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enero-febrero. año V. No. 29. 1999 |
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ÚLTIMA HORA |
CONFERENCIAS DEL DR. JOAQUÍN NAVARRO VALLS DURANTE LA II ASAMBLEA ANUAL DE UCLAP-CUBA |
MASS MEDIA AL SERVICIO DE LA EVANGELIZACIÓN Y DE LA PROMOCIÓN HUMANA |
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Cuando hace unos meses se me invitó a dirigir aquí estas palabras, se me pidió que desarrollara el tema «Mass media al servicio de la Evangelización y de la promoción humana». Sé que lo que les pueda decir no agotará del todo el tema. Pero tengo la esperanza de poder compartir con ustedes al menos algunas ideas útiles sobre el mismo. La dinámica de la comunicación social es un gran tema de nuestra época. Nunca en la historia de la humanidad ha habido más instrumentos de comunicación que en nuestros días. Nunca tampoco su calidad ha sido mejor. Nunca antes de ahora se han leído más periódicos, se puede acceder a más programas televisivos ni se reciben más programas de radio que en nuestros días. La red Internet añade a este panorama la superación de las fronteras nacionales creando el mercado virtual de la comunicación interactiva a escala universal. La nuestra es una época hipercomunicada e hiperinformada. Naturalmente este fenómeno sugiere una gran cantidad de cuestiones la mayoría de las cuales son más objeto de discusión que de consenso generalmente aceptado. Menciono solamente algunas de esas cuestiones. Por una parte está el tema de la influencia real de los mass media en la creación de actitudes individuales y colectivas: ¿condicionan los mass media nuestra vida en un modo decisivo?. Por otra parte, ¿son realmente los medios un espejo fiel de las sociedades en que operan? ¿En función de qué parámetros los medios fijan o cambian sus agendas, es decir, lo que en cada momento es tema de su atención o de su olvido? ¿Coinciden verdaderamente los intereses de que los medios son portadores con los intereses de las comunidades a quienes se dirigen? Estas cuestiones son, como ustedes saben, objeto tanto de análisis académico como de comentario popular en todo el mundo. Y la enumeración de cuestiones en discusión podría ser tan larga como el tiempo que se me concede para esta conferencia. Detengámonos un momento, a título de ejemplo, en el tema de la influencia y poder de la prensa. Es casi un postulado ampliamente aceptado que quien posee los medios informativos tiene las claves de la vida social. Y, sin embargo, son muchos los ejemplos históricos que contradicen esa presunción. Por ejemplo, cuando en 1978-79 el Sha Rehza Pahlevi es destituido en Irán, había tenido el pleno control de la prensa en su país durante decenios. En 1981 la derecha es vencida en Francia a pesar de que había controlado la radiodifusión durante 23 años, tenía el apoyo de casi toda la prensa provincial, de más de la mitad de los periódicos de París y de dos semanarios nacionales de los tres entonces existentes. A nivel más trivial pero igualmente elocuente se puede recordar el fracaso de Coca Cola en 1985 cuando a pesar de una enorme inversión publicitaria no logró convencer al público que aceptara el nuevo gusto que se le proponía. Estos y muchos otros hechos históricos confirman una realidad evidente: la gente conserva su espíritu crítico frente a los medios, y las masas -y no sólo las élites- son capaces de resistir todo tipo de presión por parte de los mass media que vaya en contra de sus inclinaciones básicas. Esto se puede sintetizar diciendo que una cosa es la opinión publicada y otra es la opinión pública: la primera es la que aparece en los medios; la segunda es lo que piensa la gente. Y ambas, con frecuencia, no coinciden. Si nos proponemos la pregunta de cuáles son las instancias o instituciones que configuran hoy de modo más decisivo las actitudes básicas de la persona, nos estamos poniendo ante un problema de enorme importancia social, cultural y religioso. Creo que en la respuesta a esa pregunta nos encontraríamos casi todos fácilmente de acuerdo con algunos especialistas que han estudiado el tema. La respuesta que ellos dan es la siguiente: las instancias más eficaces en la creación de actitudes básicas en la persona son la familia, la Iglesia y los medios de comunicación. Lo interesante de este análisis no es sólo que sean estas tres instancias