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enero-febrero. año V. No. 29. 1999 |
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NARRATIVA |
IDENTIDAD NACIONAL
por Jorge Félix Rodríguez |
A Yoshvani Medina, porque París bien vale el ridículo |
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Entre el leve murmullo de la gente, el ir y venir de los camareros y el humo de los cigarros, todo es más familiar, más cálido. Afuera está la ciudad, ajena, inaccesible. Siempre pensé que Europa sería sólo abrir los ojos para que entren siglos de civilización, toneladas de historia que conoces sólo por los libros; pero no. Se te hace difícil desde que montas en el Boeing y no sabes qué hacer con el cinturón; y la vergüenza cuando el viejo pálido de al lado sonríe, hasta que la azafata se percata de tu cara de desamparo y llega en tu auxilio. Entonces te parece oírle decir: «Vamos, niñito, ponte el cinturón; así, que este juguetico va a volar.» Eso parece decir con sus escasos años y miles de horas de vuelo por los cielos del mundo. Difícil es llegar a un aeropuerto semejante a una estación interestelar, demorar con cualquier pretexto para no ser uno de los primeros en bajar, y no sabes si ir hasta la cabina y solicitarle ayuda al Capitán, que debe ser un tipo serio, o correr hasta la cola, al departamento de equipajes, y pedir que te amarren una tarjeta con tu nombre y ser un bulto más que echarán a una estela hasta que alguien, diligente y conocido, te tome del brazo... Nada de eso, mejor será seguir esta gente de mundo; ellos sabrán qué hacer y tú los imitarás sin que se den cuenta, tratando de no meter la pata... Eso sí es difícil. Y más aún es tener la certeza de que alguien estará esperándote en aquel salón inmenso. Y llegas y miras a todas partes, buscando a ese alguien con tu nombre en un cartel en medio de la multitud, y sólo encuentras el rostro impasible de la gente, el hastío soñoliento de los otros mientras el salón se alarga en perspectiva, concentrándose al final, en un punto nítidamente oscuro, sin salida. Difícil es esperar dos horas con una libretica llena de teléfonos fraceses y no poder llamar porque no tienes un condenado franco; ni tan sólo cien dólares que serías capaz de cambiar por un miserable franco que pueda hacer funcionar un condenado teléfono. Tendrás que mirar para el techo lejano y luminoso y pedir ayuda a Dios, ese señor en el que siempre se cagó tu obstinado materialismo. Después verás aparecer a aquel hombre por una de las puertas de cristal que se abre a su paso, y levanta una pancarta con algo parecido a tu nombre. Tu latinísimo nombre plagado de faltas de ortografía por las manos de un torpe chofer que no habla una palabra en español. Y el «I am» que sale de tu estómago como una violenta expiración, porque no sabes o no te acuerdas cómo se dice en francés, coño. El chofer tratará de explicarte mediante un complicado código gestual, que el tráfico está del carajo, en París no es fácil; y tú asentirás como si comprendieras y le sonríes y te cagas en su madre en perfecto español, porque en definitiva, tenías deseos y él nunca entendería. ¿Entendería?
