noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999


OPINIÓN 

 

 

 

GLOBALIZACIÓN,

SOLIDARIDAD Y

SUBSIDIARIDAD

 

por Pbro. Alberto Athié

  

  

Agradezco profundamente la oportunidad que se me ha dado de participar en la IV Semana Social Cubana y, por tanto, de seguir compartiendo con ustedes el camino de la fe, de la esperanza y de la caridad en Cristo, que es lo único que nos conduce a la plenitud de la vida, de la libertad y de la justicia.

 

1.- El fenómeno de la globalización en el mundo contemporáneo

Para analizar adecuadamente el tema que se me ha pedido, tal vez sea conveniente partir de que el fenómeno de la “socialización”, como le llamó el Papa Juan XXIII, o de la internacionalización de las cuestiones sociales, como le llamó el Papa Paulo VI, tiene su origen en el mismo dinamismo de la creación y de la historia (“crezcan y multiplíquense y llenen la tierra”), el cual se vio, además, profundamente dinamizado y adquirió un significado cualitativo infinitamente más profundo, con el mandato de Jesús: “vayan por todas partes y anuncien mi Evangelio a toda creatura”.

Este fenómeno constitutivo del dinamismo de la creación, de la historia, y en último término de la gracia, ha pasado por varias etapas y momentos históricos, pero que se percibe cada vez más complejo y acelerado, gracias a los medios, sobre todo de comunicación, que los seres humanos hemos ido construyendo en el último siglo.

De manera particular cabe señalar que el Papa Juan Pablo II, adelantándose a la crisis de las visio-nes ideológicas que contraponían al mundo en dos grandes bloques, a principios de los años ochenta, veía la necesidad de comprender la realidad de la mundialización de la humanidad y de sus procesos y, por tanto, de fortalecer y expandir una cultura de la solidaridad como condición fundamental para un nuevo orden mundial:

“El horizonte de los problemas es, cada vez más, un horizonte mundial (...) Existe un bien común que ya no puede ser reducido a un compromiso más o menos satisfactorio entre las exigencias sectoriales o entre aquellas otras puramente económicas. Son necesarias nuevas opciones éticas; es necesario crear una nueva conciencia mundial; (...) Esto significa que el bien común mundial exige una solidaridad sin fronteras”.1

En lo que se refería específicamente a la problemática que vivían las Américas de entonces, marcadas por la doble tensión Norte-Sur, Este-Oeste, se trataba, escribe el Papa en 1992, de un “deber ineludible, unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos”.2

La caída del muro de Berlín señala el fin de esta visión contrapuesta del mundo. A partir de ese momento histórico, el despliegue abierto de lo que hoy llamamos por todas partes “globalización” se lleva a cabo de una forma mucho más acelerada.

Quiero señalar a este respecto que, aunque existen diversas versiones e interpretaciones, incluso encontradas del fenómeno de la globalización, que van desde un fuerte pesimismo hasta un ingenuo optimismo, en el Documento Ecclesia in América se le reconoce más y mejor como una expresión ambivalente –que “desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa”- de la socialización mundial de la persona, fenómeno de naturaleza cultural, sumamente complejo y “polifacético” que, partiendo de las nuevas formas tecnológicas de comunicación que inciden en los procesos más importantes, especialmente en los económicos de tipo financiero, afecta, no coordinadamente, varias tendencias y hechos simultáneos, los cuales, en algunos casos, son contrarios y hasta contradictorios, y que, por tanto, requieren de análisis y valoraciones específicas y no de juicios generales y,mucho menos, ideológicos.

El fenómeno de la globalización en el Continente “es más perceptible y tiene mayores repercusio-nes”, sobre todo en lo que se refiere a la “globalización económica” que contiene ciertamente aspectos positivos, pero que “si... se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas”. Como expresiones más claras de esta tendencia ideológica se encuentran, la insistencia en un pensamiento único que exige necesariamente procesos unívocos que favorecen intereses particulares, especialmente en lo que se refiere al mercado como el factor determinante del desarrollo, la privatización como única forma de solución de las crisis nacionales, la  reducción del papel del Estado a puro garante de las leyes del mercado, la apertura indiscriminada de aranceles por parte de los países del tercer mundo y el subsidio enmascarado de los mismos por parte de los países ricos, etc. El resultado más preocupante de esta tendencia es el enriquecimiento acelerado de unos cuantos y empobrecimiento masivo y hasta la exclusión de millones de seres humanos.