las más influyentes en la formación de las personas sino que los mass media aparecen sólo en tercer lugar. El problema, sin embargo, cambia allí donde la familia ha perdido su capacidad o su voluntad de transmitir valores y allí donde la acción pastoral de la Iglesia no llega. En estos casos los medios de comunicación social «se constituyen en el principal instrumento informativo y formativo de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales»1. O dicho de otro modo: el poder configurador de los medios crece sobre una dimensión y sobre una ausencia: cuando la familia ha dimitido de su función formadora, y cuando -por razones muy diversas- el ministerio de la Iglesia no llega a la gente. Esto parece ser ya una primera aproximación al tema de que tratamos. Si la Iglesia se interesa por los medios de comunicación social en cuanto instrumentos para difundir su mensaje, no olvida aquel resultado de la investigación social por el que la familia y los medios específicos de la Iglesia son los más eficaces vehículos de transmisión de valores y de educación de actitudes. Históricamente, la Evangelización no ha sido hecha desde la comunicación social ni la Iglesia ha confiado a los medios informativos la transmisión fundamental de su mensaje. El contexto propio de la Evangelización ha sido -y sigue siendo- la liturgia, la familia, la instrucción catequista, la escuela y la universidad católicas y aquel contacto directo del creyente con sus iguales que sucede en el ambiente de trabajo, en las relaciones profesionales y sociales y en todo el entramado no sistemático de la vida de la sociedad civil. Así al menos ha sido históricamente. Hoy, sin embargo, aparece esa nueva realidad de la «sociedad hipercomunicada» que modifica los parámetros de la transmisión de valores. Es cierto que el ámbito geográfico de la abundancia informativa es aún reducido al Oeste industrializado. Por el contrario, una gran parte del mundo convive con un índice de analfabetismo que, a veces, supera el 50% -Etiopía, Afganistán, muchos lugares de África-; en muchos países se venden menos de diez ejemplares de periódicos y se utilizan menos de cien aparatos de radio y menos de diez televisores por mil habitantes. En India, por ejemplo, una democracia con más de 950 millones de habitantes, sus 1.100 periódicos tienen una difusión total equivalente a la de un solo periódico japonés, el «Yomiuri Shimbun». Pero aunque el cuadro general del mundo no sea una realidad homogénea, es un hecho -como apuntábamos antes- que hoy la interacción humana con los medios de comunicación es la más alta nunca alcanzada y la tendencia es hacia un aumento que tiende a ser exponencial.(JN-VI)El interlocutor de los mass media no es ya el individuo o el pequeño grupo sino la sociedad en su indiferenciación más marcada. Aunque la dinámica con que los mass media influyen en la gente no está del todo aclarada, es indudable su influencia en la educación y en la creación de actitudes sobre todo por su capacidad de proponer modelos y de imponer estereotipos, principalmente por lo que refiere a los medios electrónicos. Es ya clásica la valoración de Walter Lippman según la cual los medios no nos dicen cómo hemos de pensar pero imponen el tema sobre el que hemos de pensar. Esta es, incluso para el lector de prensa más crítico, la primera influencia de los mass media: su capacidad para imponer como tema de debate y de reflexión pública aquello que los medios consideran relevante. Pero no sólo el mensaje de los medios condiciona nuestra idea sobre lo que es importante. «Las noticias influyen también en el modo en que pensamos acerca de esos temas y, en buena medida, sobre el contexto más amplio en el que se sitúan esos temas» (Maxwell McCombs). El mundo es una realidad compleja en donde cosas muy distintas están sucediendo simultáneamente. Sólo unas pocas de ellas suceden frente a nosotros. De la infinidad de hechos de los que no somos testigos, el periódico selecciona unos pocos, los clasifica, los valora y nos los ofrece en su edición cotidiana. Y la información resultante se convertirá en nuestro modo de conocer la inmensa parte de la realidad a la que no tenemos otro acceso que el que nos proporcionan los medios. Este juego de interacciones entre la persona, la sociedad y los mass media es, en sí, un hecho de naturaleza sociológica. Pero el interés de la