enero-febrero. año VI. No. 35. 2000


REFLEXIONES 

 

  

 

MERECIDA

M E M O R I A

 

por Mons. José Siro González Bacallao

  

    

Hagamos el elogio de los hombres de bien,

de nuestros antepasados.

Ecle. 44-1...

  

El único mérito por una parte y privilegio por otra que me asiste para pronunciar esta Conferencia, esta noche y en esta memorable Aula, es la entrañable amistad que me une al P. Fr. Manuel Uña, promotor y alma de esta nueva empresa, que en el presente siembra, entre lágrimas y desafíos, la semilla que un día cosechará cantando con alegría.

Sin embargo, no puedo negar que es para mí un motivo de gratísima satisfacción dirigirles la palabra para celebrar el 80º Aniversario de la Academia Católica de Ciencias Sociales, de la que naciera años después, pero como por obligada generación, esta Aula que lleva el nombre del ilustre hijo de Sto. Domingo, llamado con toda justicia "Defensor de los Indios" por ofrecer y entregar sin límites sus esfuerzos, sudores y ansias a la redención de nuestros aborígenes; de esta Aula que, como "fragua dominicana" ofrece su mayor calor científico y humano a las generaciones actuales que vienen a templar el acero de sus mejores valores intelectuales y espirituales para poder empuñar con valor y precisión la espada del saber que al fin de cuenta es la única capaz de cortar el nudo gordiano de las inquietantes y válidas preguntas que el cubano de hoy se puede y debe hacer, y que siempre tiene mucho de parecido con las que pasadas generaciones se hacían al acudir a la entonces llamada "Academia Católica de Ciencias Sociales de San Juan de Letrán".

No es mi propósito, válgame Dios, hacer una minuciosa y exhaustiva exposición sobre la historia de tan ilustre Centro de estudios; dejo esa ingente obra, a quien con sobrada capacidad y justos méritos la perfila cada día, junto con la historia de la presencia de los P.P. Dominicos en Cuba.

Ya saben todos, no se lo imaginan, sino que lo aseguran con certeza, al querido Dr. Salvador Larrúa.

Yo me daré por satisfecho si logro reavivar la memoria de aquellas pasadas glorias y echar un poco de leña al fuego de esta hoguera que arde en el corazón del P. Uña de los P.P. Dominicos actuales y de todos aquellos que son responsables de mantener vivo ese fuego del saber y de aquellos no menos responsables que vienen a recibir el calor de la sabiduría que nace, crece y cuece las aspiraciones de los interesados en tan humana y cristiana empresa.

Suele decirse "Cualquier tiempo pasado fue mejor"; a mi me complace más reflexionar y repetir lo que dijera el ilustre Doctor de la iglesia, el sabio obispo de Hipona: "Todo tiempo tiene su carga de bondad y de preocupación y problemas".

Situémonos en los desconcertantes tiempos que sucedieron al final de la guerra de Independencia. Un triste saldo de muerte y desolación que deja todo conflicto bélico, aunque sea por la más alta y noble causa.

Las familias cubanas habían enterrado, al menos, a uno de cada cinco miembros. El hambre, el bloqueo, las epidemias se enseñoreaban de la nación. El noventa por ciento de nuestras riquezas, como plantaciones y fábricas de azúcar, siembra de tabaco, café y otras, la masa ganadera, todo lo que pudiera cotizarse como riqueza, había desaparecido con la fuerza terrible del ideal, la pasión y la llama de la antorcha que todo lo destruye a su paso.

En estas realidades humanas y materiales, la nación comenzaba su nuevo destino, desafiando el porvenir. Las grandes masas incultas de antiguos esclavos, constituían una buena parte de los trabajadores de la Isla y carecían por completo de instrucción. Entre ellos los más pobres y olvidados, nunca se enteraron de la existencia de derechos, sino de forma muy confusa y desordenada. No estaban mucho mejor educados los obreros urbanos, empleados en las embrionarias industrias de aquella época. Eran casi todos analfabetos y no conocían otros derechos que los demasiado restringidos por la política colonial de España.

Estos hombres, ciegos de pronto por el resplandor del sol de la libertad que comenzaban a disfrutar, no estaban preparados para asumirla más que por el dolor y la experiencia de los sufrimientos, y además les faltaba instrucción para saber qué debían hacer con ellos. Fueron presa fácil de capitalistas norteamericanos que comenzaron a invertir sus riquezas en la Gran Antilla y que encontraban en ella enormes ventajas para sus negocios. También aprovecharon la ocasión los capitalistas criollos, que no eran muchos en aquel momento, pero que querían medrar a la sombra de las circunstancias. Unos y otros se aprovecharon de la escasa o nula instrucción de los trabajadores cubanos y todos especularon con su miseria.