Pensaba en todos los tropiezos del día anterior, en los inconvenientes de un primer viaje solo, cuando un camarero se acerca y, después de saludarme cordialmente y en español, me pregunta si deseo tomar algo antes de almorzar. Intenté decirle que esperaba a un señor, que no sabía si estaba bien tomar algo sin que él... Una cerveza, le dije. ¿Qué marca? Cualquiera. El camarero encogió las cejas, interrogativo. La que usted proponga, volví a decir, ruborizado. Estaba otra vez perturbado; otra vez llegó el miedo al papelazo delante del colombiano ilustre que aún no llegaba. Lo había conocido ayer, me atendería por la universidad. El tipo era simpático, me extendió la mano sonriendo y me dio las buenas tardes con acento sudamericano. Oírlo fue un baño de agua tibia. Hablamos del viaje, «y las cosas por allá, siguen feas?, de trabajo no, mañana». El chofer tenía las indicaciones para el hospedaje y la comida; que descansara hoy, me dijo, mañana almorzaremos en un lugar donde hacen una exquisita comida colombiana; porque yo soy de allá, ¿sabes? París siempre ha estado lleno de colombianos ilustres. Y hasta me reí con ganas. Y mañana ya es hoy, y estoy aquí, en este restaurante, sentado en una mesa después de que el tipo de la entrada, con más cara de Lord inglés que de traficante colombiano, constatará mi nombre en la lista de las reservaciones. Por una esquina del salón aparece el camarero con una cerveza sudorosa. En Cuba, las pocas veces que podía conseguir una, la tomaba a pico de botella, el vaso le cambia el sabor. Eso aquí se ve mal, seguro; pero ¿en cuál de estas copas la echo? El camarero, con el pico de la botella inclina la copa estrecha y alta y vierte un poco. Respiré aliviado y él sonrió satisfecho. En cada fracción de tiempo pendía sobre mí la posibilidad inminente del ridículo. Fue entonces cuando sentí la presencia de aquella mujer y su hijo en la mesa del frente. Ella tenía el pelo negro y brillante, cortado a la altura del cuello de donde pendían tres cadenas de oro martillado. Sus gestos son marcadamente finos. Se lleva la comida a la boca con lentitud estudiada; mastica con sensualidad y, de vez en cuando, se limpia los labios con una servilleta que vuelve a colocar sobre sus piernas. El niño tendría apenas cinco años y la mirada expectante, tratando de calcar cada gesto, imitándola torpemente. Ella lo reprendía amorosa: rectificaba los dedos en el tenedor, en el cuchillo que intenta cortar el filete y se resiste y se corre hasta el borde del plato que levanta de un lado y el niño la mira suplicante y ella intenta socorrerlo pero él deja de presionar y es el ruido del plato entre el silencio de los que almuerzan. La madre mira a todos lados, pero sólo yo los miro y se sonroja. Esquivé su mirada y, de reojo, vi como le decía algo áspero, calladamente. El niño hizo una mueca y bajó la cabeza. Sentí pena por él y miré a la calle por los amplios cristales. Afuera la gente camina de prisa, los autos pasan, y más allá, una docena de botes hormiguean en el río. Entre los destellos brillantes, no sé por qué, recordé la imagen de mi abuela con su giba de mujer vieja y la saya gris un poco más arriba de los tobillos. Estaba en un rincón de la cocina, al lado de la hornilla de carbón como un montoncito tierno, amasando puñados de arroz que llevaba a la boca. Parecía que lo disfrutaba, como si sus dedos le imprimieran a la comida un sabor diferente, imperceptible para los otros que comíamos en una mesa de mantel remendado. Un día quise comer como ella, pero mi madre me sacó de la cocina y me llevó a la mesa y me dijo algo áspero, calladamente. Bajé la cabeza y tuve ganas de llorar como este niño que ahora tiene los ojos inundados. Recuerdo los mediodías en que sólo estábamos mi abuela y yo. Nos sentábamos frente a la cocina, bajo la sombra del almendro. Ella, y yo tratando de imitar su caprichosa manía de comer con las manos. Luego, al oscurecer, me daba una mirada cómplice desde su rinconcito tibio mientras se echaba otro puñado de arroz a la boca. La puerta del restaurante se abre y yo regreso desde el comedor de mi infancia para levantarme y saludar a este colombiano que se disculpa por la demora, y yo, no hay problemas, no ha sido tanto, como si me importara. Él llama al camarero y me pregunta qué voy a comer. Le digo que si fuera un restaurante cubano pediría congrís, puerco asado y yuca; pero no, es colombiano, así que pida usted; y él dice lo de siempre, para dos. El colombiano comenzó a hablar sobre no sé qué posibilidades de colaboración y yo quería seguir pensando que tal vez este niño tuviera una abuela chola que lo enseñara a comer con las manos, cuando su madre no pueda regañarlo como una institutriz. La mujer y su hijo se levantaron cuando el camarero llegaba con una bandeja llena de platos y comenzó a ponerlos sobre la mesa. El niño salió del brazo de la madre y me lanzó una mirada llena de resentimiento y vergüenza. Los vi cruzar la acera mientras sentía la voz lejana del colombiano ilustre; el tintineo de los cubiertos, sus pausas prolongadas para masticar. Pero yo estaba allá donde una mujer arranca un auto lujoso y un niño me mira por última vez. Volví a la mesa del colombiano que ahora permanecía en silencio, mirándome impávido y con un asomo de sonrisa bajo el espeso bigote. En mi mano derecha, muy cerca del rostro, un pedazo de carne estofada goteaba en salsa espesa que manchaba de un ocre oscuro el mantel de hilo blanco. |
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