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noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999 |
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RELIGIÓN |
NAVIDAD DE 1999: NAVIDAD DEL JUBILEO DEL AÑO 2000
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En la noche del 24 al 25 de diciembre de 1999 el Papa Juan Pablo II abrirá la puerta santa de la basílica de San Pedro, inaugurando así el gran jubileo del año 2000 para el que nos ha convocado el propio Papa, de quien tengo la impresión que considera su servicio a la Iglesia y al mundo desde la sede romana como una gran preparación a este acontecimiento; él ha ido preparando a la Iglesia para el tercer milenio. Probablemente
muchos se preguntarán acerca del origen, la razón y el para qué de este
jubileo. Veamos lo que nos dice Juan Pablo II en la encíclica “Tertio
millennio adveniente” del 10 de noviembre de 1994 en los números 9 al
15. El uso de los jubileos comenzó en el Antiguo Testamento. Es sabido
que el jubileo era un tiempo dedicado de modo particular a Dios, un año
de gracia. Se celebraba cada siete años: era el año sabático durante el
cual se dejaba reposar la tierra, se liberaban los esclavos y se hacía la
remisión de todas las deudas. Todo esto debía hacerse en honor a Dios.
Lo referente al año sabático valía también para el año jubilar que
tenía lugar cada 50 años y en el cual se ampliaban las prácticas del año
sabático y se celebraban con mayor solemnidad. Una de las consecuencias más
significativas del año jubilar era la emancipación de todos los
habitantes necesitados de liberación. En esta ocasión cada israelita
recobraba la posesión de la tierra de sus padres, si eventualmente la había
vendido o perdido al caer en esclavitud. No podía privarse
definitivamente de la tierra, puesto que pertenecía a Dios, ni podían
los israelitas permanecer para siempre en una situación de esclavitud,
dado que Dios los había rescatado para sí como propiedad exclusiva liberándolos
de la esclavitud en Egipto. El
año jubilar debía devolver la igualdad entre todos los hijos de Israel,
abriendo nuevas posibilidades a las familias que habían perdido sus
propiedades e incluso la libertad personal. Por su parte, el año jubilar
recordaba a los ricos que había llegado el tiempo en que los esclavos
israelitas, de nuevo iguales a ellos, podían reivindicar sus derechos. En
el tiempo previsto por la Ley debía proclamarse un año jubilar que venía
en ayuda de todos los necesitados. Esto exigía un gobierno justo. La
justicia, según la Ley de Israel, consistía sobre todo en la protección
de los débiles, debiendo el rey distinguirse en ello, como afirma el
Salmista: “porque él librará al pobre suplicante, al desdichado y al
que nadie ampara; se apiadará del débil y del pobre, el alma de los
pobres salvará” (Sal 72/73, 12-13). Los presupuestos de estas
tradiciones eran estrictamente teológicas, relacionados ante todo con la
teología de la creación y con la de la divina Providencia. De hecho, era
común convicción que sólo
a Dios, como Creador, correspondía el “dominium altum”, esto es, la
señoría sobre todo lo creado, y en particular sobre la tierra (cf. Lv
25,23). Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres,
esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la
creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad.
Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un
administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único
propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes
creados sirvieran a todos de un modo justo. El
año jubilar debía servir de ese modo al restablecimiento de esta
justicia social. Gran
parte de los preceptos del año jubilar no pasaron de ser una expectativa
ideal. Más que una realización concreta, fueron esperanza y preanuncio
de la verdadera liberación que habría sido realizada por el Mesías
venidero. Al
año jubilar, al año de gracia del Señor, se refiere la profecía de Isaías
leída por Jesús Nazaret. Él fue un día a la sinagoga de su ciudad y se
levantó para hacer la lectura (cf. Lc 4, 16-30). Le entregaron el volumen
del profeta Isaías, donde leyó el siguiente pasaje: “El Espíritu del
Señor Yahveh está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahveh. A anunciar
la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a
pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a
pregonar año de gracia de Yahveh”. (61, 1-2). El
Profeta hablaba del Mesías. “Hoy –añadió Jesús- se ha cumplido
esta Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21), haciendo entender que el
Mesías anunciado por el Profeta era precisamente Él, y que en Él
comenzaba el tiempo tan deseado: había llegado el día de la salvación,
la plenitud de los tiempos. Todos los jubileos se refieren a este tiempo y
aluden a la misión mesiánica
de Cristo, venido como “consagrado con la unción” del Espíritu
Santo, como “enviado del Padre”. Es Él quien anuncia la buena noticia
a los pobres. Es Él quien trae la libertad a los privados de ella, libera
a los oprimidos, devuelve la vista a los ciegos (cf Mt 11, 4-5; Lc 7,22).
