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enero-febrero. año V. No. 29. 1999 |
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BIOÉTICA | |
EL VALOR DE LA VIDA HUMANA
por P. Salvador Riverón |
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El título dado a estas reflexiones, anunciadas como conferencia,
pero que no se ajustarán a las exigencias del tal calificativo, nos va a llevar por un
camino tal vez inesperado para algunos.
Se anuncia el tema de la vida humana y su valor, con lo cual estamos poniendo un punto de partida que si no es clasificado y en lo posible precisado puede conducirnos a reflexiones tal vez interesantes y hermosas pero que no toquen el fondo del asunto y por ello no incidan radicalmente en la vida concreta de cada uno. Por eso prefiero comenzar con una proposición chocante pero que va a ayudarnos a centrar la atención en lo que realmente merece. Y la proposición es esta: «Tomemos en serio las palabras y caigamos en la cuenta de que en realidad la vida humana no existe, como tampoco existe la vida como tal». Vida humana y vida son términos que expresan conceptos abstractos, que no designan un ser concreto, un ente, algo que realmente existe en sí. Le pasa a estas palabras lo que a tantas otras: en sentido estricto no existe la humanidad, ni la sociedad, sino los seres humanos que la componen, no existe la bondad sino los actos bondadosos del que los realiza, no existe la vida humana sino los seres humanos o personas que viven. Me parece oportuno comenzar por esta precisión porque con frecuencia luchamos por abstracciones o ideas y dejamos tirado en el camino al hombre concreto que sigue sufriendo. En una primera aproximación al concepto podemos decir que con el término vida aludimos a la cualidad de algunos actos realizados por algunos seres a los que precisamente por realizarlos los calificamos como seres vivos. Sólo la observación de los seres que todos consideramos vivos de modo indiscutible puede ayudarnos a clarificar el concepto de vida. Sería un mal camino intentar empezar por aquellos de los que algunos pueden dudar si son vivos o no, como ocurría, al menos hace unos años, con algunos tipos de virus. Desde la antigüedad lo viviente ha sido reconocido por el movimiento intrínseco y espontáneo. Posteriormente la observación más sistemática y luego la experimentación fueron identificando y profundizando en las operaciones propias de los seres en los que se reconocía tal tipo de movimiento: la organización interna, nutrición, conservación, crecimiento o evolución, reproducción, adaptación al medio, etc. El estudio de las mismas ha permitido grandes avances de las ciencias biológicas, pero lo que ahora nos proponemos comprender no es simplemente estas operaciones y su integración en un conjunto, esto además de ser valioso e interesante llevó a algunos científicos a elaborar definiciones reductoras de la vida a esos aspectos fenoménicos. En realidad todo el avance del conocimiento científico de las estructuras y funciones de los seres vivos, confirma la convicción de los antiguos de que el ser vivo se caracteriza esencialmente por un tipo de movimiento intrínseco, que proviene de dentro del organismo vivo y que se puede calificar como espontáneo aunque por supuesto no absolutamente, y que su actividad más esencial no consiste en actuar sobre otra cosa, aunque esto lo haga con mucha frecuencia, sino en actuar sobre sí mismo. Esta convicción aparece reflejada en nuestro lenguaje con los verbos reflexivos que usamos especialmente para describir la actividad de los vivientes: moverse, trasladarse, alimentarse, desarrollarse, adaptarse. Tenemos certeza de que sólo de un ser vivo se puede decir con propiedad que «se nutre», «se desarrolla», «se adapta», «se traslada», los entes no vivientes propiamente son trasladados, aún aquellos que llamamos automóviles, no se alimentan sino que son alimentados, al automóvil con el combustible y a la computadora con la información... Podemos pues aceptar como cierta la afirmación de que los seres vivos «se mueven» y que su actividad o movimiento está orientada fundamentalmente hacia su propio bien. Así ocurre tanto en la más simple célula viva como en el más complejo de los organismos vivientes. Pienso que estas simples consideraciones bastan para comenzar la reflexión valorativa que queremos hacer. Ellas no nos comprometen ni con el vitalismo un tanto exagerado del siglo XIX, ni con el mecanicismo cartesiano, que cierra los ojos a todo lo que no puede ser explicado totalmente por las leyes físico-químicas