enero-febrero. año V. No. 29. 1999


GALERÍA

 

 

 

 

 

 

 

REVELACIONES

 

por Joaquín Badajoz

                  

Siempre me he preguntado qué diferencias pueden existir, en cuanto a resultado artístico y filiación estética, entre algunas piezas del arte prehistórico, me refiero exactamente a la Cabeza de Anta, del bosquimano antiguo, o a parte del Gran Friso del Ganado, ubicado en el barranco de Oued Mertoutek, montañas del Hoggar (Sahara central), perteneciente al neolítico posterior, y cierta zona de la vanguardia europea; a riesgo de qué prestablecido desencuentro convergen la sensibilidad del pintor del Goana (lagarto) con huevos, grabado sobre corteza, Tribu ungarinyin, encontrado en el estuario de Walcott, noreste de Australia, y la manipulación figurativa y el puntillismo de las pinturas de Manuel Mendive; en definitiva, qué vínculo metacrónico ilumina el tiempo perdido entre la conocida imagen de Kaluro, el llamado hombre iluminado, y Wond´ina, ambos encontrados en Walcoltt, y el imaginario desarrollado en parte de la obra neoexpresionista de Manuel Toste.

No pretendo reeditar la angustiosa polémica llevada a cabo por el MOMA, con la exposición «Primitivism in 20 th century» que malogró un extraordinario proyecto inicial afanándose en buscar posibles claves de conexión entre parte del arte de la vanguardia (Picasso, Klee, Ernst) y obras de arte antiguo; porque en este caso creo que puedo sostener que ni Toste, ni Mendive, hacen su arte en la conciencia de la simulación o la copia; sino más bien pervive en ellos un delirio de originalidad tardomoderno. De cualquier modo si, por la gracia de una hipotética curadoría transhistórica, pudiesen confluir ambas propuestas en un espacio común creo que sorprendería no sólo el uso de la figuración, sino la (re)creación de un imaginario fabular que establece ocultas liasones.

En el caso de Toste, el universo de los wond´inas (héroes mitológicos), antepasados de los aborígenes australianos, vinculados con el cielo, la serpiente arco iris, la lluvia, los niños-espíritus y la reproducción natural, descubre vínculos que superan el aspecto formal, podríamos decir morfológico, abundando sobre los motivos-misterios esenciales que en su obra constituyen, más que un presupuesto inicial, una obsesión; y nos permite aventurarnos en la tesis de una sensibilidad transhistórica relativa a la necesidad humana, ingenua (sin el sentido de culpa clásico) de ritualizar las emociones a partir de experiencias personales; que lo son de cualquier modo, universales, inherentes a la existencia.

 

Autobiografía de un hombre que quería pintar el cielo

La gestualidad y el desenfado de la pintura de Toste traen como resultado el encuentro con una pintura «abierta» (nota al pie: el término lo tomo de Hilton Kramer. El expresionismo retorna a la pintura. Antologado por Gerardo Mosquera en Del Pop al Post.) que, «liberada de las restricciones de teorías intelectualizantes (la idea como arte -la precisión es mía-), permite que la fantasía y las emociones desempeñen un papel vital en la determinación de los límites del lenguaje pictórico», cuyo compromiso está más en satisfacer una presión estética casi somatizada que en transmitir un mensaje inteligente. Pintura que en Manuel Toste se distingue por el vigor de una obra explosiva y alucinada; la vitalidad del color y las formas fugaces, que la línea plantea y luego la composición disuelve, enmascara o distorsiona.

La escasa preocupación por el soporte que le ha hecho empastar sobre la cartulina o el lienzo, a fuerza de espátula o digitopintura. Usar creyones, plumones o corrector; que le ha hecho también dedicar una vasta producción al experimento gráfico, el collage o la ilustración hablan de esta sensorialidad desenfrenada, característica en toda su obra.

