noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999


ECLESIALES 

 

 

 

RELACIONES

IGLESIA-ESTADO

EN LA SOCIEDAD MODERNA

 

por Mons. Jean-Louis Taurán

Secretario para las Relaciones con los Estados, Santa Sede

  

  

Quisiera ante todo agradecerles el calor de nuestra acogida y transmitirles también el saludo afectuoso y alentador del Papa Juan Pablo II, quien desea éxitos a este encuentro.

El Papa ha hecho un don precioso a América Latina entregando a la Iglesia que peregrina en esta parte del mundo la Exhortación Apostólica “Ecclesia in América”. Es una herencia que los católicos cubanos han recibido con devoción y sentido de responsabilidad, conscientes de que “la Iglesia en América se siente particularmente impulsada a caminar en la fe respondiendo con gratitud al amor de Jesús, «manifestación encarnada del amor misericordioso de Dios» (cf. Jn.3,16)” (Exh.n.75).

Una de las maneras de hacer fructificar la Exhortación Apostólica es tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia, que ocupa en todas las sociedades de América un puesto único, en consideración de su especial participación en su historia. “La Iglesia –leemos en la misma Exhortación «Ecclesia in América»- que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana” (n.27).

Como secretario para las Relaciones con los  Estados, me siento inclinado a hablarles de las relaciones entre el Estado y la Iglesia en el marco de la sociedad moderna. Lo haré a la luz de la doctrina social de la Iglesia Católica, que orienta la acción diplomática llevada a cabo por la Santa Sede para favorecer y mantener armoniosamente este tipo de relaciones.

Las relaciones entre el Estado y la Iglesia han sido concebidas y vividas de maneras diversas, en una dialéctica de tensión continua. Pero, en todo caso, tales relaciones son inevitables puesto que las dos partes tienen por objeto el bien material y espiritual de la persona humana misma en un determinado momento de la historia en la cual está insertada y de la que es parte integrante.

La Iglesia ha manifestado claramente cómo entiende su presencia y su actividad en el seno de las sociedades pluralistas de este final de siglo. Basta recordar lo que dice el n. 76 de la Constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II: “La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo... La Iglesia, ... predicando la verdad evangélica e iluminando todas las áreas de la actividad humana por medio de su doctrina y del testimonio, prestado por los fieles cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los ciudadanos... No pone, sin embargo, su esperanza en privilegios otorgados por la autoridad civil; ...Pero la Iglesia debe poder siempre en todo lugar, predicar la fe con verdadera libertad, enseñar su doctrina social, ejercer sin impedimentos su tarea entre los hombres y emitir un juicio moral también sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas” (n.76, 3 y 5). No puede haber mejor introducción para mi propósito.

 

1. ¿Qué es el Estado para un Cristiano?

Es la expresión jurídica y la personificación de la nación. El que habla en nombre de todos los ciudadanos, tanto hacia adentro como hacia afuera. Está a su servicio para protegerlos en sus actividades legítimas, pero también para impedir las que son  ilegítimas. El Estado tiene como objetivo el hacer converger armónicamente los intereses de todos y de cada uno hacia el bien común.

Desde una perspectiva cristiana, el hombre es siempre el sujeto, el fundamento y el fin, de la actividad política y social. Evidentemente, esto limita la competencia del Estado. A este respecto, es bien conocida la importancia que la doctrina social atribuye al principio de subsidiaridad, según el cual, ni el Estado ni ninguna sociedad más grande debe suplantar a la iniciativa de las personas y de los cuerpos intermedios. Este principio se opone a cualquier forma de colectivismo y traza los límites de la intervención del Estado, permitiendo asimismo mejor las relaciones entre los individuos y las sociedades.

Así pues, para nosotros el Estado no tiene un poder absoluto sobre el ciudadano. La primera Encíclica del Papa Juan Pablo II, la Redempor hominis, es elocuente a este propósito. “El pueblo es soberano de la propia suerte”, dice, añadiendo inmediatamente que “el bien común al que la autoridad sirve en el Estado se realiza plenamente sólo cuando todos los ciudadanos están seguros de sus derechos” (n.17).