y no reconoce en lo biológico ninguna auténtica novedad. Basta la observación y comparación de los seres no vivos con los vivientes para captar que los últimos pertenecen a un grado o nivel superior de la escala o jerarquía de las realidades naturales que constituyen nuestro entorno. A este nivel y en este ámbito de la realidad no hay una dificultad grave que impida afirmar que vale más un insecto que una piedra, aunque enseguida puede aparecer la objeción: ¿y si se trata de una piedra preciosa? y para responder nos veríamos obligados a entrar en consideraciones filosóficas: ¿qué es lo que hace que una piedra sea preciosa y por tanto más valiosa, e incluso más valiosa que un ser vivo?, ¿qué hace un ser vivo valioso o más valioso que otro?. Pienso que puede resultar claro y convincente el hecho observable de que en los seres vivientes se da una complejidad organizada, una riqueza estructural, y un dinamismo funcional intrínseco que permite calificarlos como pertenecientes a un nivel superior de desarrollo, perfección y plenitud, en primer término en el orden material y corpóreo, pero además una consideración más atenta de los seres vivos y su actividad inmanente y transitiva nos lleva a descubrir que cada uno de ellos posee una unidad interna, de una cohesión no cuantificable pero superior a la meramente física, que hace posible la conservación, al menos durante un tiempo, de su identidad en continuo intercambio de materia y energía con el medio; pero contrarrestando las fuerzas desintregradoras de éste. Se ha dicho que la vida es una lucha continua contra la entropía o tendencia al desorden...esto revela una mayor consistencia óntica de los seres vivos, una mayor plenitud o intensidad de su ser. He dicho antes a propósito que la observación permite calificar al ser vivo como perteneciente a un nivel superior, para hacer notar que ya en esta afirmación de superioridad hay un elemento valorativo o calificativo, ahora bien, las valoraciones las hace el hombre, y ellas nos introducen en el tema complejo, difícil y sobre todo ambiguo del «valor», que por sí sólo merecería un tratamiento extenso y profundo que ahora no podemos abordar más que superficialmente. Cuando machaco con un martillo la piedra más preciosa, encontraré como única dificultad a mi acción su dureza y nada más, ella no hace nada por defenderse, por conservar su identidad, su unidad, su individualidad, su consistencia o su «valor». Cuando podamos las ramas de un árbol, en general no observamos una reacción inmmedita de defensa o protección de su integridad, pero luego se recupera lentamente; estamos sin dudas ante un grado superior de realidad de cohesión interna. Si intento atrapar y aplastar un insecto constato con asombro y admiración, a menos que la costumbre me haya anulado esta capacidad, como éste huye, se defiende como puede, lucha por conservar su integridad, su identidad, su unidad, su vida o su «valor»; estamos ante un grado superior de consistencia interior o de realidad. Y si intento hacer lo mismo con un león, la admiración quedará ahogada con la tensión o el terror; estamos ante un grado superior de realidad o consistencia óntica. Estas observaciones y consideraciones me pueden llevar a afirmar con certeza que: en sí mismo un ser vivo es más valioso que uno no vivo y lo vemos claro si comparamos una piedra del camino con un perro, aunque irónicamente alguno puede decir «sobre todo si es de raza» con lo cual volvemos a introducir la ambigüedad del concepto de valor: pagamos mucho más por un perro de raza que por un perro sato. Pero tal vez se paga mucho más por un diamante de muchos kilates que por un perro de la «mejor» raza. Valoramos en sí la piedra preciosa por sus propiedades y cualidades, su estructura atómico molecular cristalina que da origen a su belleza y también por su rareza, se entremezclan en la valoración lo cualitativo y lo económico-cuantitativo ambos por conjunción de propiedades objetivas de la piedra y apreciaciones subjetivas del hombre. Pienso que una consideración objetiva realista, nos lleva a afirmar la superioridad de lo vivo sobre lo no vivo, a apreciar la vida aún la más simple como un nivel de realidad superior, más valioso en sí mismo, más pleno, más perfecto, etc, pero casi nadie duda en aplastar una cucaracha, cosa que no harían nunca con un diamante. Podemos reconocer también dentro del mundo de los vivientes, distintos niveles, grados o tipos de vida o para no quedarnos en abstracciones, mejor decimos que encontramos seres vivos más plenos, más evolucionados más desarrollados