En su autobiografía inédita, que he tenido la suerte y el privilegio de conocer: «Sueños y realidades de alguien que quiso pintar el cielo», Toste escribe algo que he querido interpretar como un manifiesto estético: «Yo no creo que el mérito, calidad o factura de una obra de arte residan en el tiempo de trabajo invertido o los materiales utilizados en ella». El mérito estético radica para él en la posibilidad de «impresionar» o «sensibilizar» al receptor incluso a riesgo, digamos a juicio, de una vocación minimal. Estetización provocada preferiblemente con un mínimo de materiales.

La naturaleza, la lluvia, la fertilidad, han estado tan cerca de la obra de Manuel Toste que constituyen momentos insoslayables tanto de su alumbramiento natural como pictórico : «Te diré que nací un día de intensa lluvia y mi madre, que le encantaba el chirrín del agua al caer, se quedó dormida tan profundamente que soñó que un gato maullaba insistentemente y despertó. El gato era yo, desgalillado por el hambre»; luego la infancia y el arte; la saga familiar y la tentación de reproducir en los desnudos femeninos, no la voluptuosidad del eros, sino el ritual de la procreación, la multiplicación, el génesis, evocación de los ritos atávicos, signos primigenios, líneas, círculos, para componer el cosmos; la patria que en Toste se define por el sentido suave de la matria, quizás la suya, que ordenaba el caos y la música: definitivamente una mujer desnuda, limpia.

Luego la revelación de un modus facturare que apela obsesivamente a las marcas en la memoria. El hombre-niño, poseído por niños-espíritus, subvirtiendo la realidad, construyendo con la tempestuosidad y la intermitencia, embarrando, distribuyendo colores primarios, negando veladuras, academias; haciendo la obra frugal, inconstante; dejando hacer al niño que ahora vuelve, se apasiona, domina al pintor, se burla; porque para él no existen propósitos, ni trascendencias, sólo el acto de goce en que la obra definitiva se compone y queda con una mezcla de soberbia e ingenuidad inconclusa, abandonada, para continuar en otra hasta la infinitud. «Como todo niño lo primero que hice fueron muchos garabatos»(...) «Cogía la vieja palangana que estaba en el cantero y la llenaba de agua hasta el tope, se la robaba al abuelo de pelo muy blanco, que siempre estaba de corbata y chaleco, cogía el pomo de yodo que él acostumbraba a echarle al agua que tomaba en las comidas y la violeta genciana, y a tía Antonia, en la cocina, el azafrán, y todo lo echaba al agua y gozaba de lo lindo, cuando se unía un color con el otro, a la vez que se formaban raras formas que contemplaba extasiado por varios minutos» (...)«Cuando llovía era otra diversión: Corría con mis sobrinos a hacer barquitos de papel de estraza que cogíamos de la bodega que mamá y papá tenían en casa; por eso constantemente mi mamá me decía: ´Tu vas a ser pintor`, porque yo hice toda tu barriga pintando, como antojo, en los cartuchos».

«Ya en el colegio, en los primeros grados, volvía con los personajes inventados; no sé qué pasa conmigo. Me gusta crear historias con los personajes leídos en los cuentos, con niñas rubias como el sol y ojos salidos de gotas de agua del mar; y los niños con gorras y sombreros, estos siempre rojos muy fuerte y azules y los zapatos verdes como limón, las nubes violetas. Niñas, niños, padres, madres, hombres y mujeres parecían ser parte de un gran jardín».

A mi juicio, la maestría en el arte ha estado y estará en la consecuente apropiación de techné e imaginario, donde las poéticas definidas personales, por auténticas, estén prefigurando, conformando, permanentemente, una elaboración semántica, un discurso. No sólo serán obras que se fundan en el cuerpo de la tradición, dialoguen con ella, la subviertan, sino que estarán como urgidas por una necesidad de tradición que no ha sido agotada.

Como toda crítica implica un riesgo: a conciencia voy a decir que Manuel Toste es uno de los maestros de la plástica cubana; quizás el más silencioso y humilde. Bastaría un viaje por su obra para confirmarlo. Claro que esta aseveración no me impide precisar que lo que constituye su mayor virtud es también su mayor defecto: la obra alucinada y gestual tiene momentos augustos y divagaciones prescindibles. El pintor debe ser de este modo un saturno que realiza a juicio la inmensurable selección natural.