En este contexto, resulta claro que la democracia es el sistema que permite realizar mejor este ideal. La Iglesia, después de la experiencia dramática de la Segunda Guerra Mundial, ha adoptado en estos últimos años una visión decididamente positiva acerca de la democracia. Por muchos años todos los sistemas políticos han sido evaluados por la Iglesia según su conformidad a la ley natural. Con la Encíclica “Centesimus Annus” de 1991, que conmemora la “Rerum Novarum” del Papa León XIII, tenemos un documento del magisterio que contiene apreciaciones explícitas sobre la democracia. Dejemos la palabra, una vez más, al Papa Juan Pablo II, esta vez en la Encíclica Centésimus Annus: “La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica”. (n.46)

La democracia es pluralista por esencia: pluralismo de opiniones individuales y de su expresión política, separación de poderes, control del ejecutivo. Todo esto supone debates, confrontación, búsqueda de lo que es común para un proyecto de sociedad que corresponda con la voluntad, libremente expresada, de la mayoría. Supone también la neutralidad ideológica del Estado, que no puede identificarse con ninguna ideología o religión, ni con una doctrina antirreligiosa.

El Estado se presenta, pues, no como un patrono que impone arbitrariamente su ley, sino como quien pone a disposición de todos un conjunto de instituciones y servicios que permitan a cada uno su desarrollo humano y espiritual, acompañándolas de leyes y ordenamientos administrativos que garanticen adecuada y efectivamente la libertad de los individuos y el orden público.

Por eso, el Estado democrático que respeta todas las opiniones ha de entender su protección igualmente al conjunto de las religiones, dado que la libertad religiosa es un  aspecto de la libertad de opinión. Pero, llegados a este punto, los responsables políticos se plantean una cuestión:

 

2. ¿Qué es una Iglesia?

Desde el punto de vista jurídico, se debe constatar que en muchas legislaciones nacionales modernas, estrictamente hablando, no existe un concepto jurídico de Iglesia. Se habla más bien de religiones (en plural), de cultos, de comunidades de creyentes. La  Constitución de Cuba de 1992, por ejemplo, afirma que “las distintas creencias y religiones gozan de igual consideración”. (art.8). Pero aunque no se encuentre un concepto jurídico bien definido, existe con frecuencia un derecho positivo sobre numerosas categorías que se refieren a los aspectos públicos de la vida religiosa:

La libertad de conciencia y de reunión;

El libre ejercicio del culto;

La participación legal en el mantenimiento financiero de los edificios de culto, las escuelas, las universidades, los hospitales o las obras sociales;

El acceso a los medios de comunicación social.

 

Las Iglesias y las comunidades religiosas organizadas, evidentemente, tienen una idea precisa de lo que son y lo que viven. No dudan en definirse a sí mismas. Tomemos el  ejemplo de la Iglesia Católica que nos interesa en primera persona. Dice de sí misma que agrupa los discípulos de Jesucristo bajo la dependencia del Espíritu Santo para vivir del Evangelio y de la Eucaristía y que, bajo la autoridad de un Obispo, forman una Iglesia particular, en general una diócesis. Por su comunión entre ellas, de la que el Obispo de Roma, el Papa, es el garante en cuanto sucesor de Pedro, las Iglesias particulares manifiestan visiblemente la Iglesia universal.

Esta comunidad organizada agrupa hombres y mujeres concretos, ciudadanos de todas las naciones que cubren la faz de la tierra. Hombres y mujeres que se adhieren personal y libremente a Cristo salvador. Pero su fe tiene inevitablemente también una dimensión objetiva. La fe no se agota en una creencia sino que da lugar necesariamente a una práctica, cuyo libre ejercicio debe ser garantizado. Si se quiere garantizar plenamente la libertad religiosa es preciso asegurar el libre ejercicio de los cultos. Creer es, por tanto, tener derecho a organizarse libremente. Así pues, ¿qué pide la Iglesia a las autoridades legítimas de un Estado?: garantizar que los creyentes y los no creyentes sean iguales ante la ley, sin discriminación alguna; dotar a las Iglesias y comunidades religiosas, que practican su fe en el marco constitucional de su Estado, del reconocimiento de un estatuto acorde con sus propias intenciones;

respetar el derecho de estas comunidades a:

establecer y mantener sus lugares de culto y reunión,

organizarse de acuerdo con su propia estructura jerárquica e institucional:

