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noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999 |
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NARRATIVA |
ERNEST LIVES IN COTORRO TOWN
por Luis Hugo Valín |
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El
local es pequeño y rectangular. El mostrador, la computadora y la caja al
fondo. Las paredes de blanco cubiertas con exhibidores de madera y
espejos. Una hilera doble de sillas por todo el centro y la decoración
con artículos deportivos, sobria y juvenil en un desenfado sin
petulancia. Música Pop y todos los vendedores en jeans, tenis y camiseta
con el logotipo de la tienda. Son cinco y ya se despiden. La cortina de
hierro a medio bajar. En el fondo la cajera y Oscar, tranquilos, absortos
en la rutina de cada día a la hora de cierre: revisión de los ingresos
de la venta por artículo y por vendedor. Ya
termino con el cheque del depósito, dice Ana Lorena y Oscar la ve,
delgada y pequeña, terminando la operación. Eres mi ángel de la guarda,
le dice, y ella sonríe sin dejar de hacer. Luego recogen los papeles,
apagan la música, la computadora y las luces, salen por el pasillo y se
inclinan para pasar bajo la cortina de metal. Del otro lado un beso y Ana
Lorena se va. Oscar presiona la cortina, busca entre sus llaves y le pone
el seguro. Otro
día que termina, igual en la rutina, como un ritual. Oscar se aleja y se
recuesta al borde de la baranda, un Malboro y se inclina hacia fuera.
Tercera planta, entre la tienda de tabacos y la escalera eléctrica, su
sitio preferido para ver y meditar. En Costa Rica el Mall San Pedro es el
sitio preferido de la hight class: una construcción al estilo americano
con estructuras en diagonal, carmelitas las columnas y muchos cristales y
balcones y supermercados. En el sótano la Discoteca «El Coyote», en la
segunda planta, con sus anuncios lumínicos golpeando las pupilas de Oscar
las tiendas Levis, Apropó, Lazo y Tomy. En la tercera las zapaterías
Cachos, Calzarte, Step. Al final del pasillo están los cines y él los ve
desfilar con alegría en los rostros: gente que es feliz. Se
separa, una última fumada y toma por el pasillo lateral junto a las salas
de los juegos electrónicos y entra en el parqueo. Sortea los autos
lujosos y llega hasta su pequeño VW, abre la portezuela, se sienta y
acciona el encendido. Pone a Fleet Wood Mc en la casetera y va bajando por
la rampa hasta salir por la rotonda de la Fuente de la Hispanidad y toma
la avenida hacia el centro donde recogerá a la Pura que, cuando termina
su horario en las oficinas de contabilidad de la Cadena San Gil, se queda
haciendo siempre unas horas extras como vendedora para ganar un poco más. Cualquier
día, cualquier mañana de un día cualquiera: el café y los cigarros. El
aleteo de los gorriones que se afanan entre las fisuras del alero y el
aire con jazmines y restos de
rocío de la noche. Con la promesa de un crujir de sus vértebras y
comenzar de nuevo. El aire. El sol recién salido de su cáscara, apenas
tibio, un aleteo apenas entre las hojas de la arboleda allá lejos, por
encima del muro y sobre su cabeza, parte del aire sin ser aire, el humo
del cigarro. Sólo otro día. La noche detenida en sus párpados en el
bostezo y en el sonido de la puerta cuando la empuja y se abre al patio, a