Juntamente con esta grave situación socio-política-económica, el pueblo sintió como un vejamen la intervención norteamericana que cercenó de pronto la independencia por la que se había derramado tanta lágrima, tanta sangre.

La intervención infiltró en la República un "mal de males", como dijera Emilio Roig de Leuchsenring. Cuba sintió el peso de la injusticia de la nación norteamericana, que le negó capacidad, moralidad e iniciativa, en contra de todos los antecedentes que abonan a nuestro favor una conducta ejemplar, de la que habla la historia.

Al desaparecer el férreo dominio ideológico y político que España imponía sobre la Isla, comenzaron a llegar diversas y extrañas ideologías. Seudosocialistas de toda clase, socialistas utópicos, anarquistas, anarcosindicalistas, caían sobre los trabajadores y hablaban a las masas incultas de obreros en un lenguaje del que no comprendían más palabras que las que convenían a sus propios intereses y necesidades más imperiosas: pan, libertad, igualdad, salario, justicia, vivienda, escuelas... todas esas cosas se prometían y los medios para conseguirlos eran a veces demasiado radicales. Peligrosa influencia llegaba de pronto, procedente de horizontes lejanos, de culturas ajenas, de tradiciones diferentes que se desarrollaron en otros lugares con situaciones muy distintas y que por tanto nada tenían que ver con nosotros, nuestros intereses, nuestras costumbres y nuestra forma de vida, gestadas en otra parte del mundo y marcada por el humanismo y el pensamiento que nacían de nuestras profundas raíces cristianas.

Todos los aspectos mencionados desembocan durante las dos primeras décadas del siglo XX en un proceso de "descristianización de la sociedad", que era a su vez un proceso de agitación y fermentación de la cultura cubana, momento de pérdida de ciertos valores y descubrimiento de otros, de desorientación y búsqueda.

Es precisamente entonces y antes que terminase el segundo decenio del siglo XX, que un grupo de hombres buenos y capaces decidió fundar un Instituto singular que estudiara los problemas de la sociedad cubana, tan urgentes como graves, y propusiera las soluciones más ponderadas y adecuadas para resolverlos de acuerdo con las posibilidades reales del País.

Conocedores de la situación de Cuba, tanto los laicos miembros de la Orden Tercera de Santo Domingo como los frailes predicadores que residían en San Juan de Letrán trataban de buscar alguna forma de colaboración para obtener los remedios y medidas apropiadas. Una tarde, cuando los terciarios celebraban el culto propio del tercer domingo de cada mes, el Prior del Convento recibió la visita del Dr. Mariano Aramburo y Machado, notable jurisconsulto católico y brillante escritor que conocía bien las proyecciones dominicanas y venía a proponer nada menos que la fundación de la Academia Católica de Ciencias Sociales.

Las ideas de Aramburo coincidían con las del Prior de Santo Domingo, Fray Francisco Vázquez, y con las del Dr. Domingo Villamil, Prior de la 3ª Orden. Muy pronto el proyecto comenzó a tomar forma. Los acontecimientos se precipitaron tanto, que desde la primera conversación que tuvo lugar el 19 de abril hasta el 26 de octubre del mismo año de 1919, apenas transcurrieron seis meses y una semana. Ese día tuvo lugar la inauguración solemne de la Academia, en un sencillo pero impresionante acto presidido por el Delegado Apostólico para Cuba y Puerto Rico Mons. Tito Trocchi y el Obispo de la Habana Mons. Pedro González Estrada.

Pocos meses después quedaba terminado el primer proyecto de la Academia que fue elaborado conjuntamente por los académicos numerarios, todos católicos prominentes, por su prestigio y sus conocimientos científicos "el Proyecto del Código del Trabajo". Sobre la base de un examen profundo de la religión, de las ciencias sociales, del derecho y la economía y luego de realizar un estudio detallado de la situación y las característica de Cuba en estos aspectos y de tomar en cuenta la escasa y dispersa legislación obrera que existía en esa época, el proyecto recogió en un solo cuerpo legal sumamente moderno para esa época –tanto que nunca se había legislado nada semejante a nivel mundial- todas las cuestiones relacionadas con el trabajo, el empleo, el salario, la calificación de los trabajadores, la protección, las indemnizaciones, la seguridad social y sus fundamentos legales, entre otras.

