noviembre-diciembre. año VI. No. 34. 1999


POESÍA 

 

 

ILEANA ÁLVAREZ


 

 

  Para Vitral, estas confesiones sopesadas en la transida penumbra del ocaso insular.

 

AUTO DE FE

 

I

Como un toro cansado en el redil del sueño,

en vano intento mutar la sangre amarga y pálida, mi voz.

Patética, clavel en la solapa invisible de un mendigo,

me reparto los mendrugos de los fuegos hurtados

a las noches más níveas.

Imaginado he hasta la herida la gran Lis,

Ofelia flotando en mis aguas temblorosas.

Sus velos, la Locura dulcemente envolviendo

como música sacra las aguas del olvido.

En cada nuevo Límite robo su nieve,

el suave gesto de niña imponiendo silencio

a todas mis visiones.

Un árbol blanco nace de mi mano

Llega a la suya de humo y se esparce.

Formas, ausencia, mis sostenidas máscaras

también  desmoronadas sobre el filo del Hambre.

Y es que una quisiera cerrar todas las puertas

y ofrecer sobrecogiendo la adolescente que fui,

en un grave temblor se esfuma la silueta

de la muerte vencida. Absurdamente,

como una cáscara, la espalda cruje

sobre el pavimento de la isla que soy.

 

II

He robado otras muertes.

Sobre el sutil arco de los otros

he colocado el mío tenso, rudo.

Un candelabro, un ojo, se me apagan bien dentro.

No me hagan preguntas. Sabor a musgo,

fuego húmedo iba cayendo a mi vacío,

se entregaban las aves, el frágil ciervo, albas.

Venían de rodillas duendes, laberintos, torres,

fantásticas siluetas, hacinantes  metáforas.

Beatriz, la Selva, yo ocupé su lugar

en las múltiples páginas que mis ojos torcían

en áridos perfumes.

 

Caudales encendidos como día sin mancha

cabalgaban  sutiles la hojarasca del gesto.

Bajo los contornos indefinidos de las palabras

llegaban hasta mi piel tal vienen

los niños a sus padres después de un sueño malo;

quedaban dormidos entre mi otro y yo

con los párpados grávidos de secretos rocíos.

Era el níveo el fervor.

Se agolpaban las figuraciones de otros hombres.

Espuma, perla sobre mi frente virgen.

No estaba confundida.

Si mi sombra era yo o yo mi sombra

nada de eso importaba. Llorábamos bien juntas,

asentíamos calladas, cómplices,

ceñidas por un humo de placer y dolor.

Hoy sé que tanta humedad no me justifica.

No alcanzo a velar el desvarío, la vibración

de un espacio que tampoco me pertenece.

Treinta años, mi Dios, y la gastada,

común piedra de Sísifo

apisona la espalda endeble de mis islas.

Un animal fino, la noche, derrubia mi piel

también me gasta. El día entre mis manos

se hace un cuervo y yo entrego el costado,

el sexo abierto, plácida sierpe al sol.

Invisibles pájaros vuelan en círculos,

cada vez más bajo.

De mi cuerpo beben, del cadáver que nadie

se ha sentado a esperar.

 

III

Pretendí del árbol las ramas por nacer

y heme aquí, la más simple criatura

amordazada por la angustia fría y sucia

de un contorno insaciable, abierto a la demencia.

Sobre rotos ladrillos alguien cercano inventa el otro,

de mi vergüenza ofrece una rosa distinta.

Con los ojos apretados bajo el tedio

fiel aguardo alguna premonición

en mi casa inconclusa un potro de luz

de la ceniza se levanta,

los belfos sacude.

Mi corazón contempla lo manso de sus ojos.

Pero es falso el estremecimiento,

frugalmente se apaga.

 

 


MAYLÉN DOMÍNGUEZ


 

CONFIESA UN CAMPANERO

 

            Notre Dame de París 148... Quasimodo:

 

Nunca sabría qué hacer con el sonido

que las campanas repiten en mi alma.

Pude agitarme también como los otros

y sin un beso esperándome en la puerta,

sólo el secreto de Dios,

sólo esos ruidos

que fui dejando pasar por mi piel dócil.

Con tanta ausencia ya me  he quedado sordo

pero hay un grave escuchar bien hacia adentro,

algún crujir donde la ansiedad y el polvo

rompen la humilde oración de ver el alba.

Yo también quise elegir

aunque al final prefiera el campanario,

su languidez de esas tardes en que el miedo

me hace vagar infantil por los zaguanes.

Con tanta ausencia olvidé cuál tiempo exhibe

mi oscuridad en los pórticos gastados,

he de invocar siempre aquí a la fe del mundo,

y son mis manos tan frágiles, Dios mío,

éste mi cáliz tan nítido que un gesto

vería en mí las verdades más eternas.

Nunca he sabido qué hacer con el sonido

que las campanas repiten en mi alma,

yo, criatura sin un rostro sagrado,

cuán ignorable bajo la extensa ropa.

 

 

 


ANA ELENA ORTIZ


 

PALABRAS

 

Náufragos de una tempestad,

la de la gran duda,

navegan palabras en el mar

hacia una muerte segura.

 

Desnudas de toda verdad

y cargadas de amargura,

quieren volver hacia atrás

más la herida es profunda.

 

Acabaron con la amistad

evaporose la ternura,

se disolvió la sinceridad,

en su hueco, injurias.

 

Como lanzas de cristal

o como gotas de lluvia,

penetra la hostilidad

entra la triste penumbra.

 

Compañera la soledad,

consejera  la gran luna,

mi consuelo poder llorar,

continuar con mi lucha.

 

Desprendidas de sensibilidad,

las palabras de ella abusan

llegando a hacer llorar

al inocente que las escucha.

 

Nace un dolor natural

cuando el viento las empuja,

y se vuelven a escuchar

y se clavan como agujas.

 

Causan dolor especial

cuando al corazón embrujan,

y más tarde, al despertar,

sobreviene la gran duda.

 

Las palabras vienen y van,

provocando la locura

llenando de sangre el mar,

haciendo llorar a la luna.

 

 


OFELIA PICHARDO


 

A TI QUE VAS LLEGANDO

 

Te quiero hermano, a ti que vas llegando

a beber de la Fuente de la Vida,

por el ansia que tienes escondida

de darle nombre a lo que vas buscando

y hallar una Verdad menos mentida

¡que te deje un espacio para amar!

 

Te quiero porque vienes tan vacío

de todo aquello con que te has llenado

que sin saber qué buscas, ya encontrado

va avanzando tu pie por el Camino

y te despeina el molde que has usado

¡mostrándote un espacio para amar!

 

A veces te rebaja y te sorprende

la palabra perdón... piedra por piedra,

rabia por rabia, ofensa por ofensa,

que no a la vida y que sí a la muerte,

pero te quiero porque sé que alientas

¡enormes ganas de aprender a amar!

 

Busquemos a Jesús siguiendo el canto

de las piedras que oyeron sus palabras,

las huellas que dejaron sus sandalias

nos llevan a la Cruz del Viernes Santo.

Allí comprenderemos que perdonar no es nada

¡para el que sabe amar!

 

Por eso hermano, a ti que vas llegando

yo quiero acompañarte a encontrar a Jesús

y sé que caminando con tu mano en mi mano

conquistaremos juntos la Ruta de Emaús.