o más perfectos, tanto que es posible establecer una escala de organización, complejidad y hasta de cefalización creciente, etc. y también hablar aquí de «más valor» o de valor superior, aunque si bien esto es evidente entre una ameba y un chimpancé, es más confusa la valoración mientras menos extremas son las diferencias... Los antiguos distinguían tres niveles, grados o tipos de vida: la vegetativa, la sensitiva, la intelectiva. No obstante el sujeto humano puede reconocer la vida como un valor y dentro de las múltiples formas en que esta se da, decidir lo que en cada situación considera más valioso en relación con él y así considerar más valioso un árbol sano que le da buenos frutos que un caballo viejo que ya no le sirve y en consecuencia conservar y cuidar el primero y deshacerce o eliminar al segundo... Nos topamos pues con la complejidad y ambigüedad del término valor: cuando se usa para referirse a la utilidad del árbol, el caballo, el carro o cualquier objeto, o al precio que se paga por ellos, no presenta mayores problemas, así se usó desde la antigüedad, pero también se aplicó a la vida humana de la que no he hablado todavía, y usar el término valor para hablar de las personas y de sus méritos sí puede generar alguna confusión. Es decir, que se entiende también por valor cualquier objeto de preferencia o elección. Los estoicos entendieron el bien en sentido subjetivo y llamaron valores a lo que era digno de elección: los bienes preferibles, tanto espirituales como la virtud, el progreso, o corporales como las riquezas o la salud. Hoy que entre nosotros el tema de los valores empieza a manejarse, no es posible omitir una breve referencia aclaratoria que no anula la necesidad de un tratamiento específico aparte. Los valores entraron en juego en el campo de la moral o de la ética. En última instancia todo valor se fundamenta en el ser. Se diferencian del bien en cuanto a que este se identifica con el ser y el valor con el «deber ser». Los valores no son cosas, ni super-cosas, no tienen ser propio, indican lo que debe ser. Los valores han sido considerados como objetos intencionales de una intuición emotivo-sentimental así como la realidad es el objeto intencional del conocimiento. Esta intuición es también un acto de elección preferencial que sigue una jerarquía objetiva de los valores. La vida vale más que la salud y ésta más que los bienes materiales. El valor es lo preferible, lo deseable, es el fundamento de la norma, el criterio de juicio. Pero algo no adquiere valor porque es preferido sino que es preferido o preferible porque tiene valor. Si todo ser vivo en sí mismo considerado es valioso, a veces puede no serlo en relación con los demás a los que resulta perjudicial: los microorganismos patógenos no son valiosos con relación a la salud del hombre pero pueden serlo considerados en relación a un nicho biológico en el cual entran como elemento equilibrante de un determinado ciclo ecológico. Pues bien, si todo ser vivo en sí mismo y desde algún punto de vista relacional puede ser considerado valioso, cuánto más lo será la vida humana tal como existe, es decir, el ser humano concreto. Aquí se abre ante nosotros un nuevo y magnífico horizonte para la observación y la reflexión que va a incidir radicalmente sobre nuestra acción, es decir, sobre nuestro comportamiento ético. En una primera aproximación descubrimos que el ser humano concreto es el punto más alto que conocemos de la escala evolutiva de los seres vivos. Está situado en el nivel más alto de complejidad, sobre todo si nos fijamos en su sistema nervioso y en las actividades que mediante éste llega a realizar. Pero una valoración del ser humano basada principalmente en consideraciones de orden físico-biológico, ya sea por el estudio comparativo del código genético humano con el de otras especies, o de las estructuras anatómicas y características fisiológicas de sus sistemas incluido el SNC, aunque supere un enfoque meramente cuantitativo, si bien podría mostrar la superioridad del Homo sapiens respecto a las demás especies, no tocaría fondo en lo que constituye raigalmente al viviente humano en su condición de tal, ni lo diferencia del antropomorfo más evolucionado, llámesele como se quiera. Como hicimos al hablar de la vida sin más, para precisar mejor el concepto es necesario comenzar por la observación de aquellos a quienes nadie discute la categoría de seres humanos, pues sería un mal camino empezar hablando del cigoto, o del feto, del anencefálico, del paciente en coma irreversible o del Homo erectus.
