noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999


NUESTRA

HISTORIA 

 

 

 

PINAR: VIÑETAS

EN EL CORAZÓN

 

por Francisco Almagro Domínguez

  

  

Salvo una lluvia caída en la tarde, ese domingo de agosto parecía uno más en un verano también tormentoso, matizado por descalabros del orgullo, celadas a voces, y sobre todo, un calor sofocante que se incrementaba en sutil paradoja a medida que caía más lluvia.

Ese domingo era el más reposado de todos porque era preámbulo del inicio del curso escolar y los muchachos entraban y salían del cuarto con su más importante misión en este mundo: no dejar de ser atendidos por sus padres.

Después de leer algunas notas tomé la última edición de Vitral y comencé a revisarla. Vitral es una revista que no puede empezarse por detrás, como Bohemia. Tal parecíera que la concepción del número parte del editorial que como mascarón de proa conduce la nave toda a puerto seguro. Había enviado meses atrás un ensayo a su Concurso Literario, y perdida toda esperanza llegué a las páginas finales con el interés de conocer los honrados con los  premios. ¡Allí estaba! ¡Primera Mención! Dudé que fuera cierto y leí varias veces para convencerme; la modorra del domingo podía estarme jugando una mala pasada.

Pero muy pronto la letra impresa me fue convenciendo de que La Orla Recobrada había sido premiada –un ensayo sobre la desconstrucción y la reconstrucción de la fe religiosa católica durante el proceso revolucionario- y una extraña necesidad de contar fue secuestrándome el sueño: Pinar del Río se me hizo en el recuerdo, en el corazón, una realidad cercana...

 

No sé cuántos años puede tener un niño para recordar una visita a San Juan y Martínez, a un tal Diego Arquez, hermano de mi abuela Romualda que con noventa años y más de veinte hijos vive en un caserío al borde de la carretera, y todas esas casas, todas, subraya una de las hijas de Diego, son habitadas por la familia. En mi pedazo de memoria hay mujeres de todas las edades y niños, y hasta viejos que descienden del tronco de ese tío abuelo que tiene una fina barba al estilo quijotesco, creo verlo al umbral de la casa, a contra luz cerca del fogón, fumándose un mocho de tabaco, sin saber muy bien que una de sus hermanas menores, mi abuela, ha venido desde La Habana para verle.

Se debe ser muy pequeño para no retener más que el detalle del caballo que traen para el “niño habanero” y abuela, no muy afectuosa, llorando cuando se despedía de Diego Arquez; el tiempo me lo ha transformado: un viejo hidalgo cubano, en ropa de trabajo, con orgullo viviendo en la misma  tierra donde nació casi un siglo antes, reverenciado por un villorrio que lleva su sangre, la mía.

 

Pinar puede ser ese lugar remoto a donde envían a mi madre como médico para hacer el Servicio Rural. Es un punto a donde ella va temprano los domingos y regresa los viernes por la noche. Me asusta cuando dice: “Ya te conseguí escuela en Pinar y te vas conmigo”.

De pronto me veo en un patio enorme, rodeado de arecas, sin más nombre que “el niño nuevo, el de La Habana”, y al entrar al aula la maestra pregunta cómo me llamo y yo digo que no sé, no sé mi nombre, no sé quien soy. Mi madre trabaja en el Hospital, llámenla y pregúntenle a ella mi nombre, digo en la Dirección, envuelto en lágrimas.

De regreso a La Habana vamos a Pinar los  fines de semana y en los recesos escolares. Pero no por mucho tiempo; ella no tiene casa. Vive en el Hotel  Ricardo, en una habitación  con una sola ventana, llena de mosquitos, sin ventilador ni agua en el lavamanos. En realidad, vive mejor que otros médicos albergados.

Después –todo esto me lo cuentan- aparece América, y le dice a mi madre que vaya a vivir a su casa. Le ofrecen un cuarto y mi madre descubre que América es prima de mi abuela; oigo decir entonces que Dios es grande y que obra de manera misteriosa, sin saber quién es Dios, o mejor, sabiendo en La Habana que Dios puede ser algo “malo” y que “los que creen en Dios no son revolucionarios”. En mi recuerdo sólo veo confusión porque el Dios “malo” de Pinar del Río le ha dado a mi madre casa, comida y familia; mi madre, creyente en ese “Dios no revolucionario”, trae al mundo, día a día, decenas de vidas...

 

Dicen que en Pinar del Río comenzó el fin de la relación. Yo no sé. Un niño puede creer cualquier cosa. Mi madre nunca más volvió a llorar en el silencio y la oscuridad del Hotel Ricardo porque después de la casa de América, vivió en un enorme casón en la Calle Polvorín que le dio Salud Pública, y al salir a cualquier lugar de la ciudad tuvo siempre el cariño de muchas personas agradecidas.

Un niño confía en el que lo quiere. Así de sencillo; ama el lugar donde se siente protegido. Y ante la disyuntiva de tener que operarme, mi recuerdo dice que escojo -¿sería yo realmente?- el Hospital Provincial, ese que está cerca del Rumayor. En el quirófano tienen la deferencia de preguntarme hasta la anestesia que quiero –sería una jarana de los colegas de mi madre-, y le digo al médico que cualquiera, menos la de la caretica...

Recién operado, de vuelta a la casa de la Calle Polvorín, mi padre me cuida y no sé qué disgusto hace que recoja sus cosas y diga que se va para La Habana. ¡En Pinar puede, está nuestra casa, Papi! ¿Es que no quieren darse cuenta? Pero es tarde, a esta hora está rumbo a La Habana, donde ocupa un cargo de importancia. En la casona de Calle Polvorín transcurre la convalecencia... No sé si allí comenzó la ruptura de la relación, en mi recuerdo sólo queda que Pinar siempre ha sido un lugar demasiado feliz para dos personas que no estén dispuestas a amarse.