Fue expuesto al Senado de la República el 20 de julio de 1920 por el Rector de la Academia el Dr. Mariano Aramburo y se remitió una copia al Presidente de la Cámara de Representantes. En la actualidad, el Proyecto del Código del Trabajo resulta asombroso por su maciza coherencia.

Nada quedó fuera de este documento, que establece metas altas y soluciones audaces.

Resulta fascinante el trabajo de la Academia en los años siguientes, que se emplearon en elaborar planes y proyectos. En algunos casos se trataba de proyectos de leyes, en otros de planes didácticos para elevar el conocimiento de los obreros en materia laboral. Con este propósito se dictaban conferencias públicas para obreros, con periodicidad semanal. Se redactaron los estatutos de la Primera federación Obrera de la Isla; se preparó y echó adelante un plan para financiar la construcción de viviendas económicas para obreros que permitió la construcción de todo un barrio, con nombre profético –Redención- en el Municipio de Marianao, y otras muchas casas que sumaron miles en los barrios periféricos de la capital. Muchas ideas nobles y generosas, numerosas soluciones fundadas en lo mejor del pensamiento y la tradición cristiana.

Dos proyectos de Reforma Económica y la Reforma Política, llaman poderosamente la atención porque forman una trilogía con el Código del Trabajo. Una Reforma de la Economía de acuerdo con las tendencias más recientes de esa ciencia, para elevar el nivel y la calidad de la vida y hacer que los obreros participaran, tanto en la formación del capital, como en los beneficios del trabajo, un código que les defendiera los derechos y una reforma política que vendría por sí sola en la medida que los trabajadores, conquistando una posición decorosa en la sociedad, la conquistaran también en el campo de las ideas y lograran una conciencia amplia de sus deberes y derechos ciudadanos, y de lo que podrán esperar de la administración estatal.

Fue tal el impacto que causó la Academia con la presentación del Código del Trabajo y los proyectos, planes y estudios complementarios, entre ellos los de las Reformas, que logró remover las bases mismas de la economía social y reestructurar con firmeza los pilares del poder judicial en todo lo concerniente a las leyes laborales. Por primera vez se habló en Cuba un lenguaje que nunca se había escuchado y se hicieron presentes el pensamiento y la filosofía cristiana, con tanta convicción humana que, no pudiendo ser rebatidos, sus influencias tuvieron mucho que ver "con los actos y las ideas de los hombres que redactaron la Constitución de 1940, cuyo articulado social, avanzado y progresista, ha sido reconocido en tal medida, que de ella se dijo que "constituía un modelo para las Cartas Magnas del Continente".

Junto con su extenso aporte al derecho social cubano, se puede afirmar que la Academia sentó las bases mismas de una Filosofía del Derecho cimentada en el pensamiento y la tradición cristiana, y que contribuyó de forma decisiva y no discutible al desarrollo de las ideas, la educación y la cultura, que fueron valoradas, en el contexto de la obra de la Iglesia Católica en Cuba con palabras como estas:

"Instituciones como la Academia de Ciencias Sociales, dirigida por el Dr. Mariano Aramburo, El Instituto Católico de los Altos Estudios, proyectado por el ilustre hispanista cubano Dr. José María Chacón y Calvo, la Universidad de Sto. Tomás de Villanueva y la Universidad de La Salle, creada después, se unieron a la Agrupación Católica Universitaria y al Colegio de Belén, con el propósito de hacer resurgir la contribución católica a la cultura nacional, que fuera tan importante en los siglos XVIII y XIX, pero que había disminuido con el laicismo del siglo XIX y sobre todo de la primera mitad del siglo XX".

La seriedad de los objetivos de la Academia y la complejidad de los estudios e investigaciones que se propuso en su momento acometer, nunca antes realizados en Cuba por una institución científica, dan fe de la magnitud y seriedad de la obra.

El Dr. Manuel Dorta Duque, ilustre profesor de la Universidad de La Habana, que fue un destacado jurisconsulto y conferencista católico, fue Rector de la Academia Católica de Ciencias Sociales después del fallecimiento del Dr. Mariano Aramburo.

Científicos y profesores como Juan Ysern, Domingo Villamil, Mariano Aramburo, José María Chacón y Calvo, Manuel Dorta Duque, Marino López Blanco; hombres de Iglesia como el Arzobispo de La Habana y primer Cardenal cubano, Mons. Manuel Arteaga, Fr. Francisco Vázquez, prior de San Juan de Letrán, Mons. Alberto Méndez, secretario del Obsipado de La Habana, el Pbro. Felipe Caballero, Dean de la Catedral. Todos hombres de relevancia excepcional, figuraron entre los primeros miembros de la Institución. La flor y nata de la cultura cubana de entonces, disertaron y expusieron sus ideas en las aulas de esta ilustre Academia, que cumple 80 años de fundada.