 

2.- La misión de la Iglesia ante el fenómeno de la Globalización

Ante este fenómeno ambivalente la invitación que nos hace el Documento es claramente a una doble misión:

“La Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad, sino también colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización como son el dominio de los más fuertes sobre los débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales a favor de una mal entendida homogeneización”3.

En lo que se refiere a la misión de tiempo propositivo, por parte de la Iglesia, Ecclesia in América nos llama, en términos amplios, a promover una cultura globalizada de la solidaridad partiendo de una opción clara por la “cultura de la vida”4 . Ello implica la capacidad, de parte de todas las Iglesias unidas, sobre todo, como veremos, de parte de laicos bien preparados, de discernir cuidadosamente los procesos y de incidir cualitativamente en el fortalecimiento de todos aquellos procesos que están desarrollándose positivamente en el Continente.

De entre ellos, la Exhortación menciona, de manera particular, fortalecer una economía que el Papa llegó a llamar “solidaria” en su Mensaje a la jornada mundial por la paz 19985 , una cultura política democrática6 , expandir más y más el reconocimiento de la dignidad de la persona y derechos de todos 7 ; incidir con propuestas llenas de valores y de creatividad en los medios de comunicación que superen una visión hedonista y violenta de la vida; buscar formas de urbanización más concordes con la verdadera “ecología humana”8 , etc.

En segundo lugar señala la misión clara de la Iglesia en la denuncia de los “pecados sociales”9 que son la expresión histórica de la pérdida del sentido de Dios y de su designio sobre la creación y la historia, los cuales, de una forma y otra, promueven la cultura de la muerte y destruyen sistemáticamente la vida, especialmente de los más pobres e indefensos10 . En este sentido se encuentran procesos muy graves como: la interpretación e imposición de la ideología economicista del neoliberalismo como único modo de llevar a cabo la globalización; la corrupción, el tráfico de drogas; el peso de la deuda externa, etc.11 . La necesidad de un verdadero encuentro con Jesucristo que nos conduzca a una conversión y cambio social que transforme las estructuras es constitutivo de la nueva evangelización y, particular-mente de la misión de los laicos en el mundo.12

 

3. Construir una cultura globalizada de la solidaridad desde el Evangelio

Para comprender el significado del desafío que como cristianos ante un mundo cada vez más globalizado como el nuestro, el número 52, del capítulo V de la Exhortación Ecclesia in América nos ayuda cuando nos dice:

“En verdad os digo que cuanto hiscisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40; cf. 25, 45). La conciencia de la comunión con Jesucristo y con los hermanos, que es, a su vez, fruto de la conversión, lleva a servir al prójimo en todas sus necesidades, tanto materiales  como espirituales, para que en cada hombre resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, “la solidaridad es fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados”.

De aquí deriva para las Iglesias particulares del Continente americano el deber de la recíproca soli-daridad y de compartir sus dones espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la disponibilidad de las personas para trabajar donde sea necesario. Partiendo del Evanglio se ha de promover una cultura de la solidaridad que incentive oportunas iniciativas de ayuda a los pobres y a los marginados, de modo especial a los refugiados, los cuales se ven forzados a dejar sus pueblos y tierras para huir de la violencia. La Iglesia en América ha de alentar también a los organismos internacionales del Continente con el fin de establecer un orden económico en el que no domine sólo el criterio de lucro, sino también el de la búsqueda del bien común nacional e internacional, la distribución equitativa de los bienes y la promoción integral de los pueblos.13

El desafío general más importante al que nos lanza este denso y hermoso texto del Documento es el de promover una cultura globalizada de la solidaridad14 que nazca del Evangelio. Para ello nos ofrece algunos elementos fundamentales valiosísimos que requerirían de todo un análisis que no es posible en este estudio más que en forma alusiva, tratando de lanzar líneas de reflexión para nuestro trabajo pastoral.

 

La solidaridad, fruto de la comunión trinitaria.