la luz, a la noria. La noche, larga como el desvelo, y él presiona las
ruedas y llega al pasillo de cemento, arroyo gris entre el verdor de los
canteros de lilas y begonias por la pasión de la madre. Luego pone el
seguro al sillón de ruedas y extiende los brazos: las manos, los dedos,
todo en él buscando un reencuentro consigo mismo, con los pedazos de la
vida que la vida misma ha vuelto imposibles, con los olores de antes, de
cuando la solidez y el riesgo, Ernesto. No
te vayas le suplicaba ella. El padre no, el viejo lo sabía decidido,
firme en la idea y en el sueño, en el ejemplo del Ché y en las consignas
que lo habían nutrido desde niño. Su padre que toca y entra y lo saluda,
cayéndose a pedazos él también. El viejo, qué terco, qué aferrado a sí
mismo, qué absorto en su destino hacia la luz el jazmín que trepa por el
muro del patio. Y él ahí, donde siempre, hilvanando ideas que no han de
ir a sitio alguno, pero que nutren su impotencia. Mi tiempo plano y dócil,
y murmura. Quita
el seguro y le da a las ruedas, ah, la memoria: Ernest lives in Cotorro
town y la voz de Víctor que le llega tan cercana, tan de este lado de la
vida y no del mar. Víctor y el mar, la alegría y Víctor sin tomar nada
en serio, abrazándolo cuando vino a despedirse, cuando le dijo que estaba
cansado de que le contaran en pildoritas de buen marxismo cómo era la
vida. Tony, Oscar y Víctor, fascinados por el capitalismo. Tony detrás
del confort burgués, Oscar tras su ambición de escritor, y finalmente Víctor,
Ernest, le dijo, voy a jugar un poco a la aventura. Yo también tuve mi
aventura, murmura, y se encoge de hombros: Cotorro, pueblo de mierda, cárcel
de mi medida. En
Tony y Oscar era predecible y orgánica la partida, pero Víctor que sólo
pensaba en el momento como un bolsillo para la dicha y el fandango, nada
tenía que hacer en una balsa. Y entonces con amargura, con deseos de
morirse de una vez él también, se le va dibujando en el rostro una
sonrisa. Si tuviera, piensa, una segunda oportunidad. Si las palabras no
fueran lacerantes y el recuerdo dejara un borde breve, un límite para sus
fuerzas, nada del otro mundo, sólo otra oportunidad de ser, de adentrarse
en el caudal y ser brizna, gente simple, gratitud desde el juego y no el
que mira y nada puede hacer para salir de su mirada. Si al menos quedara
la amistad, la dura, la viril, de ser un mosquetero más tomando
aguardiente en el cuarto de la universidad. Si Ana Rosa no fuera olvido, lástimas
y visitas de cumplido al pobre inválido. Si no existieran Elena y su amor
torpe, ni la medallita de héroe, ni la melancólica resignación de sus
padres. Si tan sólo pudiera refugiarse en el recuerdo y no en el cielo: Los árboles dentro de las nubes, el plomo
y la llamarada, la explosión, el aire caliente y el corazón detenido en
el espasmo, el sabor de la sangre y la punzada. Luego un silencio
vaporoso, sedimentado en el sudor y las miradas, en el cielo deslumbrante
y en la aspereza del polvo al mezclarse con el sabor de la sangre entre el
rechinar de las mandíbulas. Ah, el recuerdo: el terraplén por donde fluía
la división como un río lento, pastoso, de verde olivo y metal, de sudor
y jaraneo montaraz para esconder el miedo, para beber del agua recalentada
de las cantimploras, revisar los seguros de las ametralladoras y alejarse
sólo unos metros para aliviar las vejigas y los vientres. Un río.
