera que tenga un temperamento inclinado al protagonismo, puede juzgar que está dotado para resolver problemas o impulsar situaciones que él estima positivas, sea en el seno de la Iglesia, sea en el de la sociedad civil. Y no es imposible que esto ocurra, que los carismas existan, pero tampoco es imposible que se equivoque, que no los tenga, o que no sepa jerarquizar y contextuar bien el ejercicio de los mismos. Para merecer el nombre de "profeta", en el sentido cristiano de la palabra, "sus dotes" deben estar asentadas en la santidad personal y debería darse siempre el discernimiento sereno y humilde, tanto por parte de la propia persona que se sienta llamada al protagonismo profético-sapiencial, como por parte de los miembros de la comunidad, responsables del discernimiento de los espíritus. El filtro y el criterio siempre deberían ser: a) la apreciación correcta de la misión de la Iglesia, de su modo de participar en el mesianismo de Jesús, el Siervo paciente de Yahvé en las circunstancias concretas a las que se refiera la situación; b) el testimonio de integridad, de vida ejemplar y, sobre todo, la caridad exquisita del eventual "profeta-sabio", juzgadas a la luz de la persona y del proceder de Jesús, así como de la existencia de los santos, hombres y mujeres de arcilla, como nosotros todos, pero que la Iglesia nos propone razonablemente como paradigmas de existencia cristiana. 20- Y de uno de esos santos, que por añadidura es sabio y maestro de maestros, tomo una cita sumamente esclarecedora para orientar nuestras actitudes en situaciones de conflicto, que son las más riesgosas, en lo que a errores éticos se refiere, con relación al sano ejercicio del profetismo, sea en el interior de la Iglesia, sea en la sociedad civil. Resulta fácil en tales situaciones conflictivas, consciente o inconscientemente, deslizarse desde lo que se considera verdad y búsqueda de la justicia, al aplastamiento irrespetuoso y ajeno a la caridad del supuesto o real "enemigo", todo sazonado con una pizca de afán de "victoria" y de vanagloria y con una buena dois de hiperbolización de los propios criterios. Los conflictos suelen despertar apasionamientos y los apasio-namientos, casi siempre, son malos consejeros y pésimos caldos de cultivo de la verdad y de la prudencia caritativa en la promoción de la misma. Me refiero a San Agustín y tomo la cita de una de sus obras fundamentales, La Ciudad de Dios (5,17), Refiriéndose a las leyes que los romanos impusieron en el Imperio y juzgando que algunas pudieron ser justas, San Agustín afirma entonces: "¿Qué daño hicieron los romanos a las naciones a quienes después de reducirlas a su dominación impusieron sus leyes, sino que hicieron esto por medio de crueles guerras? Si en cambio hubieran procedido por medio de la concertación de voluntades ("concorditer"), lo mismo habría tenido un resultado mejor, pero en ese caso –el de proceder "concorditer" – no habría habido gloria para quienes pudieron entonces proclamarse vencedores ("nulla esset gloria triumphantium")". La gloria de la victoria puede obnubilar el juicio. El buen juicio, normalmente, se nos manifiesta con mayor claridad cuando procedemos sin aspirar a la gloria de los vencedores, a ningún tipo de victoria, sino precisamente a la concordia, al servicio, a la mayor cota de verdad progresivamente compartida, sabiendo, por otra parte, que en estos terrenos conflictivos una buena dosis de sus componentes pertenece al terreno de lo opinable, de lo discutible. Y en ese terreno, la sencillez, la conciencia de nuestras limitaciones, el respeto a los demás y, contrimás, la caridad fraterna, establecen reglas que nunca, deberían quebrantarse en las relaciones humanas. Hacerlo no sería ejercicio del profetismo, sino de todo lo contrario, del arrebato de los malos espíritus, engendrados por el Padre de la Mentira, contra los que no estamos vacunados.
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