De este modo realiza “un año de gracia del Señor”, que anuncia no sólo
con las palabras, sino ante todo con sus obras. El jubileo, “año de
gracia del Señor”, es una característica de la actividad de Jesús y
no una definición cronológica. Las palabras y las obras de Jesús
constituyen de este modo el cumplimiento de los jubileos del Antiguo
Testamento. La
tradición de la celebración del jubileo comenzó en la Iglesia en 1300.
Así lo expresa Mons. José Siro González, obispo de Pinar del Río, en
su carta pastoral «Dos mil años del nacimiento de Cristo»: “Corre el
año 1299. Por la cristiandad circulan aires turbulentos que se agitan
entre el hambre de renovación y la terrible realidad de la decadencia
espiritual. Pero en medio de este tremendo vendaval late en el seno del
pueblo cristiano un sincero afán de purificación espiritual y una
conciencia mayor de que es la gravedad de los pecados la que provoca las
calamidades que se padecen. Según el
cómputo usado entonces en Roma, los años comenzaban a celebrarse
desde el día de Navidad. El año 1300 debía empezar el 25 de diciembre
de 1299. En torno a esta fecha comienza a difundirse entre romanos y
peregrinos la noticia de una general amnistía de los pecados, reservada a
los que hubieran visitado las basílicas papales. La
bola corre como la pólvora y la tarde del primero de enero (comienzo del
año civil) se congrega una enorme multitud en la Ciudad Eterna clamando
por la indulgencia. Las autoridades eclesiásticas no saben cómo encauzar
este gran fervor. El Papa Bonifacio VIII ordena que se investiguen los
antecedentes, pero nadie es capaz de encontrar con seguridad un solo
precedente válido. El gentío, mientras tanto, no cesa en su empeño y
por fin el corazón sacerdotal del Papa Gaetani se inclina para
concederlo. Sin duda recordaría
en ese momento las palabras de Jesús a Pedro, el primer Papa: “Lo que
ates quedará atado, y lo que desates quedará desatado”. El 22 de
febrero de 1300, fiesta de la Cátedra de San Pedro, desde el ambón de la
basílica vaticana se promulgó el Jubileo, tras leer el documento que
ahora se puede encontrar esculpido junto a la Puerta de San Pedro. La
parte dispositiva dice: “A todos aquellos que en el presente año de
1300, comenzado hace poco en la fiesta de Navidad, y en cualquier otro día
centésimo siguiente, visitasen las basílicas de San Pedro y San Pablo
con reverencia y verdaderamente arrepentidos y confesados, y a todos
aquellos que lo hagan en este presente año centésimo y en
cualquiera de los centésimos futuros, no sólo le concedemos el
amplio perdón, sino la más absoluta y plena remisión de sus pecados.
Establecemos que aquellos que quieran participar en la indulgencia por Nos
concedida, se acerquen treinta días seguidos o alternos a las basílicas
indicadas si son romanos y por quince días si son peregrinos o
extranjeros”. El pueblo cristiano, feliz por la concesión se lanzó en
tromba sobre la ciudad. Fue el Jubileo más grande y famoso con cerca de
dos millones de peregrinos, entre los que se encontraban artistas como
Dante y Giotto”. Con
los años se fue reduciendo el período de tiempo entre uno y otro
jubileo. Fue el Papa Pablo II quien estableció que se celebrasen cada
veinticinco años. Desde el Jubileo de 1300 se han celebrado veinticinco
jubileos ordinarios y setenta y cinco extraordinarios. El
jubileo del año 2000 quiere ser una gran plegaria de alabanza y de acción
de gracias sobre todo por el don de la Encarnación y de la Redención
realizado por el Hijo de Dios. En el jubileo los cristianos nos pondremos
con gran asombro de nuevo frente al amor del Padre que ha entregado a su
Hijo para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Elevaremos
nuestra acción de gracias por el don de la Iglesia fundada por Cristo y
por los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y
mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido
acoger sin reservas el don de la redención. El
gozo del jubileo es siempre de un modo especial el gozo por la remisión
de las culpas, la alegría de la conversión (cf TMA 32). La
puerta santa de este jubileo deberá ser simbólicamente más grande que
las precedentes porque la humanidad se echará a la espalda no sólo un
siglo, sino un milenio. La Iglesia debe dar este paso con la clara
conciencia de lo que ha vivido en estos últimos diez siglos.