Esta singular institución tuvo sus momentos de esplendor en los años 20 y en los comienzos de la década del 30, cuando su órgano, la Revista "Antillana", publicaba artículos de gran importancia científica y de profundo contenido humano y social. Nada escapó al interés de la Academia, ninguno de los problemas de la Cuba de esa época dejó de ser examinado ni dejó de tener una propuesta de solución.

Las luchas contra las dictaduras de Machado y Batista hicieron languidecer la Academia, que perduró hasta los años finales de la década del 50, no sin dejar en la historia de Cuba y de su Iglesia, páginas inmortales que recogen su bregar incesante a favor de los más pobres y desamparados.

Siguiendo esta tradición, y en continuidad con el magisterio del Papa Juan Pablo II en Cuba, debemos seguir fomentando obras como éstas, o como las que vayan exigiendo las circunstancias presentes y los desafíos del futuro de Cuba.

Lo digo con las palabras del Santo Padre en su mensaje a la Iglesia cubana al celebrarse el primer aniversario de su histórica visita: La Iglesia tiene el deber –fíjense que no sólo el derecho- de ser protagonista de nuestra historia personal y social estimulando "las iniciativas que vayan configurando una nueva sociedad".

Los actuales Centros de Formación Cívica, que con diversos estilos y metodologías, pero con igual empeño y amor por Cuba, se desarrollan en varias diócesis y parroquias, deben tener todo nuestro apoyo y acompañamiento. Estos espacios de estudios sociales, en la coyuntura actual, son verdaderos viveros de libertad y responsabilidad ciudadanas; son auténticos fermentos de civilización y progreso; son semilleros de compromiso cristiano con su Patria en tiempos en que muchos optan por abandonarla.

Recordar hoy aquella primera Academia de Estudios Sociales nos debe inspirar a todos, pero especialmente a los laicos, para no desfallecer en estas iniciativas. El Código del Trabajo que fue el primer fruto de aquellas reflexiones y su presentación en el parlamento, así como aquellos Proyectos de reforma económica y política, nos confirman en, por lo menos, tres certezas:

primero, que este servicio político corresponde inalienablemente a la vocación cristiana de los laicos;

segundo, que este servicio debe ser reconocido y promovido por la Iglesia como parte de su misión evangelizadora;

y tercero, que no debe quedarse sólo en estudios y reflexiones, sino que debe llegar a aplicaciones y proyectos concretos que puedan ser presentados en los foros institucionales, o de la sociedad civil, para participar así en el debate público, independientemente de que sean aceptados o no.

Crear los espacios para cultivar el pensamiento social católico, de modo que este sea fuente de inspiración para nuevos proyectos cívicos, políticos, económicos y culturales, es hoy uno de aquellos desafíos de la Iglesia cubana del que mañana tendremos que dar cuentas.

Concluyo mi exposición y acción de gracias al Señor, dador de todo don, por el regalo que nos hizo entonces con las mismas palabras con que el Dr. Mariano Aramburo dio apertura a la Academia y al Curso de 1919:

"Tengamos presente que hemos venido a trabajar por la ciencia cristiana y por la paz entre los hombres de buena voluntad, que es la paz de Cristo, única que queremos y que "con pleno entendimiento y libre voluntad", según rezan nuestros estatutos, nos hemos impuesto la honrosa carga de estas obligaciones. No olvidemos que el espíritu del mal suscita enemigos y opositores a toda obra de edificación, y que no faltarán quienes siembren de piedras y acechanzas nuestras sendas.

Pensemos que es también probable que veamos mal correspondido nuestro civismo y desconocido o despreciado el leal servicio que estamos ya prestando a la nación cubana.

Estas previsiones nos liberarán de la aflicción de la sorpresa, y si el favor de Dios no nos falta, sabremos salir indemnes y triunfantes de todo combate".

De esta forma tan hermosa dio fin a sus palabras el Dr. Aramburo y de esta forma quiero yo agradecer y animar a la actual seguidora de aquella ilustre Academia, a nuestra querida aula Fr. Bartolomé de las Casas, que ha tenido la brillante y noble idea de honrar al grupo de iluminados que conformaron parte de aquella generación que hoy es para nosotros ejemplo, honra y gloria.

Muchas Gracias.