Estas 4 características son exclusivas del ser humano. Algunos vivientes no humanos pueden presentar algunos rasgos ligeramente parecidos, pero la diferencia es tan grande y constatable en sus efectos: la historia y la cultura, que la mayoría no vacila en hablar de diferencia no sólo de grado sino esencial. El materialismo ha intentado explicarla como un salto dialéctico evolutivo, pero la insuficiencia de la materia para dar cuenta satisfactoria de la libertad humana, de la autoconciencia y del amor, sigue manteniendo vigente la convicción de que el ser humano es algo más que materia altamente evolucionada, y que lo que el lenguaje humano designa como espíritu no son sólo ideas, o pensamientos, sino una entidad mucho más consistente incluso que la conciencia que como tal se pierde y se recupera, se trata del sujeto humano en quien las ideas, pensamientos, sentimientos y hasta la misma conciencia tienen su origen profundo y su sostén. Estas características permiten reconocer un ser vivo como humano y en consecuencia calificar su vida como humana, y al mismo tiempo nos llevan a valorarla como superior, el ser humano pertenece a un grado o nivel superior de la realidad, el más alto que conocemos entre los cuerpos vivos. Sin embargo estas consideraciones son todavía insuficientes para aquilatar el «valor» de la vida humana, porque se trata de cualidades o características, o si se prefiere propiedades que se presentan con diferentes grados de intensidad y desarrollo en los distintos individuos humanos y aún en un mismo individuo en las distintas etapas de su vida, además, con frecuencia pueden faltar de modo transitorio o permanente. Cuando la valoración de la vida se hace solamente a partir de las cualidades o propiedades que ponen de relieve la condición humana de modo más evidente, como son: la conciencia, la libertad, la inteligencia, las relaciones interpersonales y el comportamiento moral y no se destaca suficientemente al sujeto humano portador de esas cualidades; como estas se pueden dar en distintos grados de intensidad y en algunos casos pueden faltar o desaparecer se llegan a establecer diferencias esenciales entre los seres humanos, negándoles a algunos derechos humanos inalienables y dándoles tratos inhumanos, así se han justificado en la antigüedad y se siguen ejerciendo en nuestros días comportamientos discriminatorios e inhumanos para con aquellos seres humanos que carecen de libertad, de razón, o de conciencia (esclavos, prisioneros de guerra, embriones, fetos, dementes, ancianos que han perdido notablemente sus facultades, síndrome de down, o delincuente corruptor de menores, etc.) porque no se les reconoce como seres humanos, esta perversa concepción ha sido usada para entrenar a los que son enviados a pelear en la guerra o a ejercer tortura, la técnica no es otra que convencerlos de que el enemigo no es un ser humano sino un monstruo a partir de la presentación de comportamientos o criterios del mismo, reales o supuestos. Todo esto hace necesaria una tercera aproximación al ser humano concreto portador de la vida humana: su vida es humana porque el sujeto portador de ella lo es y no al revés. Es humana aunque le falten las características que nos permiten reconocerlo con mayor evidencia. Si no llegamos a ese nivel de profundidad en nuestra reflexión no lograremos reconocer el verdadero y auténtico valor de la vida humana. Si al referirnos a los seres vivos en general decíamos que tienen una unidad y cohesión interna que les constituye como tal y que se nos revela en la capacidad de autoconservación y de recuperación y que eso nos obliga a pensar que en ellos se da una mayor consistencia ontológica, una mayor intensidad o plenitud de su ser, lo cual es el fundamento último de su valor, en el ser humano esta consistencia óntica es incomparablemente superior, más intensa, más perfecta, más plena. El ser humano concreto, alcanzando cierto grado de maduración, se sabe alguien único, original, irrepetible, no es un simple individuo de una serie, diferenciable numéricamente de sus iguales. Este ser humano concreto que lleva un nombre propio, vive, es alto o bajo, es médico o artista, está en la Habana o en Pinar, es libre, es inteligente, se conoce, tiene múltiples relaciones sociales; pero ni su vida, ni su tamaño, ni su profesión, ni su presencia en tal lugar, ni siquiera su libertad, ni su inteligencia, ni