Iglesia por este fenómeno ciertamente va más allá de la consideración sociológica. La Iglesia se interesa por esta realidad nueva desde la perspectiva que le es propia y por tanto considera en primer lugar esta actividad como un trabajo humano, luego con un derecho humano y en tercer lugar como un elemento de la cultura de nuestra época y como medio de transmisión de valores, es decir, de Evangelización. Y diría que en este orden. El interés de la Iglesia por esta realidad no es -ni puede ser- solamente instrumental como acaso lo sea el del publicitario, el del industrial o el del político. El primer interés de la iglesia por el mundo de la comunicación social es el que se debe a cualquier otra actividad humana independientemente de su función en el cuadro social. El cristiano ve en esta actividad un campo profesional atractivo, con una técnica específica que es preciso conocer y dominar y como una tarea en la que desarrollar las potencialidades espirituales y humanas de la persona. Es decir, como una parcela del paisaje profesional con capacidad para enriquecer al hombre y potencialidad de santificación personal y ajena. Por esto, no está privado el cristiano del acceso a esta parcela de la actividad humana a la que el hombre va en primer lugar a ofrecer su contribución profesional en la creación de un entorno favorable al bien común. Me ha resultado siempre sospechosa la expresión «servirse de los medios de comunicación social»; incluso cuando se utiliza en relación con la difusión de la verdad y de los valores cristianos. Porque «servirse de los medios de comunicación» es una frase que tiene inevitablemente el sabor de lo instrumental: utilizar algo con independencia -y hasta con olvido- del valor intrínseco de aquella actividad. Y esta sospecha se justifica cuando se olvida que trabajar en este campo es, para quien lo elige, una profesión con una densidad y entidad propias en la que no cabe lugar para el dilettantismo así como no hay espacio para la superficialidad en cualquier otra actividad humana sea esta el Derecho, la Arquitectura, el Arte, la Medicina o la mecánica. El dilettantismo en una profesión -también en el periodismo- es desde el punto de vista cristiano simplemente una falta de nivel ético. La Iglesia no tiene una visión puramente instrumental del mundo de la comunicación. Por el contrario, reconoce en esas actividades aquella autonomía del mundo real en donde cualquier hombre encuentra la palestra para el logro de su perfección en el trabajo, de su realización humana y de su santificación espiritual. De ahí que una de las palabras clave con que la Iglesia se refiere a la profesión periodística sea la de «profesionalidad», palabra que incluye una considerable carga de valor ético. Más adelante volveré sobre este aspecto. En segundo lugar la Iglesia ve en la transmisión de información algo que entra de lleno en los derechos de la persona, es decir, algo que tiene que ver con una exigencia profunda de la persona que, precisamente para desarrollarse como persona, necesita ser informada de aquello que no conoce y cuyo conocimiento le permitiría situarse como ser humano autónomo en el escenario del mundo. Tanto el artículo 19 de la declaración Universal de los Derechos Humanos como el Decreto Conciliar Inter Mirífica hablan de un «derecho humano a la información». Y esta visión de la información como derecho humano no es sólo una comodidad social o una conveniencia coyuntural. Por el contrario se trata de una exigencia de base antropológica en contraste con la concepción instrumental de quien, como Francis Bacon por ejemplo, considera el saber como poder, es decir, de aquel pensamiento pesimista, de quien Hobbes puede ser un exponente, para quien la información está sólo al servicio de una pasión humana y no de la persona misma en cuanto tal. Y en tercer lugar, la Iglesia ve las formas de la moderna comunicación de masas como un instrumento eficaz y necesario en la misión que le es propia, es decir, la de dar testimonio del destino espiritual del hombre. Al menos son seis los documentos del último Concilio Ecuménico en los que de uno u otro modo se hace referencia a los medios de información en relación con la misión propia de la Iglesia2. Naturalmente este aspecto plantea con una enorme cantidad de cuestiones distintas. En primer lugar está el tema más obvio que es el del derecho