 

Las Ocho Vías de La Habana a Pinar del Río puede ser la mejor carretera del país por su estado técnico y sus bellos jardines en el separador central. Pero yo extraño La Central. En el viejo Ford 51 de mi madre o el Oldsmobile 55 del que sería mi padrastro, vamos haciendo paradas que son como mágicas puertas al estilo de Cascanueces. En Bauta son las gallinas y en Artemisa los helados; para San Cristóbal la dulcería y en Fierro el obligado almuerzo. Después quedaba sólo un tramo hasta Consolación y entrar a Pinar por aquel estrecho puente, donde a la izquierda están los almacenes de cervezas y maltas y a la derecha el estadio recién construido.

La nostalgia por la Central se debe a que parece el camino una prolongación de la proverbial dulzura y hospitalidad pinareña. En mi evocación es una reducida vía donde nunca se siente el peligro o la soledad, y se viaja seguro bajo las sombras de enormes árboles que lloran sobre el asfalto sus mejores frutos.

Después, mucho después, la Central estuvo cortada por una crecida; y las bicicletas, los animales sueltos y algunos baches le han hecho mucho daño a la que sigue siendo en mi recuerdo, la mejor carretera de Cuba.

 

Despertar una mañana y ver desde la cama del Hotel Los Jazmines los mogotes del Valle de Viñales es una imagen que no se olvida. Asomarse al paisaje provoca en el observador una sensación de vahído. El Hotel que de niño conocí tiene un encanto peculiar: huéspedes y empleados parecían disfrutar la misma fascinación producida por el caprichoso óleo de la Naturaleza.

Mi hermano y yo andamos con las ropas “de afuera” que una tía nos había traído de Inglaterra. Para finales de los sesenta, le llamamos la atención a una señora en el restaurante, mientras esperamos el turno para comer. “¿Ustedes son extranjeros?” , pregunta ella. Miro a mi hermano, que estaba entretenido y le digo que no, que somos de La Habana y estamos de vacaciones allí.

Después de sentarme a la mesa me pregunto una y otra vez por qué la señora tendría esa curiosidad... entonces recuerdo aquella tarde en el restaurante: no había un solo extranjero, todos eran cubanos.

 

Construye el ser humano una realidad de la realidad en la medida que crece y vive diferentes experiencias. Desde Pinar asocio los gallos de pelea con las langostas y a esos animales con la tentación de romper el encierro, tal vez se deba a que las jaulas para pescar langostas y las de los gallos finos están hechas del mismo material. Yo creo que todo salió de ese bello pueblo pesquero del sur de la Provincia. La Coloma de mi infancia era el lugar,  además del pescado y las enormes langostas, de los gallos de pelea.

Mientras mi madre y mi padrastro, que también era médico en el Provincial de Pinar del Río, saludaban a familias del pueblo –entonces pequeño, charcos de agua salada en las calles y no había edificio alguno-, yo prefería que me dejaran en la casa de madera de la esquina, en cuyo patio guardaban -¿escondían?- bellos ejemplares de gallos finos.

Un día le pedí a Juan que me llevara a una pelea. “Están prohibidas”, dijo. Entonces el niño que estaba dentro de mí se preguntó insistentemente: “Si las peleas están prohibidas, ¿para que crían gallos finos?

Volvimos a Pinar cuando caía la noche. En el maletero Juan llevaba colas de langostas, quería llegar rápido para evitar ser registrado por la policía; así supe que también estaba prohibida la pesca de la langosta para fines particulares y que mi madre y él cometían un gran delito al aceptar semejante regalo. Gallos... langostas... prohibiciones... lo proscrito que genera un paradójico placer... por ahí anda la cosa desde entonces...

 

Los vidrios de Vitral son llaves para abrir puertas e iluminar amigos. Ilumina amigos porque pocos tienen una idea de la riqueza cultural, científica, histórica y hasta geográfica de Pinar del Río.

Pero yo creo –diría que no es justo, que tengo sangre de “vueltabajo” en tercera generación- que el mayor patrimonio de Pinar del Río está en su gente. La nobleza del pinareño ha llegado a costarle el mote de “bobo” -¿Chico, tu eres bobo o eres de Pinar del Río?- aunque es preferible  a tener el cartel de “listo”.

Ni en mi familia, ni en mi amplio círculo de amigos he conocido un pinareño vago, descortés o tramposo. Ya sé que las generalizaciones son peligrosas y hay excepciones- al final confirman la regla. Además, creo sinceramente que hay un poco de mito con la hospitalidad y la valentía de los ciudadanos de otras provincias. El pinareño es generoso y valiente hasta la muerte. Su defecto principal puede venir de esa virtud: un pinareño enojado es una persona temible.

Cuando me comuniqué el lunes con el Obispado de Pinar para verificar si era cierto lo de la Mención, una dulce voz pinareña, de esas que disparan cien ideas en un minuto, me pidió disculpas por no avisarme a tiempo. Ella no entendía que quien estaba en deuda era yo, le dije, y sólo necesitaba comprobar si era cierto lo leído, porque me parecía un sueño... sabía que los colaboradores de Vitral eran exigentes, lo cual hacía al premio más honroso.

Quizás esa mañana estaba muy confundido, apenas había dormido de domingo para lunes, esa noche el hastío y la torpeza del domingo cedieron paso a estas viñetas; la madrugada me había sorprendido dando gracias a Dios por la oportunidad de devolverme a Pinar, una de las etapas más felices de mi vida.

 

Ciudad de La Habana

Septiembre 3, 1999.