su autoconocimiento, ni sus relaciones, son algo sin él, ni fuera de él, todo eso sólo existe en él y por él y él no es ninguna otra cosa. El no es una idea o concepto, ni una abstracción pero tampoco es su inteligencia, ni su libertad ni su conciencia, ni su vida, él es el fundamento, el soporte, el centro unificador más real y consistente que todo lo demás que existe en él y por él. Su vida es humana porque él es humano, su vida es valiosa por lo que vale él. La experiencia del amor humano permite acceder por otra vía a la misma realidad fundamental de la que estamos hablando; comenzamos amando cualidades, las cualidades hacen amable a una persona. Así comienza el amor de los futuros esposos o el de la madre por su bebito, cuando el amor madura y crece pasa de las cualidades a la persona, el hijo puede llegar a perder, en parte siempre sucede así, algunas o muchas o todas las cualidades que lo hicieron amable cuando era un niño o un joven, pero el amor de su madre sigue inalterable porque ama no a las cualidades sino a él. Esta realidad fundamental e imprescindible es lo que una sana filosofía realista llama substancia o si se quiere sustantividad, que se da en distintos grados y que tiene su más alta realización en el ser humano. Indica lo que existe en sí mismo y por tanto con cierto grado de independencia en el ser, que en el caso del ser humano es el más alto que conocemos entre los cuerpos vivos. En esa entidad fundamental se asientan todas las demás cualidades esenciales, inteligencia, conciencia, libertad, relaciones, la corporeidad, etc. Además, el ser humano y su vida nos imponen por sí mismos una actitud de respeto profundo porque sólo tenemos el poder de trasmitir la vida humana, pero no el de recuperarla una vez perdida, atentar contra la vida de un ser humano es cometer una acción irreparable porque no es ni recuperable, ni restituible ni sustituible, cada ser humano es único e irrepetible, todos hemos recibido la vida como un don, nadie es dueño absoluto ni de la suya propia, ¡cuánto menos puede alguien constituirse en árbitro sobre el derecho a la vida de otro ser humano!, hoy la reflexión sobre el respeto debido a la vida humana ha avanzado de modo que ya no se encuentra justificación válida para la pena de muerte. Pero no podemos extendernos en este punto que también merece un tratamiento aparte. Pienso que hasta aquí esta reflexión puede ser aceptada sin reservas por cualquier persona que no comparta la fe cristiana y con ella quedaría a salvo el «valor» fundamental de la vida humana y el respeto y cuidado que merece. Pero la reflexión puede continuar recogiendo aportes provenientes de la fe cristiana pero que también pueden ser aceptados como valiosos por los seres humanos no cristianos y aún no creyentes. La revelación cristiana enseñó y enseña algo inaudito hasta el comienzo de la era cristiana: que todos los hombres varón o hembra, niño o anciano, esclavo o libre, sano o enfermo, etc. están llamados a ser hijos de Dios por medio de Cristo y por tanto no es admirable que haya algunos hombres que no posean dignidad y derechos. El cristianismo sostuvo desde el principio que no existen jerarquías de dignidad en el ámbito de lo humano, el niño, el adulto, la mujer, el varón, el deficiente, el no nacido; todos tienen la misma dignidad y por eso los llama personas destacando que son dignos por sí y son fines en sí y no medios o instrumentos utilizables para otros fines. Todos son amados por Dios y convocados por Él a participar de su misma naturaleza divina. Así pues, el tema del valor de la vida humana iluminado por la revelación cristiana se nos transforma en el tema de la dignidad de la persona humana. El hombre, el ser humano, fue creado a imagen y semejanza de Dios, y llamado en Cristo a participar de la filiación divina, luego tiene un valor incalculable, inestimable y por eso es preferible decir que propiamente no tiene valor sino dignidad, porque lo que vale siempre es intercambiable con algo de valor equivalente, pero el ser humano no es sustituible ni intercambiable, no se puede comprar ni vender porque no tiene precio sino dignidad. Cuando se dice que la persona es un valor fundamental se puede dar a pensar que existen muchos valores y que la persona es uno de ellos, por eso es importante distinguir entre los valores que son siempre abstractos y la dignidad de la persona concreta