La primera afirmación es de carácter estrictamente teológico y tiene su fundamento en el misterio trinitario de Dios y en la obra de la redención de Cristo, encarnado y muerto por todos nosotros. Dios, nos lo dijo el Papa en Puebla, en su misterio más profundo “no es soledad sino familia”15 . Él nos ha creado a su imagen y semejanza, varón y mujer, y, nos dice el Concilio, “no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente”.16

La sociabilidad humana es pues, para el creyente en Cristo, no sólo una dimensión constitutiva de la  naturaleza humana, sino una expresión viva –y también herida por el pecado- de la imagen y semejanza de Dios, Uno y Trino17 , el espacio existencial específico en el que cada ser humano “encuentra su plenitud” como persona a través de la “entrega sincera de sí mismo a los demás”.18

La solidaridad como expresión del misterio de la encarnación y pascua de Jesús. Centralidad y significados de los encuentros con Jesucristo vivo y el encuentro con Jesús en los otros, especialmente en los más pobres.19

De acuerdo al tema que nos corresponde, quisiera hacer alusión especial a “un tercer lugar de en-cuentro con Cristo” que describe el Documento, haciendo referencia al capítulo 25 del Evangelio de Mateo:

A través «de las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica». Como recordaba el Papa Paulo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, «en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt. 25,40), el Hijo del Hombre».20

Para el Papa Juan Pablo II, la solidaridad alcanza su plenitud con el misterio de la encarnación que culmina en la pascua, por el que “Cristo se ha unido en cierta forma a todo hombre” y a la totalidad de su condición existencial, incluyendo el sufrimiento, la enfermedad y hasta la misma muerte, menos el pecado, revelándonos con ello el camino que la Iglesia debe recorrer siempre para acompañar a la humanidad en su peregrinar en la historia hacia la casa del Padre. Por ello, “en este camino por el que Cristo se une a todo hombre... la Iglesia no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre, como tampoco puede permanecer indiferente a lo que lo amenza”.21

La propuesta del Papa y del Documento Pos-Sinodal que nos invitan a promover una cultura globalizada de la solidaridad, implica ponernos a estudiar y profundizar en el significado que la Doctrina Social de la Iglesia contemporánea le ha dado al significado de la cultura como cultivo de todo lo que es humano y, por tanto, su relación con la dignidad de la persona, sus derechos fundamentales y su desarrollo integral.22

Como el Papa nos lo ha repetido desde el inicio de su pontificado, el drama del humanismo moderno es la pérdida del sentido transcendente de la persona y de su misión como sujeto, fundamento y fin de todos los procesos. Por ello, la misión de la Iglesia de manera particular en nuestro tiempo es de:

“Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana”.23

Me atrevo a decir que ésta es una de las claves de lectura fundamental del ministerio social del Papa Juan Pablo II a lo largo de todo su pontificado. En efecto, él mismo, después de trazarnos las líneas magistrales de lo que llamó una “pastoral de los derechos humanos” como constitutiva de la misión de la Iglesia y como el eje vertebrador de toda la pastoral social, nos dejó, lo que podríamos llamar, su testamento social:

“Durante todo mi ministerio de Pastor de la Iglesia universal, he querido dedicar una atención particular a la salvaguardia y a la promoción de la dignidad de la persona y de sus derechos, en todas las etapas de su vida y en toda circunstancia política, social, económica o cultural”.24

En síntesis: promover una cultura globalizada de la solidaridad que parte del Evangelio significa servir, desde el Evangelio, a cada persona humana en la iluminación y el reconocimiento permanente de su dignidad, vocación y destino, en la afirmación teórica y práctica de sus deberes y derechos humanos, en la promoción de su ser y de su quehacer, en toda circunstancia, como el sujeto, fundamento y fin de todos los procesos sociales y de todas las estructuras, desde el ámbito más pequeño y aparentemente insignificante, como podría ser la vida en un pueblito de la montaña, hasta el ambiente más complejo e internacional de los centros modernos del poder económico o político en las imponentes urbes de hierro o a través de los sofisticados mecanismos de los mercados financieros.25

En segundo lugar, es muy importante señalar y reconocer que este lugar de encuentro con Jesucristo “en las personas, especialmente los pobres con los que Cristo se identifica”, significa precisamente que Jesucristo es encontrable en todas las realidades humanas, especialmente en las más contrastantes y dolorosas.