Hombres como peces ensartados, uno al lado del otro en medio del dominio
del polvo y el gruñido de los baches. Cuito Cuannavale como un infierno
que apenas mencionaban, que apenas podías imaginar como una boca de
fuego, como un silencio hecho del ronco bramar de los morteros y del
silbido de las balas. Oscar
estaciona el coche en el Parque Central, frente al cine Rex. Prefiere
caminar. Cruza el parque con su hilera de bancos alrededor de la glorieta
y se deja llevar por la segunda avenida. A un costado la Soda Palace, al
frente las casetas de los vendedores ambulantes, manzanas, pejivalle
caliente, lotería, y el olor de la grasa de las frituras pringando el hálito
de las montañas, la remanencia de la lluvia. Tres cuadras más y en la
calle seis cruza el asfalto y se hunde hacia el norte. En las aceras cajas
de cartón con los desperdicios de la jornada, y los borrachos mugrientos,
homeless para darles un barniz de yanquilandia que escarban como gallinas
hambrientas y riegan la basura en los charcos de la pasada lluvia. Le
gusta caminar, constatar el horror. En
algunas esquinas, recostados contra las vidrieras, en grupos de dos o
tres, el tubito de crack pasa como una pipa de enajenada paz de unas manos
a otras. Por el centro de la calle para evitar sorpresas, pero ellos lo
conocen, el cubanito de la rubia de la San Gil, y lo saludan. Le gusta esa
familiaridad, es casi como ser uno de ellos, por eso deja el auto y
prefiere caminar por esta zona tan sórdida de la ciudad: las aceras
estrechas y las alcantarillas obstruidas por la basura. El rectángulo del
cielo un manto oscuro, sin estrellas. Un poco más y llega a la San Gil,
la Pura una seña, ya termina, y él se recuesta al cristal de la vidriera
y enciende un Malboro. Bosteza
y deja caer la mirada y el libro, Dumas que lo abruma, que lo hace sonreír
con malicia y sarcasmo donde antes empuñaba el acero. Un mosquetero más
junto al Riqui «rosa», Tony, Enghida, Oscar, Vitico, y el lema que los
unía «todos para uno y uno para nadie», haciéndolos reír entre el
aroma del té y el humo de los cigarros. Qué lejos ya, qué imposible el
recuento. Abre los ojos y vuelve a bostezar: las paredes rosadas, al
frente las tres fotos familiares, y en la otra pared el marco dorado
exhibido el título universitario y, en el ángulo, otro idéntico con la
imagen de Korda, un Ché, un guerrillero heroico, un héroe. Un héroe Víctor,
un pobre tipo sin ideología que salió en una balsa y se lo tragó el
mar. Un héroe Riqui «el rosa», que anda acostándose con la mujer del
abogado con la ambición de igualar su mediocridad al desenfado vital del
otro. Un héroe Oscar, gastando el talento literario del que tanto alarde
hiciera en una peletería de burgueses en Costa Rica. Un héroe él. Otro
bostezo. Una mano contra el colchón y, con la otra, dejando el libro de
Dumas en la mesita de noche. El sopor del mediodía como una especie de
sueño dentro de otro sueño, como una pausa entre la penumbra y el día,
entre el vacío y el mismo vacío, pero lleno de la conciencia de su
vacuidad. Qué mierdaza. Lo
que más le molesta es que su madre lo bañe como si fuera un niño, que
su padre siga con la costumbre de sentarse en el sillón de mimbre, bajo
la lámpara de la sala, a hojear el álbum de las fotos. Lo que más le
molesta es Elena y sus pecas de mojigata, sus besos de lengua de culebra y
sus comentarios de que, vieras, Ana Rosa dejó al marido y ahora anda con
un tipo que juega pelota con el Habana. Hace bien, replicó, que busque el
amor en un hombre de verdad. Y la miró inexpresivo, alejándose tras la
melodía de un hotel embrujado en California donde, una vez adentro, nadie
puede salir. Como la vida. Un lamento dulce esa canción de todos los días
por aquellos días, hasta que la voz de cigarra oxigenada, de bombillo con
cagadas de mosca, de Elena y su pedante persistencia, irrumpió de nuevo
en el ámbito de la maravilla y la fuga de guitarra se le pierde en la
realidad de este mediodía. Cierra
los ojos para no dormir, para ver tanta selva, tanta cosa oculta en la
trabazón de las ramas y los troncos. Selva Africana. Hojas extrañas,
yerbajos amarillentos, bejucos y enredaderas. Culebras en el polvo y
escorpiones y arañas. Él ponía su hamaca y caía desplomado. Las noches
eran violentas, llegaban sin avisar con una estridencia que lo dejaba
pasmado. Luego el grito del día lo hacía creer que aún estaba en el