de la Iglesia a utilizar los mass media. Por citar sólo un texto mencionaría el decreto conciliar Inter mirífica cuando señala «el derecho originario (de la Iglesia) a usar y poseer estos instrumentos (de comunicación social) en cuanto sean necesarios o útiles para la educación cristiana y para toda su obra de salvación de almas.»3 Cuando se habla de derechos no siempre se recuerda que cada derecho implica al menos un deber. Pues bien, pienso que la Iglesia es más consciente de su deber en participar en la dialéctica de la comunicación social que de su derecho a hacerlo. Es decir, el derecho de que aquí se habla es para la Iglesia sobre todo la conciencia de un deber, de un no poder dejar de participar con el propio cuadro de verdades y de valores en la construcción de la vida en común. La Iglesia no sería Iglesia si el peso de ese deber no la llamara a reclamar y a ejercer aquel derecho. Por otra parte está el problema de la competencia profesional en el uso de estos medios. Juan Pablo II lo ha expresado con gran precisión: «No basta (pues) usarlos (los medios de comunicación social) para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta nueva cultura creada por la comunicación moderna». Y añade: «Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos»4. Con estas palabras, el Papa apunta a una dimensión del problema que es sobre todo de carácter profesional. La tarea de participar en la comunicación social, de ser co-protagonistas en la interacción mediática, exige una profesionalidad que va mas allá del simple insertar un mensaje -en este caso, un valor cristiano- en la trama argumental de un film, en la elaboración de la noticia de un hecho, o en la construcción de un programa televisivo. Se trata -como dice el Papa- de «integrar» el mensaje cristiano en una cultura que es nueva porque nuevos son sus modos de comunicar, su lenguaje, su técnica y sus comportamientos psicológicos. Una de las distinciones -aunque ciertamente no la única- entre propaganda e información se refiere a este aspecto formal, en donde en el caso de la propaganda se pretende torpemente injertar un mensaje en un contexto comunicativo con desprecio por los aspectos más originalmente culturales de la comunicación. Y con esto llegamos al aspecto mas específicamente temático de la Evangelización y de la promoción humana. La Iglesia es depositaria de una increíble riqueza de conocimientos sobre Dios, sobre el hombre, sobre sus relaciones mutuas, sobre el sentido de la historia, sobre la realidad del cosmos, sobre la naturaleza social del hombre y, por tanto, sobre las configuraciones sociales, políticas, económicas, culturales, etc. en las que se mueve el ser humano. La reflexión en el tiempo sobre esas verdades ha producido y sigue produciendo el enorme patrimonio de lo que se puede llamar el pensamiento cristiano. Y es aquí en donde cualquier iniciativa de comunicación al servicio de la Evangelización y de la promoción humana necesita de un esfuerzo previo de definición y de selección de temas en función de las necesidades del hombre en cada lugar y en cada hora. A este respecto viene a mi memoria aquella página de «Alicia en el país de las maravillas» cuando Lewis Carroll describe así el desconcierto de la protagonista: «Por favor, ¿sabes decirme cuál es el camino para salir de aquí? -preguntó Alicia. Todo depende de a donde quieres ir- respondió el gato. Eso no me importa mucho -dice Alicia. Entonces -responde el gato- tampoco tiene mucha importancia el camino que tomes». Quiero decir que es preciso plantearse y definir aquellos temas que hoy, en la sociedad actual, son particularmente urgentes y necesarios como prioridad de la Iglesia en su interacción pastoral con ese mundo particular de la comunicación social. ¿Cuáles son esos valores cristianos que la Iglesia quiere difundir a través de e integrar en la dialéctica de la comunicación social? No me resisto a citar aquí un brillantísimo y sintético texto de Juan Pablo II sobre lo que el Papa llama «los valores fundamentales de nuestra civilización» y que él reseña así: «La dignidad de la persona; el carácter sacro de la vida; el papel central de la familia; la importancia de la educación; la libertad para pensar, hablar y profesar las propias convicciones o religión; la protección legal de los individuos y de los pueblos; la cooperación de todos en el bien común; el