Pero, precisamente porque el misterio del pecado ha entrado en la creación y en la historia y ha herido todo de muerte, encontrar a Cristo y al soplo de su Espíritu en los rostros y acontecimientos humanos, significa descubrirlo en la ambivalencia de la historia26 ; en el discernimiento de los “signos de los tiempos”; entre el “trigo y la cizaña”, pero con el mandato del Señor de no apresurarnos en querer arrancar la cizaña llevándonos entre las manos el trigo.27

Esto nos lleva a reconocer que el diálogo entre la Iglesia y el mundo es constitutivo de su misión, forma  parte de la conciencia misma de la identidad de la Iglesia (Ecclesiam Suam) y de su misión evangelizadora.

Hace poco, el Papa Juan Pablo, en la Centesimus Annus nos recordó claramente que:

“Es superfluo subrayar que la consideración atenta del curso de los acontecimientos, para discernir las nuevas exigencias de la evangelización, forma parte del deber de los Pastores. Tal examen sin embargo no pretende dar juicios definitivos, ya que de por sí no atañe al ámbito específico del Magisterio”.28

Para concluir, es precisamente con base en toda esta riqueza teológica y antropológico-social, que la Iglesia, escribe el Papa, “ha afirmado con fuerza que la solidaridad es una grave obligación moral, tanto para las naciones como para las personas”29

Siguiendo el texto de la Exhortación en el número 52, al hablarnos de la promoción de la cultura

globalizada de la solidaridad, hace referencia en segundo lugar a la dimensión eclesial de la misma con las siguientes dimensiones:

En primer lugar, existe entre las Iglesias, el “deber de la recíproca solidaridad y de compartir sus dones espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la disponibilidad de las personas para trabajar donde sea necesario” (n. 52).

En segundo lugar, como vimos, existe el deber de “promover una cultura de la solidaridad” (N. 52); que parta del Evangelio y que proponga “oportunas iniciativas” que sean capaces de abrazar a los pobres en el amor de Cristo, y la capacidad de incidir, tanto propositiva como críticamente, en los procesos fundamentales por los que atraviesa la vida de la sociedad incluyendo el ámbito internacional (n. 52 y 55).

Termino haciéndome con Ustedes una última pregunta: ¿Cómo pasar, como Iglesia en América, de una actitud más bien pasiva y hasta más puramente defensiva frente al fenómeno de la globalización, a un “nuevo ardor” con una propuesta profundamente significativa, desde el Evangelio, capaz de iluminar y, sobre todo, como dice el Documento, de incidir estructuralmente propositiva y críticamente en los procesos de la globalización?

Además de lo que ya hemos reflexionado respecto a la misión general de la Iglesia, la respuesta, en términos de compromiso directo sobre la realidad, nos la da la Exhortación en un texto contundente:

“La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia”.30

Este es uno de los aspectos del Documento más importantes que tenemos que revisar hacia el interior de nuestra Iglesia, como en la nueva perspectiva que se nos invita a trabajar a nivel americano.

El documento, reconociendo la doble vocación y misión de los laicos, especifica que:

“El primero, y más propio de su condición laical, es el de las realidades temporales, que están llamados a ordenar según la voluntad de Dios. (158) En efecto, «con su peculiar modo de obrar, el Evangelio es llevado dentro de las estructuras del mundo y obrando en todas partes santamente consagran el mismo mundo a Dios» (159) Gracias a los fieles laicos, «la presencia y la misión de la Iglesia en el mundo se realiza, de modo especial, en la diversidad de carismas y ministerios que posee el laicado. La secularidad  es la nota característica y propia del laico y de su espiritualidad que lo lleva a actuar en la vida familiar, social, laboral, cultural y política, a cuya evangelización es llamado. En un Continente en el que aparecen la emulación y la propensión a agredir, la inmoderación en el consumo y la corrupción, los laicos están llamados a encarnar valores profundamente evangélicos como la misericordia, el perdón, la honradez, la transparencia de corazón y la paciencia en las condiciones difíciles. Se espera de los laicos una gran fuerza creativa en gestos y obras que expresen una vida coherente con el Evangelio» (160)”.

“América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad.

Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación.

Para ello es necesario que sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina Social de la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teología del laicado. El conocimiento profundo de los principios éticos y de los valores morales cristianos les permitirá hacerse promotores en su ambiente, proclamándolos también ante la llamada «neutralidad del Estado»” (161).