elegir, nombrar y sustituir libremente su personal según sus necesidades y reglas propias y, si fuera el caso, de conformidad con los acuerdos libremente establecidos entre ellas y el Estado;

solicitar y recibir contribuciones voluntarias, financieras u otras;

respetar  el derecho de cada uno a impartir o recibir una educación religiosa, a título individual o asociándose a otros;

respetar, a este propósito, la libertad de los padres de asegurar la educación religiosa de sus hijos en conformidad con sus propias convicciones;

facilitar la existencia de establecimientos escolares y universitarios de inspiración religiosa, como expresión de los creyentes al diálogo público y cultural:

poder gestionar establecimientos de sanidad y de obras sociales al servicio de todos, como expresión de la contribución de los creyentes a la solidaridad nacional;

autorizar a las organizaciones religiosas a producir, importar y difundir publicaciones y objetos religiosos;

considerar favorablemente el interés de los cristianos a participar en el diálogo público, incluido el realizado a través de los medios de información.

He aquí lo que pide la Iglesia. Evidentemente esta libre organización plantea el problema de las relaciones de las Iglesias con el Estado. ¿Qué tipo de relaciones pueden establecerse: separación o colaboración?

 

3. Las Relaciones entre el Estado y las Iglesias

Las disposiciones constitucionales que regulan el lugar y el papel de las religiones son muy diversas y dispares, según la historia y las ideologías propias de cada sociedad.

Hay Constituciones que no tienen nada sobre la religión, otras que hacen referencia a la libertad en general (que incluye la libertad de religión) y otras aún que hacen de una religión la “religión de Estado”. Están, en fin, las más numerosas, que proclaman la  libertad religiosa, entendida frecuentemente de manera diferente: unas veces como  libertad del ejercicio del culto. Se ha de mencionar también el caso en el que el poder civil regula en forma de contrato con la organización eclesial, que reúne una parte significativa de la población, los problemas relativos al ejercicio público del culto. Este es el caso del Concordato, la forma más completa de relaciones contractuales entre el Estado y la Iglesia, por intermedio de la Santa Sede, sujeto de derecho internacional.

Hoy día se privilegia un régimen de separación entre la Iglesia y el Estado, con el fin de asegurar la neutralidad de los poderes públicos ante una opción religiosa determinada, La Constitución cubana, por ejemplo, afirma: “El Estado reconoce, respeta y garantiza la libertad religiosa. En la República de Cuba las instituciones religiosas están separadas del Estado” (art.8). En estos casos se habla corrientemente de “Estado Laico”. A mi no me gusta esta expresión, sin duda porque soy de origen francés y, en la tradición francesa, “laicidad” significa en realidad “laicismo”: Dios no es parte de las explicaciones admitidas por las ciencias, es una hipótesis que se ha de descartar por no ser científica y, por tanto, inadmisible (M. Thorez). Según esta interpretación, la laicidad ya no es la desconfesionalización, sino lo anticonfesional. Estamos pues, en las antípodas de la neutralidad.

Un Estado tolerante, en el sentido noble de la palabra, debiera en mi opinión practicar lo que yo llamaría una “neutralidad positiva”, esto es:

Reconocer todas las religiones y también sus manifestaciones externas si no quebrantan el orden y la seguridad públicas;

mantener buenas relaciones con los responsables religiosos que guían a sus fieles y les orientan moralmente;

no inmiscuirse en sus cuestiones internas;

subvencionar, si es necesario, actividades que tienen un carácter general y un interés público, aunque se ejerza en un cuadro confesional (escuelas, hospitales, etc.).

 

Un Estado moderno y tolerante permanece ciertamente neutro, puesto que nunca se preguntará qué es una religión determinada, dado que por principio no profesa ni reconoce ninguna. Pero no ignora el hecho social de la Religión y, si es  democrático, debe asegurar prácticamente a cada uno, día a día, el libre ejercicio de su religión, esto es, poner a su disposición, si es preciso, los medios necesarios para el ejercicio de sus reglas (capellanes en las prisiones; reglamento en el modo de matar a los animales para los judíos o musulmanes, etc.). Este es motivo por el que soy de la opinión de que el Estado se debe mostrar más que “tolerante”; debe manifestarse “acogedor” con todas las componentes culturales y espirituales que constituyen el tejido de la nación.