campo de entrenamiento en los mogotes de Pinar del Río, cerca de la cueva
de los Portales, donde el Che
tuviera su campamento cuando la Crisis de Octubre. En la cueva, y él
mirando absorto, anonadado ante el testimonio y el mito, ante el camastro
y el buró del Ché y la humedad indiferente de las estalactitas. La
cueva, el túnel del olvido y las primeras nociones del mundo, del regreso
a sí mismo, a los primeros auxilios en el hospital de campaña, a la
operación luego y luego al regreso a la patria. Un soldado
internacionalista de la guerra de Angola, un héroe. Un
medio muerto de mierda, murmura. Una sombra de sí mismo, humo, un polvito
en el corazón del viento, una penita suave como el violín de la canción
de Kansas que los mosqueteros entonaban como un himno. Puedes
reincorporarte, Ernesto, le dijeron los del Ministerio, pero no, y tampoco
quiso seguir con los ejercicios para reanimar su cuerpo maltrecho. No, le
dijo a la enfermera, no, a las súplicas de su madre, y no, con una
sonrisita de sorna, de petulante desenfado, al sicólogo. Un
cigarro y lo enciende. No es que se arrepienta, él sigue amando a la
revolución y es fiel a sus ideas. No es la derrota sino el ridículo, el
fulgor del estampido, la mina que no detectaron los zapadores y no vino a
explotar hasta que el camión saltara en el bache y le cayera encima haciéndolo
volar a él hasta el golpe con las piedras. Ni un disparo, un novato, un
infeliz de la retaguardia con la cintura destrozada. Un héroe. Y apaga el
cigarro: hunde sus dedos en la ceniza y siente el ardor y cómo se
desmigaja bajo su empuje ciego, cómo, entre sus dedos, el cigarro pierde
altivez y se retuerce. Ni un enemigo, nada que contar de la trinchera. Ni
siquiera una emboscada, un accidente, un torcimiento del destino, una
burla. Hasta sentir en la yema de los dedos la quemadura y el placer, la
rabia de autoflagelarse hasta encontrar intacta la médula de su hombría.
Un héroe, un soldadito de papel higiénico. El
apartamento es pequeño pero acogedor. Las paredes de blanco, pureza por
la Pura, por ella también el cuadro del cuarto: una serigrafía con
llanura y un hombre a caballo en medio de tanta soledad. En la cocina
comedor la Pura prepara los bistec y Oscar con la ensalada de tomates.
Ella con lo de siempre, por qué dejas el coche en el parque y me haces
caminar esas cuadras horribles. Él no sabe, tal vez para ser y no ser,
para romper las apariencias de tanta burguesía en el Mall San Pedro.
Somos clase media, dice, aparentamos confort pero la miseria nos acosa.
Tal vez. La
Pura pone el mantel y él, en el estéreo, un vals de Straus. El arroz,
los frijoles, al menos ahí todo se mantiene igual que en la isla. Luego,
ya a la hora de sentarse ella dice, me olvidaba y va a su bolso y regresa
con una carta. Es
de Ernesto, y Oscar siente que una tristeza suave lo va invadiendo, Ernest
live in Cotorro town, murmura, el único amigo que no deja de escribirnos.
Deja eso, dice ella, ahora vamos a comer. Y
la voz de su madre y el café. Ella sentándose en el borde de la cama,
tratando con su ternura de franquear el borde sin límites de su hastío.
Afuera entre el cielo y el polvo, el agua es un gotear cansado. La lluvia,
un sonido familiar y hasta cierto punto acogedor contra las tejas y las
hojas de tamarindo, contra las estrellitas del jazmín, contra el
presente. Diluyendo el presente en la humedad del patio, el candor de su
madre y él le pide que lo deje solo. ¿Y el café? No quiere, sólo
quiere morir, pero no a ciegas, sin saber, emboscado por el destino. Y
pensar que si se decide, si encuentra el coraje y se decide. Entonces
siente los dos toques con que su padre siempre le pide permiso para
entrar. Tienes carta de Oscar, le dice, y deja el sobre junto al
cenicero. Él piensa que muy bien puede hacerlo, en la gaveta de siempre
su padre guarda la pistola de cuando la clandestinidad. Su padre, su
ejemplo de hombre común, de virtud atenuada por la modestia, de comunista
a conciencia sin ascensos ni figuraciones. Es simplemente decidir. Entonces toma el sobre y, con dedos firmes, lo rasga. Despliega las hojas y comienza a leer, a buscar, en la apretada caligrafía del otro mosquetero, la tesitura de una batalla en la que ya no se puede participar: la vida, Ernest, la vida, ah... |
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