de carne y hueso. A veces el término dignidad se usa para referirse a las cosas, pero no tiene el mismo sentido que cuando se aplica a la persona. Dignidad viene del latin dignitas-atis como abstracción de dignus o decnus, que a su vez procede del sánscrito dec, decus, decor y significa decoro, excelencia, realce. En latín se llamaban dignitates, dignidades a los axiomas o principios del ser y del conocer en su calidad de evidentes, indiscutibles, incontrovertibles, punto de partida de todo. Para la mayoría de los teólogos y filósofos medievales incluido Santo Tomás de Aquino la dignidad humana se fundamenta en la racionalidad, con la que el hombre descuella por encima de todas las demás creaturas. La naturaleza humana es la más digna de todas las naturalezas por ser racional y subsistente. Esta superioridad óntica hace posible al hombre saber que sabe, poseerse y poder entregarse libremente a los demás, tener una vida interior y entrar en comunión con los otros, mediante el lenguaje, y adherirse a valores en su acción, expresando en su obrar su ser moral que se orienta hacia el bien por sí mismo no llevado por otros. Sin embargo en el medioevo como en la modernidad se identificó la dignidad personal óntica con el comportamiento moral o étnico de modo que el hombre de conducta perversa era considerado indigno y podía ser tratado como una bestia. Posteriormente pensando con más profundidad se ha captado que la dignidad de las cosas proviene de su individualidad que las hace en cierto modo incomunicables e irrepetibles, pensemos en la belleza de esta rosa única que puedo tener en mi mano o en la de una obra maestra del arte. Pero la dignidad de la persona humana se hace patente entre otras razones por la conciencia de una incomunicabilidad más profunda y radical que la de su individualidad. La persona se sabe única hasta ser absolutamente inconfundible, por envilecida que esté por un comportamiento inmoral, perverso o aberrante, aunque sea utilizada como una bestia y tratada como un número, la persona puede conservar la conciencia de que su existencia es insustituible y que está sólo con su conciencia ante el universo, ante los demás y ante Dios. Esta soledad no es absoluta porque la misma conciencia que le revela su soledad, le permite abrirse a los demás en la comunicación interpersonal que también patentiza su dignidad. La persona pues puede degradarse en su dignidad moral, pero jamás puede ser tratada como una bestia, pues conserva siempre su dignidad óntica, patentizada incluso en el acto mismo que le rebaja moralmente, pues como decía Ortega y Gasset: el tigre no puede destigrarse, pero el hombre sí puede deshumanizarse; por tanto el comportamiento deshumanizado sólo se da en quien continúa siendo a pesar de todo un ser humano. El inmoral no deja de tener racionalidad, libertad, no deja de ser persona; por usar mal la autonomía no deja de ser autónomo. Esta dignidad radical óntica es previa a la dignidad moral y la hace posible. Por tanto la dignidad de la persona la acompaña siempre por ser superior a todas las demás creaturas en su propio ser que hace posible su racionalidad, relacionalidad, libertad, eticidad, acción social, su iniciativa y creatividad, todo eso que sólo la persona puede poseer entre todos los seres naturales. Esta distinción entre dignidad óntica y dignidad moral es muy importante porque ni el ser humano no nacido, ni los niños de temprana edad son dignos por su comportamiento moral que no existe, como tampoco se da en el demente o el paciente en coma profundo, su dignidad no viene dada por su acción moral, pero esto no disminuye su dignidad intrínseca de persona. La dignidad inalienable de la persona humana sólo puede fundamentarse o bien desde una perspectiva exclusivamente humana observando su realidad natural o desde una perspectiva teológica. En el primer caso se puede partir de lo que sostenía Santo Tomás: que la persona es lo más perfecto que existe en toda la naturaleza, y en el segundo de la enseñanza de San Agustín «Dios, sabio creador y justo ordenador de todas las naturalezas concedió al hombre la máxima dignidad entre los seres de la tierra». La irrupción del cristianismo en la historia produjo una revolución sin precedentes al defender la igualdad por naturaleza de todos los hombres y su dignidad constitutiva, basándose en el acontecimiento más trascendental de la historia, la