Para concluir, debo decir que el Estado y la Iglesia no pueden ignorarse, porque el hombre vive inevitablemente en la sociedad y es también un ser religioso. Pascal ha dicho magníficamente que “el hombre supera infinitamente al hombre”.

Para unos, el Estado laico es el que respeta todas las opiniones y tolera todos los comportamientos. Una tal actitud lleva inevitablemente al escepticismo (...) y al rechazo de todo Absoluto.

Para otros, el Estado laico es el que aplica una filosofía bien determinada, excluyendo todas las otras y, en particular, la religión. Nos encontramos así ante una “religión secular” y una laicidad de rechazo. ¡Esto es el laicismo!

Pero existe otra concepción de la laicidad: la laicidad del respeto. En este caso el estado es neutro. Deja las cuestiones religiosas a las autoridades espirituales y deja a cada ciudadano la libertad de tener una religión, de no tener ninguna o de cambiar de una a otra. El Estado no tiene competencia alguna en el campo de los valores que son la razón de vivir de las personas. Es incapaz, por su propia naturaleza, de establecer los confines entre el bien y el mal, o de  inspirar a los ciudadanos el amor al bien o el odio al mal, e incluso de incitarles a practicar la virtud, sin la cual, como escribía mi ilustre compatriota Bordelais Montesquieu en L´Esprit des Lois, no es posible la democracia.

El Estado se detiene allí donde cada hombre se remite al santuario de su propia conciencia.

Todo esto implica implica evidentemente que el Estado laico reconoce y respeta la competencia de otros en los ámbitos que conciernen a los valores que son el alma de una nación y el armazón de un Estado. El Papa Juan Pablo II, en la citada encíclica Centesimus annus, decía: “si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en  un totalitarismo visible o encubierto, como muestra la historia” (n.46).

Por este motivo, creo yo, las relaciones armónicas entre el Estado y las Iglesias permiten impregnar la esfera pública con su reflexión, sus energías, sus experiencias específicas. Ciertamente, las Iglesias no tienen el deber, y menos aún la ambición, de resolver los problemas de la sociedad. Sin embargo, por su sentido de la persona, su interés por la solidaridad y su atención a los más débiles, pueden contribuir a la instauración de una vida social mejor.

Yo diría incluso que, desde el punto de vista de pura estrategia política, para los responsables políticos será siempre provechoso el mantener relaciones de colaboración con los responsables de las comunidades de creyentes, a través de contactos personales e instrumentos de cooperación jurídicamente idóneos, pues es siempre positivo tener interlocutores autorizados y canales estables de diálogo para entenderse y evitar incomprensiones. Además, los ciudadanos, al constatar concretamente que sus razones de vivir y sus convicciones espirituales son apreciadas y respetadas por los poderes públicos, estarán más dispuestos a participar en el proyecto de sociedad común. Lo harán con confianza y serenidad, lo cual redundará sin duda en beneficio de todos.

En el fondo, una laicidad abierta, construida sobre el respeto y la colaboración, que reconoce la autonomía de lo temporal y de lo espiritual, es una realidad cristiana; dar a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios. Se trata  siempre  de conciliar la lealtad debida a los Príncipes y el respeto de la conciencia inspirada por la ley de Dios.

Lo que es preciso evitar es que el Estado y la Iglesia desconfíen uno de otro o, peor aún, se tengan miedo. Los hombres políticos tienen su papel específico en la dirección de los asuntos públicos, pero no son los únicos. Aquellos y aquellas que tienen responsabilidades pastorales en la Iglesia han de hacer a los cristianos también más atentos a las tareas de la solidaridad. El ámbito de la cooperación es inmenso. La Exhortación Apostólica Ecclesia in América es elocuente sobre este punto:

el papel de los educadores en la formación de los jóvenes en sus responsabilidades como ciudadanos;

el cuidado por la honestidad, el sentido del trabajo y la lucha contra la corrupción, para formar ciudadanos, especialmente aquellos que tendrán responsabilidades en la sociedad, a ser desinteresados y disponibles;

la colaboración en el campo de la sanidad, de la familia, de la vida asociativa, donde creyentes y no creyentes se encuentran, asumen juntos los riesgos, crean y hacen juntos un camino para bien de todos.