concepto del trabajo como participación en la obra creadora de Dios; la autoridad del Estado, regido él mismo por la ley y la razón»5. A ese magnífico programa añadiría algunos otros elementos que el mismo Juan Pablo II sugirió hace un año en su inolvidable visita a Cuba. En Camagüey, propuso el tema espléndido de «la educación en el amor humano». En Santiago, sugirió «la educación en los valores morales(JN-V2)». Y en La Habana el Papa propuso como objetivo comunicar «la verdad sobre el hombre y su condición trascendente». Este conjunto de valores constituyen una propuesta cristiana con la que la Iglesia acude a la dialéctica de los mass media. No son una summa del dogma cristiano. No son un catecismo. Pero son un resumen del modo peculiar con que la conciencia cristiana entiende al ser humano y a sus relaciones consigo mismo, con los demás y con la sociedad política en la que él vive como sujeto y como protagonista. Cuando la Iglesia integra esos valores en la cultura a través de la comunicación social cumple a la vez su doble misión evangelizadora y de promoción humana. Permítanme, antes de terminar, responder a una objeción antigua y moderna que se le ha hecho a la Iglesia en relación con estos dos fines de su misión. La objeción a que me refiero ha tratado de oponer estos dos fines a que me he referido acentuando uno y diluyendo el otro como si la Iglesia pudiera sólo hablar del más allá de la historia e exclusivamente del acontecer histórico. A lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia ha habido más de una ocasión en la que se ha pretendido amputar el mensaje cristiano dejándolo reducido a una sola de estas dos dimensiones: o la puramente escatológica o la meramente social intrahistórica. Separando la promoción humana de la evangelización, creyeron los gnósticos crear una religión de selectos, de espirituales, o de seres en una tal tensión metahistórica que podrían despreciar el acontecer mundano en el que sus vidas serían sólo sombras irreales. separando la evangelización de la promoción humana han querido algunas ideologías convertir al cristianismo en una técnica de agregación y desarrollo social, una especie de respuesta práctica a toda pregunta sobre el dolor y la desigualdad. La tercera alternativa, renovada también periódicamente, es la de quien convierte el fin escatológico en una conquista humana frecuentemente de carácter social: existe una salvación pero esa salvación del hombre se cumple solamente en este mundo a través de una utopía intrahistórica. En los tres casos se privaba al cristianismo de una parte de su verdad. Sin embargo la verdad cristiana sobre el hombre y sobre su historia es considerablemente más realista. «Hemos de luchar -dice Juan Pablo II- contra todas las formas de pobreza, tanto física como cultural y espiritual. El desarrollo tiene ciertamente una necesaria dimensión económica, pero sería verdadero desarrollo humano si fuera limitado solamente a las necesidades materiales»6 Ha habido ocasiones en que se trató de sugerir a la Iglesia que primero había que distribuir los beneficios del bienestar y luego se podía hablar de Dios. O dicho de un modo más brutal: que era indigno hablar de Dios a una persona mientras aún tuviera hambre. Esta organización de prioridades es equivocada porque la verdad de la fe en Dios no es una creencia apta sólo para quien ha alcanzado ya una autonomía material sino que es la condición misma de la vida, el núcleo mismo irrenunciable de la existencia humana. Les dije al principio que no tenía ninguna pretensión de agotar el tema que nos ocupa. He querido compartir con ustedes solamente algunas consideraciones sugeridas por esta cuestión importante para la Iglesia y a la que el Papa concede una particular atención. Habiendo tenido la oportunidad de comentar estos temas en otros países del mundo, me es -por muchas razones- particularmente grato haber podido también comentarlas aquí en Cuba. Les agradezco su paciencia y su interés en el haberme seguido hasta aquí. Muchas Gracias
NOTAS: 1 - Juan Pablo II, carta Encíclica Redemptoris Missio, 13. 2- Gaudium et Spes; Unitatis Redintegratio; Dignitatis humanae; Ad gentes divinitus; Christus Dominus; Inter mirífica. 3 - Inter mirífica, 3. 4 - Carta Encíclica Redemptoris Missio, 13. 5 - Discurso en la Universidad de Upsala, Suecia, 9-VI-1989. 6 - Juan Pablo II, 9-VI-1989.