No puede entrar en el nuevo milenio
sin animar a todos los cristianos a purificarse, en el
arrepentimiento de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer
los fracasos de ayer es un acto de valentía y de lealtad que nos ayuda a
reforzar nuestra fe” (cf TMA 33). La
remisión de las culpas nos remite a uno de los signos de la institución
del jubileo: la indulgencia. En la indulgencia “se manifiesta la
plenitud de la misericordia del Padre, que sale al encuentro de todos con
su amor, expresado en primer lugar con el perdón de las culpas.
Ordinariamente, Dios Padre concede su perdón mediante el sacramento de la
penitencia y de la reconciliación. El sacramento de la penitencia ofrece
al pecador la posibilidad de convertirse y de recuperar la gracia de la
justificación, obtenida por el sacrificio de Cristo. Así, es introducido
nuevamente en la vida de Dios y en la plena participación en la vida de
la Iglesia. Al
confesar sus pecados el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía,
como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin
embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente
convencida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios,
implica como consecuente un cambio real de vida, una progresiva eliminación
del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto
sacramental debía estar unido a un acto existencial, con una purificación
real de la culpa, que precisamente se llama penitencia. El perdón no
significa que este proceso existencial sea superfluo, sino, más bien, que
cobra un sentido, es aceptado y acogido. En
efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas
consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es
precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la
que se expresa el don total de la misericordia de Dios. Con la indulgencia
se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya
perdonados en cuanto a la culpa. El pecado... tiene una doble
consecuencia. En primer lugar, si es grave, conlleva la privación de la
comunión con Dios y, por consiguiente, la exclusión de la participación
en la vida eterna. Sin embargo, Dios, en su misericordia, concede al
pecador arrepentido el perdón del pecado grave y la remisión de la
consiguiente pena eterna. En segundo lugar, todo pecado, incluso venial,
entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea
aquí abajo, sea después de la muerte,
en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que
se llama la pena temporal del pecado, con cuya expiación se cancela lo
que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos... “En
Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo
misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad
sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los
fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la
santidad de unos beneficia a la de otros mucho más que el daño que su
pecado les haya podido causar. El amor sobreabundante (de Cristo) nos
salva a todos. Sin
embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la
condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica
y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a
los Colosenses: <<Completo en mi carne lo que falta a las
tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia>>
(Col 1,24)... “Todo
viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es
nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza sana. Esto es lo que se quiere
decir cuando se habla del tesoro de la Iglesia, que son las buenas obras
de los santos. Rezar para obtener la indulgencia significa entrar en esta
comunión espiritual y, por tanto, abrirse totalmente a los demás...” “Esta
doctrina sobre las indulgencias enseña pues, en primer lugar, lo malo y
amargo que es haber abandonado a Dios (cf Jr 2,19). Los fieles, al ganar
las indulgencias, advierten que no pueden expiar sólo con sus fuerzas el
mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad, y
por ello son movidos a una humildad saludable. Además, la verdad sobre la
comunión de los santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí,
nos enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás, vivos o
difuntos, para estar cada vez más unidos al padre celestial” (Bula
Incarnationis Mysterium, 9 y 10). Apoyándose en estas razones, y por el
maternal sentir de la Iglesia, el Papa ha dispuesto que todos los católicos,
convenientemente preparados, podamos beneficiarnos, durante todo el
jubileo, del don de la indulgencia. La
Navidad de 1999 deberá ser para cada católico una celebración entrañable
y definitoria, “preludio de una experiencia particularmente profunda de
gracia y misericordia divina que se prolongará hasta la clausura del año
jubilar” (Internationis Mysterium, 6). Experiencia
de gracia y misericordia es Navidad porque en ella contemplamos,
celebramos y agradecemos el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios
que se hizo pobre porque la justicia de Dios consiste en la protección de
los débiles. Esta contemplación debe conducir al compromiso de encarnar
esa justicia defensa del débil en la sociedad en la que vivimos para que
sea más fraterna. ¿Es esto algo ajeno a la conversión a la que invita
el año santo jubilar? Al atravesar el umbral de la puerta santa en la próxima Navidad el Papa mostrará el Evangelio. El Evangelio es fuente de vida porque evangelio es Cristo, puerta de salvación. A Él alude el salmo: “Aquí está la puerta del Señor, por ella entran los justos” (Sal 118/117,20). Atravesemos confiados esa puerta. Es el Señor quien ha comenzado la obra buena. Él mismo la llevará a término (cf Flp 1,6). Él llevará a término el camino de la transformación jubilar. |
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