Estos no son más que algunos ejemplos que muestran cómo la separación que llevaría al Estado a ignorar a las Iglesias privaría a la sociedad de la fecundidad que aporta su colaboración, ciertamente, ¡el Estado no debe pretender que las Iglesias estén a su servicio! Pero, indudablemente, está en su derecho esperar su colaboración en todo aquello que favorece objetivamente el bien común, es objeto del consenso general y no va contra las exigencias de sus convicciones religiosas y morales. Obviamente, esto supone que los creyentes tengan plena libertad de pensar, de expresarse y de actuar, incluida la libertad de disentir. Nunca se podrá pretender que las comunidades de creyentes sean las fuerzas de apoyo de un partido o de un programa político: eso sería una burda manipulación. Además, ¿de qué serviría una Iglesia que no dijera ni hiciera otra cosa que lo que todo el mundo dice y hace? ¿Qué Iglesia sería la que no hace más que reflejar el mundo y que, de hecho, estaría condenada a no ser más que su simple “duplicado”? A este respecto, me viene espontáneamente a la memoria aquello que afirma el Concilio Vaticano II: “la suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar” (n.31,  3) ¡En esto deben trabajar juntos los poderes políticos y las autoridades espirituales!

La vitalidad de una sociedad, la congruencia de una política, requieren un pueblo de hombres que creen, que aman y que esperan. Esto es lo que la Iglesia católica por su parte, en todas partes del mundo, se esfuerza por suscitar a través de la fe, la esperanza y la caridad de sus hijos. Estas virtudes no son fuerzas de reemplazo que deberían sustituir a las energías humanas desgastadas. Por el contrario, suponen las iniciativas de los hombres, abriéndolas a un dinamismo más alto al concebir su cumplimiento como una llamada y una exigencia de Dios. Los cristianos creen que su cualidad de creyentes puede y debe fructificar en beneficio de la sociedad. ¡Sería una lástima que existieran todavía lugares en la tierra en las que se les niega aún esta oportunidad!

Cuando llegué a la Nunciatura de La Habana, el sábado por la noche, encontré una tarja que el Papa Juan Pablo II había destinado como regalo a la Universidad de esta Ciudad, como recuerdo de su visita a ese Centro Académico y que tendría que ser pronto colocada en su lugar, es decir en el Aula Magna. Se puede leer un magnífico pensamiento del Padre Félix Varela: “No hay Patria sin virtud, ni virtud con impiedad”. Es éste un mensaje no sólo para Cuba. Es ésta la mejor conclusión a lo que me he esforzado en ilustrarles a ustedes. Católicos y no católicos, creyentes y no creyentes, marchamos juntos en este mundo que se prepara a cruzar el umbral del Tercer Milenio de la era cristiana, nosotros los católicos, continuaremos ofreciendo por todas partes, en los ámbitos de la vida pública, las riquezas espirituales del Evangelio de Jesús, las obras de la Iglesia y los valores morales y cívicos de cada uno de nosotros. Con su labor cotidiana, “en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” como escribía San Agustín (De Civ. Dei, XVIII, 51,2),  la Iglesia contribuirá al enriquecimiento de toda la sociedad.

Mis últimas palabras, consistirán en hacer resonar aquí lo que decía el Papa, frente a la Virgen de la Caridad, el 24 de enero de 1998: “La Iglesia, inmersa en la sociedad, no busca ninguna forma de poder político para desarrollar su misión, sino que quiere ser germen fecundo de bien común al hacerse presente en las estructuras sociales... Todo lo que la Iglesia reclama para sí lo pone al servicio del hombre y de la sociedad... defendiendo su propia libertad, la Iglesia defiende la de cada persona, la de las familias, la de las diversas organizaciones sociales, realidades vivas que tienen derecho a un ámbito propio de autonomía y soberanía (Centesimus annus, 45) En este sentido, “el cristiano y las Comunidades cristianas viven profundamente insertados en la vida de sus pueblos respectivos y son signos del  Evangelio incluso por la fidelidad a la patria, a su pueblo, a la cultura nacional, pero siempre con la libertad que Cristo ha traído” (Homilía, 4,4).

¡Estas palabras no pueden ser más que la mejor conclusión a mis consideraciones!

 

Gracias por su atención.