Manuel Toste recorre ya casi el largo trecho de cuarenta años ensayando, variando, sobre un acorde elemental: su necesidad de lograr la Katharsis a través de la pintura. Convoca los viejos exorcismos afanándose en revitalizar un trasnochado postulado estético; entonces crea, convencido de que el arte no tiene como fin utilitario la trascendencia más que cuando logra en la alegría y el goce alterar los conceptos de la belleza: haciendo la belleza transitable, convirtiéndola en sensibilidad.

              
Mandala de Juan Carlos

 

 

 

ENTRE LA FUGA

Y EL EXORCISMO

 

por Amalina Bomnín

 

«Los ojos del artista han de volverse siempre hacia su vida interior,

y sus oídos han de estar siempre alerta a la voz de la necesidad interior.

Esta es la única forma de dar expresión a lo que ordena la visión mística.»

B. Kandinsky

 

Acercarse a la obra de Juan Carlos Rodríguez implica acceder a una serie de interrogantes relacionadas con nuestra idea del Ser como esencia natural; atendiendo a su proyección dentro del cosmos y rememorando la célebre máxima shakesperiana, que resume sucintamente el comportamiento humano: ser o no ser. Porque más allá de intentar establecer sus propuestas en un marco galerístico para su consagración, consigue que se erijan como instancias de carácter ritual con los que el público intercambia disímiles reacciones. Él se aparta de la creación en el sentido más convencional del término para ofrecernos un ejercicio de meditación que propone una mirada diferente en la manera de entender el arte, intentando integrarlo a la vida como en los inicios de la civilización, siendo ente activo de la actividad humana. Tal es así, que su trayectoria como artista tiende cada vez más a convertirse en una acción, una actitud específica ante el hecho artístico que no se conforma con elaborar un objeto susceptible a la canonización.

Si se examina el quehacer de la plástica cubana contemporánea es fácil advertir una tendencia (dentro de lo diverso) a establecer el discurso a través de un referente sígnico (objeto, cita, icono) que busca una logicidad crítica del texto a plantear. El grueso de las propuestas está inmerso en lo social aunque utilice en su representación medios no convencionales, o no directamente alusivos a este aspecto.

De acuerdo a este precedente, el caso de Juan Carlos Rodríguez es un ejemplo sui-generis, que se aleja de lo meramente estético para construir ciertas estructuras simbólicas anunciadoras de una espiritualidad que busca su acercamiento con las fuerzas del cosmos. No es una obra narrativa, sino que tiene su eje ordenador en la meditación filosófica.

Él rechaza el lienzo y la pincelada porque sus pretensiones lo compulsan a revertir su discurso en estas composiciones capaces de adentrar, y adentrarle en un reposo psíquico y de esta forma instala un circuito sagrado de comunicación que evita las formulaciones y enjuiciamientos sociológicos acerca del arte. Porque qué son si no sus piezas, cargadas de elementos simbólicos: una resistencia al instinto (visto en todas sus dimensiones: social, sexual, etc.) en la búsqueda de un centro interior a través de la introducción en determinados moldes espirituales.

Si me pidieran que resumiese de alguna manera el quehacer de este artista mencionaría el misterio como elemento sobresaliente dentro de su metafísica creadora. Y es que la duda se instala en él como consecuencia de un proceso introspectivo que tiene su origen en el estudio de categorías como: el Tiempo, la Historia, la Muerte, la Creación, el Espacio, de importancia trascendental, y que se involucran en su «yo» más íntimo. Esta incertidumbre que matiza su dinámico pensamiento barajea su conciencia entre su confesa materialidad y su ideal de espiritualismo.

Juan Carlos está inmerso en el universo del símbolo tomando en cuenta su trayectoria histórica a través de las diferentes culturas, y acudiendo a los campos de la teosofía, la antropología, la psicología, la numerología, y las filosofías orientales en su afán de incidir en el espectador a partir de una composición capaz de proporcionarle el conocimiento del sí-mismo, concepto manejado por la ciencia y que significa el encuentro con el interior. Para ello utiliza las estructuras de los mandalas, que le aseguran un carácter ascético necesario a este remedo de ritualización. Estos permiten al receptor iniciarse en la búsqueda de su «centro»; por lo que constituyen «arquetipos inconscientes colectivos» (según la psicología junguiana) que por su energía natural resultan un cuerpo sugestivo y participativo.