encarnación de Dios, Dios que se hace hombre y eleva al hombre a una dignidad insospechada. La fraternidad universal y la dignidad de la persona son las dos grandes afirmaciones del cristianismo sobre el hombre. Es verdad que considerando al hombre desde sí mismo es casi imposible encontrar un fundamento a la dignidad absoluta del ser humano porque este es percibido como no absoluto. Sólo en Dios, el único absoluto, puede fundamentarse de modo plenamente satisfactorio la dignidad absoluta de la persona humana, ser relativo-absoluto, que recibe su dignidad de la gratitud de Dios que le eleva y le dignifica de modo tal que negar al hombre es negar a Dios. Pero no obstante, la dignidad de la persona humana es incuestionable, tanto si se la fundamenta en la consideración de la propia naturaleza humana, como si se fundamenta en el absoluto incondicionado de Dios. Sobre esto no es posible admitir el disenso, ya que ella no se alcanza por consenso sino que está presupuestada en todo consenso sobre cualquier norma ética, ya que estas sólo pueden establecerlas las personas en cuanto se reconocen recíprocamente legitimadas para ello por su dignidad previa. El valor intrínseco de la persona humana es siempre el presupuesto de cualquier intento de consenso ético entre los hombres. Por eso ningún Estado o sociedad o institución, ni ningún legislador o juez puede establecer nada que vaya contra la dignidad de la persona. Ella es superior. Ninguna agrupación humana en cuanto colectividad es un fin en sí misma, ni es digna por sí misma, en cambio la persona sí lo es. Todas las instituciones deben estar a su servicio y no al revés. Ella es y debe ser el principio, el sujeto, y el fin de todas las instituciones sociales. Cf G.S.25. El término persona es usado con toda naturalidad para designar a los seres humanos y aún sin saber su historia, ni por qué pasó al uso común, todos suelen intuir en él una alusión a la dignidad intrínseca. Cuando alguien se siente mal tratado, manipulado o instrumentalizado, reacciona diciendo ¡soy una persona!, cuando el chofer de un transporte público frena violentamente se oye el reclamo: ¡oiga, los que vamos aquí somos personas!. En la Grecia y la Roma paganas sólo eran considerados personas los ciudadanos libres, sujetos de plenos derechos y deberes, y no se consideraba tales ni a los niños ni a las mujeres ni a los esclavos. El término persona lo usaban en el estoicismo popular para designar los papeles que el hombre debía representar durante su vida y evocaba la máscara que usaban los actores griegos delante del rostro para representar a los personajes en el teatro. Al estar asociado a las personalidades significativas representadas en el teatro encerraba desde sus orígenes un sentido de dignidad. Tertuliano, abogado defensor del cristianismo del s. III fue quien amplió el concepto de persona ya presente en el derecho romano extendiéndolo a todo ser humano, incluso al feto, aclarando que ya es persona quien está en camino de serlo. La reflexión sobre el concepto de persona fue obra de los teólogos cristianos de los primeros siglos intentando aclarar el Misterio de la Trinidad y la unión de la divinidad y la humanidad en Cristo. Esto obligó a profundizar y precisar la noción de persona en Dios y luego en el hombre. Por eso el término persona nos refiere directamente a la dignidad del hombre, a su relación con los otros y a su trascendencia. Este concepto es uno de los más importantes aportes de la teología cristiana a la historia del pensamiento humano. Es empresa harto difícil abarcar en unas pocas palabras, a modo de definición, lo que es la persona, una realidad tan profunda, rica y abierta. Lo intentó Boecio y destacó la substancialidad, racionalidad e individualidad, luego Ricardo de San Víctor pensando en las Personas divinas las identificó como «existencia incomunicable de la naturaleza intelectual» subrayando la incomunicabilidad de la existencia propia. Santo Tomás de Aquino recogiendo la reflexión anterior pondrá de relieve que por persona se entiende lo más perfecto que puede darse en la naturaleza e indica que por persona se entiende lo que subsiste, es decir lo que tiene un acto propio de ser en una naturaleza racional o intelectual. La modernidad, siguiendo a Descartes, identifica persona y pensamiento o persona y conciencia; pero los que no aceptan la legitimidad del paso del hecho