DISCERNIMIENTO Y PROFETISMO EN LAS PUBLICACIONES CATÓLICAS
Debo comenzar esta mañana diciendo que considero un privilegio encontrarme aquí con un grupo de colegas que dedican parte o todo a su trabajo a la prensa católica cubana. Cuando en diversas ocasiones me he encontrado en una reunión análoga a ésta en otros países, he dicho que hubiera sinceramente preferido escuchar para aprender en vez de tener que hablar con la pretensión de enseñar. Lo repito aquí hoy y con mayor motivo. He tenido la oportunidad de leer algunas de las cosas que ustedes hacen aquí. No sólo me han parecido interesantes sino que en, en ocasiones, las he encontrado magníficas en su género. Y cuando se piensa que eso ha sido hecho con escasez notable de medios materiales y ambientales, mi admiración ha aumentado aún más. Por mi parte, les daría mi más sincera enhorabuena por el trabajo hasta ahora hecho. Pero creo que no tienen ustedes aquí esta reunión de la Unión Católica de Prensa de Cuba simplemente para echar incienso los unos a los otros sino más bien para considerar lo ya hecho y elaborar criterios y líneas de futuro que puedan ayudar al volver cada uno a su trabajo. Me someto a esta orientación y trataré de compartir con ustedes algunas ideas que quizá podrían luego ser ampliadas en un coloquio sucesivo. Me parece que un tema propedéutico sería el de volver quizá a tomar conciencia de nuevo del concepto de «prensa católica» o de «publicaciones de la Iglesia». ¿Qué es la prensa católica? ¿Es un tipo de publicación hecha por católicos, sean estos laicos o clérigos? ¿Es un tipo de publicación que institucionalmente pertenece a la Iglesia, es decir a la Jerarquía? ¿Es un tipo de prensa que ayuda a rezar o por el contrario se trata de publicaciones que ayudan a pensar, concretamente a «pensar en cristiano»? Es posible que todas estas variables entren, de un modo u otro, en el concepto de «prensa católica». Pero viendo el problema desde una perspectiva más global diría que prensa católica es aquella que nace cuando se quiere participar en la misión de la Iglesia desde el campo de la comunicación social. Por eso habla un documento conciliar -el decreto Inter Mirifica- refiriéndose, sin definirla, a la prensa católica como de «estos instrumentos (de comunicación social) en cuanto son necesarios o útiles para la educación cristiana y para toda su obra de salvación de almas».1 Ayer mencioné -y algunos de ustedes tuvieron ocasión de oírlo- que la Iglesia se interesa por el fenómeno de la comunicación social al menos desde tres puntos de vista: como una actividad humana que, como cualquier otra, recibe iluminación y guía en el contexto del ethos cristiano; como un derecho humano a la información y a informar; y como un medio a través del que ejercer la doble misión de la Iglesia que es, a la vez, escatológica e intrahistórica. Hoy en esta reunión de trabajo con ustedes, nos concentramos particularmente en este tercer aspecto puesto que tratamos específicamente de la prensa católica, es decir, de aquella que nace con la finalidad declarada de participar en la misión de la Iglesia, y de esa finalidad explícita recibe todo su sentido y su razón de ser. Visto así el problema, el inicio de nuestra reflexión sobre la prensa católica ha de ser necesariamente de naturaleza eclesiológica y no técnica. El objeto mismo de lo que esa prensa trata de comunicar está ligado a la naturaleza de la Iglesia y de su misión. Y aquí es preciso tener ideas muy precisas; sobre todo cuando nuestra época histórico-cultural -eso que llamamos modernidad o quizá ya postmodernidad- no parece tener unos conceptos muy elaborados sobre lo que la Iglesia es y sobre la naturaleza de su misión. Hace algunos años, una televisión europea hacía a Juan Pablo II una breve entrevista. La última de las preguntas al Papa fue formulada así: «¿Podría Vuestra Santidad definir en muy pocas palabras cuál es la finalidad de la Iglesia?» En unos segundos vino a mi conciencia la enorme cantidad de literatura científica que hay sobre esta materia y pensé que era imposible responder a esa pregunta con unas pocas palabras. El Papa, sin embargo, no dudó un momento. Y ni siquiera empleó «muy pocas palabras», como pedía el periodista, puesto que respondió con una sola palabra: «Salvación». La finalidad de la Iglesia es la salvación del hombre. La claridad de aquella