Cada uno de estos círculos mágicos o rituales encierra un acervo simbólico místico-religioso, y en ocasiones profano derivado de un profundo análisis de los contenidos históricos de disciplinas afines -como señalé antes- que el autor los dispone amalgamados, logrando una integración que favorece el lenguaje introspectivo por la consustancialidad de estas esencias con el devenir humano. La diversidad de los elementos se anula dando fe de la univocidad del cosmos. Es así como, los ritos navajos con la arena, los jardines budistas de piedra, la flor del loto, la cruz latina, el sagrado corazón, los vasos con agua de espiritismo, las velas, la campana, se emparentan más allá de cualquier frontera cultural. Él emplea el universo del símbolo como cosmogonía trascendente sin pretender crear nuevos sentidos o expectativas, porque en sus piezas nada es fortuito: piedras, números de piedras, la tierra y sus colores, la disposición en el espacio, el vacío, el hierro, las huellas, las pirámides, la luna, brotan de una unidad estético-conceptual que intenta presentar el arte no como especialización separada del mundo, departamentalizada, o como fenómeno para la crítica, sino como proyección ontológica e intuitiva.

En la muestra recién inaugurada en el Centro Provincial de Artes Visuales se exhiben tres mandalas, y el resto de las piezas están concebidas de manera más tradicional; remitiéndose a la figuración neoexpresionista y la abstracción simbólica. Todas ellas surgen a partir de conceptualizaciones muy cercanas al pensamiento junguiano, y responden a la representación del completamiento psíquico que presupone la existencia de un yo=conciencia individual, y un alma=ínconsciente colectivo. Ambos segmentos se vinculan a través de un centro regulador: el símbolo.

Es probable que algún espectador advierta en estas obras señales de pronunciamiento desde el punto de vista de la fe cristiana, pero en realidad, la producción de Juan Carlos se coloca en el límite que separa convicción religiosa de incertidumbre metafísica. Con él sucede lo que señala Jung en uno de sus textos (...) la fe es un carisma para quien la posee; pero no es un camino para quien necesita entender algo antes de creerlo»(1).

Estos receptáculos concebidos por el artista forman parte de manifestaciones psicológicas constatadas por el investigador suizo, para quien (...) el alma crea símbolos cuya base es el arquetipo inconsciente, y cuya figura aparente proviene de las representaciones adquiridas por la conciencia. Los arquetipos son elementos estructurales numinosos de la psique y poseen cierta autonomía y energía específica en virtud de la cual pueden atraerse los contenidos de la conciencia que les convengan»(2). De esta manera él instituye sus mandalas jugando ambiguamente con los contrarios ser-no ser, materia-espíritu, nacimiento-muerte, entre otros, en el intento de crear un espacio donde el símbolo pueda recobrar su carácter místico perdido por la saturación que provoca la cultura de masas.

Partiendo del presupuesto de que el hombre moderno marcha urgido por la idea del tiempo y para ello se comporta según sus mecanismos lógicos de la percepción buscando un ideal que supere su status actual, pero sin conocerse a sí mismo, sino pretendiendo conocer con ansias arrolladoras lo externo a él, alejándose así de lo natural y primigenio, Juan Carlos trata de instituir una búsqueda en lo más recóndito del Ser.

De este modo, la labor de este artista comienza a llamar la atención por su especial sensibilidad para hacernos partícipes más que de un mero discurso, de una actitud que se contrapone a la visión de nuestro mundo occidental, tan cargado por la lógica y el peso abrumador de la ilusión tiempo.

 

Mandala de Juan Carlos

Notas:

(1) Jung, C.G. Transformaciones y símbolos de la líbido. Edición Paidos, Buenos Aires, Argentina 1952.

(2) lbidem (1).