del pensamiento al de una realidad, substancia o cosa pensante, reducirán la persona con Hume a un flujo de fenómenos psíquicos hasta que un siglo después Stuat Mill señale la incongruencia de pensar que un flujo o serie de fenómenos pueda conocerse a sí misma en tanto que flujo o serie pasada y por venir... luego Kant, que niega a la razón especulativa la capacidad de conocer la realidad e inmortalidad del espíritu humano y la dignidad del yo humano, las afirmará sin embargo como exigencias de la moralidad. La persona es el sujeto de la moralidad enfrentada con su libertad al deber. En Hegel la persona queda disuelta en el Absoluto que lo es todo y en Marx se reduce a un conjunto de relaciones sociales. En defensa de la persona se alzó la voz de Kierkegaard, que destaca que la persona no es una idea sino un existente en diálogo, Dios es el Trascendente el Tú y sólo en referencia a Él puede hablarse del ser personal del hombre. Desde entonces la dimensión diagonal y relacional será considerada en primer plano. Mounier dirá que es un ser espiritual constituido como tal por una forma de subsistencia y de independencia en su ser. Estas últimas consideraciones han tenido el mérito de destacar el nivel en el que el hombre se manifiesta específicamente como persona. La persona humana no es algo, no es una cosa entre las otras sino alguien; alguien que se conoce y autoposee, que existe en sí y que se sabe subsistiendo, pero no se autoconoce como sujeto sino frente a los objetos, y no se descubre como sujeto personal sino frente a y en relación con otros sujetos. Antes que el niño sepa qué es él y quien es él, incluso antes de saber que es; es llamado a la comunicación por unos rostros que le miran y le interpelan, normalmente los mismos que los trajeron a la vida y es mediante esa comunicación como la persona se va desarrollando como ser humano. El Tú divino o el tú humano es quien despierta al ser personal que antes pudiera aparecer dormido. El hombre tiene en sus entrañas una orientación radical hacia las demás personas, hacia Dios y hacia las cosas y sólo llega a ser persona en plenitud en la relación con los demás. Es verdad que la persona se muestra como tal en el diálogo con el tú, pero eso no es lo único que la define. Hablamos sobre las cosas, pero a las personas les hablamos, de las cosas disponemos, las utilizamos; a las personas las tratamos, pero sabemos que no debemos disponer de ellas, ni utilizarlas, es decir considerarlas un medio para conseguir otra cosa. La persona no es un medio sino un fin. Es importante reaccionar ante la cosificación que sufre la persona humana en nuestros días. La persona es intrínsecamente relación, apertura y trascendencia ante las otras personas que encuentra y hacia la trascendencia en todas las direcciones, también hacia lo divino, hacia el misterio último del ser. La persona es siempre inevitablemente incomunicabilidad y trascendencia. Por lo primero se posee, se pertenece, en su unidad interior. Por lo segundo es también substancialmente comunicabilidad y relación. Su ser le posibilita la relación, el encuentro y la entrega. Por tanto sustancialidad y relacionalidad se armonizan en la unidad propia de la persona concreta existente y real. Sólo la persona puede despertar un amor pleno, el amor de donación recíproca. La persona es un ser capaz de amar y ser amado con amor de donación, es decir como sujeto y objeto de un amor no posesivo que no ata sino libera, que no limita sino plenifica. Por último cerremos por el momento la reflexión sobre el valor de la vida humana, o mejor, la dignidad de la persona humana, anotando que toda la investigación sobre la persona tropieza con un escollo insalvable: la persona no es algo sino alguien, por eso no puede ser tratada como un problema a resolver, porque un problema es algo que reclama solución y una vez alcanzada se acaba el problema, la persona es alguien y como tal nos implica personalmente en la relación, de las personas sabemos muchas cosas, pero nunca nuestro conocimiento llega a ser exhaustivo, su libertad y su autoposesión mantienen siempre en vilo su comprensibilidad total. No es lo mismo saber que alguien es, que saber cómo es y mucho menos saber quién es. La persona es un misterio y el misterio siempre reclama respeto. Cada quien es un misterio hasta para sí mismo. |
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