No habrá una América impregnada de una cultura globalizada de la solidaridad, sin laicas y laicos maduros, llenos de Cristo, en proceso de conversión permanente, con una profunda vivencia de la comunión fraterna y solidaria, formados espiritual, doctrinal, moral y prácticamente a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia y conscientes y comprometidos en la transformación de las realidades temporales como su vocación y misión propias.

Esta reflexión está basada en un estudio que Mons. Jacinto Guerrero presentó en la última Asamblea del Episcopado Mexicano sobre la solidaridad en Ecclesia in América.

 

Bibliografía 

1 Discurso a la LXVIII sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo en Ginebra, 15 de junio de 1982.

Todos los subrayados son nuestros, salvo indicación contraria. Su visión tenía ciertamente orígenes en tres fuentes: Su formación filosófica y teológica unida estrechamente a la experiencia polaca, sus viajes por todo el mundo y su constante reflexión de la Doctrina Social de la Iglesia.

2 E.A., n. 5.

3 E.A., n.55

4 E.A.., n.63

5 E.A., n.52 y 55.

6 E.A., n. 19; 56. En primer lugar y en forma positiva, señala “la creciente implantación en todo el continente de sistemas políticos democráticos y la progresiva reducción de regímenes dictatoriales”. Procesos evolutivos que “la Iglesia ve con agrado..., en la medida en que esto favorezca cada vez más un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es legítimo el recurso a métodos de detención y de interrogatorio –pienso concretamente en la tortura- lesivos de la dignidad humana” y que la mueven a buscar “comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común”.

7 E.A., n. 19

8 Desde el punto de vista religioso-cultural, dimensión que preocupa mucho a la Iglesia y le presenta “grandes desafíos”, dicho fenómeno ha implicado, por una parte, “desarraigo cultural, la pérdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuían a sostenerla”. Por otra parte, señala la problemática típica urbana que, “en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atmósfera de desespàración”, n. 21.

9 “A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia también, más claramente, la gravedad de “los pecados sociales que claman al cielo, porque generan violencia, rompen la paz y la armonía entre las comunidades de una misma nación, entre las naciones y entre las diversas partes del continente”. (205). Entre estos pecados se deben recordar, “el comercio de drogas, el lavado de las ganancias ilícitas, la corrupción en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminación racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable destrucción de la naturaleza”. (206). Estos pecados manifiestan una profunda crisis debido a la pérdida del sentido de Dios y a la ausencia de los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una referencia moral se cae en un afán ilimitado de riqueza y de poder, que ofusca toda visión evangélica de la realidad social”, n.56.

10 N. 56

11 La corrupión es un “problema grave” que se encuentra no sólo “entre las causas agobiantes de la deuda externa” sino que es, en cierto modo omnipresente y ataca a las raíces mismas de la cultura y la convivencia humanas. Para ir logrando su erradicación, “ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la “colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral”. Además, como todas las injusticias estructurales, “cuando la administración de la justicia es corrupta”, son “los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada de las carencias estructuales n.23.

12 E.A., n.26

13 E.A., n. 52, proposición 67.

14 Cf. E.A., n. 55:

15 Primera visita a México.

16 G.S., n. 32. El resto del texto dice así: “Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también en cuanto miembros de una determinada comunidad... El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. ...Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra. En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y ordenó a los apóstoles predicar a todas las gentes la Buena Nueva, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor. Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido. Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue a su consumación y en que los hombres, salvados por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta”.

18 “...Cuando el Señor ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn. 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”, G.S., 24; “El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo como un ser incomprensible. Su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”, Redemptor Hominis, n. 25 Hay (...) una dimensión fundamental (...) que es capaz de remover desde sus cimientos los sistemas que estructuran el conjunto de la humanidad y de liberar a la existencia humana, individual y colectiva, de las amenazas que pesan sobre ella. Esta dimensión fundamental es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales. El respeto de los derechos inalienables de la persona humana es el fundamento de todo”.

26 Expresión del Papa Paulo VI en la Populorum Proggressio.

27 Ib. n.

28 N. 3

29 Discurso a los participantes en la semana de estudios de la Pontificia Academia de Ciencias, 27 de octubre de 1989.

30 E. A., n. 44.