 

 

 

 

 

  


de Juan Suárez Blanco (detalle)

UN PINAREÑO EN LA HABANA...

Recientemente el artista plástico pinareño Juan Suárez Blanco expuso su obra en el Centro «Wilfredo Lam», de La Habana.

Vitral reproduce las palabras del catálogo, para los amigos que por alguna razón no pudieron acompañar al artista en esta, una de sus más exitosas muestras fuera de Pinar.

 

Robert Hughes, en su libro ’La cultura de la queja’, disipa la importancia de categorías como «izquierda y derecha», «feminismo», «movimiento gay», «racismo», entre otras, arguyendo la explicación de la parafernalia política en dichos términos. Conociendo tales ensayos, parecería absurdo lamentarse acerca no ya de una dualidad tan archiconocida como «centro-periferia», sino más bien de una depravada relación «no centro-indiferencia» tan nociva al ego artístico como a la plenitud de la cultura. (Vale aclarar que escribo emocionada porque me dice un amigo «el compromiso es la consecuencia más humana de la emoción».) Es por ello que coincido con el escritor, remitiéndome a nuestro contexto, al notar la aparencialidad de esta antinomia ante la ausencia de un centro real y de una periferia. Lo que existe en realidad son mentes periféricas que gozan de un poder y artistas descentrados que no alcanzan llegar.

Tal pudiera ser el caso de Juan Suárez Blanco, artista pinareño «catapultado» hasta acá por la que suscribe, desde el Centro Provincial de Artes Visuales de Pinar del Río, con el ánimo de mostrar un conjunto de piezas que inicialmente estuvieron concebidas en dos proyectos que exceden lo expuesto: uno, titulado «Envíos», que tuvo su origen a partir de un frustrado intento de participación en una exposición de pintura cubana en Zaragoza, y que está conformado por obras evocadoras de los paquetes de Christo, pero con diferente intención. Si éste pretendía mostrar lo apócrifo que puede resultar el arte en determinadas ocasiones, para el cubano estos embalajes son cómplices de toda la angustia del creador de provincia ante la indolencia de algunas instituciones culturales.

El otro proyecto, alusivo a la problemática de la migración, agrupa una serie de trabajos en los que la balsa constituye un elemento recurrente. Tanto el primero como el segundo son herederos de ciertos presupuestos del pop art y el conceptualismo en su manera de objetivizar lo referido en aras de hacer más tangible el tratamiento de sus propuestas. Y es que Juan, aunque posee un dominio probado del oficio pictórico, prefiere la idea y la documentación que ofrece el objeto, ya sea reciclado o tomado directamente del entorno cotidiano, para aludir a la impronta de lo material en el terreno posmoderno. No hay más que observar su personalidad, semejante a la de un místico, casi estoico, para darse cuenta de las pretensiones de su quehacer en busca de acercar los límites arte y vida en una suerte de terapéutica salvadora.

La instalación es para el autor el medio que le permite desplegar sus escenarios cargados de elementos y signos de la iconografía religiosa y el universo litúrgico más allá de la mirada crítica de tentaciones, deseos y tabúes; proponiendo una comunión de espíritu con sus semejantes. De ahí el carácter aséptico de sus intervenciones, de las cuales emana el ascetismo, lo que no significa que resulten inocuas. Vaciadas de agresividad, invitan al reposo y la introspección.

Todas esas piezas son coincidentes en la manera de asumir el arte desde una actitud cuestionadora de valores humanos de índole ético-moral a través de similares conceptualizaciones y recursos formales. Los paquetes, el viaje, la balsa, el éxodo, son nomenclaturas afines que remiten a una búsqueda, y que en la poética de Suárez responde a la expedición interior, al reencuentro con el yo ancestral y recóndito para huir de lo superfluo. Una travesía en busca de un Noé.

Esta muestra constituye una pequeña retrospectiva, bien añejada, por su imposibilidad de materializarse, a pesar de estar propuesta, desde 1996, de la amplia producción del pinareño, que sin dejar lugar a la queja accedió a ofrecérnosla, como ejemplo de lo que el silencio no alcanza borrar./ Amalina Bomnín.