respuesta no substituye a toda la reflexión que los teólogos llaman Eclesiología, pero me parece que la sintetiza de modo brillantísimo. La Iglesia no está interesada en forma alguna de poder humano. Carece completamente de intereses geopolíticos. No tiene siquiera una propia imagen de sociedad humana ideal. Y la relación de lo que la Iglesia no tiene o no pretende podría ser muy larga. Su única finalidad es la salvación del ser humano y, más concretamente, la salvación eterna del ser humano. Pero precisamente por esa finalidad esencial -la única establecida por su Fundador- puede y debe ocuparse absolutamente de todo lo humano de tal modo que nada realmente humano puede ser amputado artificiosamente de una consideración de naturaleza religiosa, hecha desde la doctrina de la Iglesia. La Iglesia, que trasciende la historia, ha sido instituida en la historia, ha tenido un principio histórico y es la continuación en el tiempo de una iniciativa de Dios en la historia. Cristo es el símbolo y la realidad de ese irrumpir de Dios en la historia. Por otra parte, el hombre que, según Juan Pablo II, es el camino de la Iglesia, es un ser histórico. Su salvación se opera en el tiempo histórico a través de circunstancias temporales que son frecuentemente de naturaleza familiar, laboral, social, política, etc. ¿Cómo podría ser la Iglesia indiferente a todas esas circunstancias si en medio de ellas se está realizando aquella salvación del hombre que es, para la Iglesia, su única razón ser? Las publicaciones de la Iglesia, que han decidido existir porque son útiles o necesarias a la misión de la Iglesia, dejarían de ser prensa pero sobre todo dejarían de ser prensa católica si cultivaran de algún modo una desatención al marco histórico en el que sucede la salvación del ser humano. La razón de ser de la prensa católica es servir, poniendo a disposición de los demás sus ideas, sus medios y sus espacios. Una prensa católica que se desentiende del contexto histórico en el que se mueve, caería inmediatamente en un ensimismamiento narcisista y estéril que sólo podría reproducir, como en el caso de los espejos paralelos, una repetición infinitamente aburrida de sí misma. Hay un dato iconográfico que siempre me ha llamado la atención. Las representaciones artísticas de algunos santos orientales -de Buda, por ejemplo- muestran siempre la figura con los ojos cerrados, como contemplando una realidad ideal que estaría situada en su interior, quizá en el espacio de los sueños. La iconografía cristiana, por el contrario, muestra siempre a sus santos con los ojos abiertos, a veces exhorbitadamente abiertos, como para señalar que el único camino hacia la eternidad pasa por la realidad más inmediata y prosaica de este mundo. Cuando Cristo dijo «No he venido a ser servido sino a servir» estaba diciendo que el servicio no es camino de sueños sino de realidades. Y eso es lo que a veces lo hace difícil: servir no es nunca una utopía sino de este mundo su camino hacia la eternidad de su contexto, ensimismándose en su propia existencia, no solo olvida un elemental deber de solidaridad humana con todo el que sufre sino que no hace vida aquellas palabras del Señor: «No he venido a ser servido sino a servir». Cuando la Iglesia reclama para si el deber de comunicar la verdad que ha encontrado está reclamando al mismo tiempo la posibilidad de que todos los demás tengan acceso al deber elemental de todo hombre de buscar la Verdad. Así lo expresó Juan Pablo II en Santiago de Cuba: «La Iglesia inmersa en la sociedad, ... quiere ser germen fecundo de bien comunal, hacerse presente en las estructuras sociales. Mira en primer lugar a la persona humana y a la comunidad en la que vive sabiendo que su primer camino es el hombre concreto en medio de sus necesidades y aspiraciones. Todo lo que la Iglesia reclama para sí lo pone al servicio del hombre y de la sociedad... Defendiendo su propia libertad, la Iglesia defiende la de cada persona, la de las familias, la de las diversas organizaciones sociales...» (Homilía en Santiago no. 4). Para eliminar un equívoco inicial en este tema, permítanme que les refiera un episodio de Juan Pablo II con ocasión de uno de sus viajes. Regresábamos a Roma de Tailandia en donde, casi en la frontera con Camboya, el Papa había visitado un campo de refugiados provenientes en su mayoría de Vietnam. Ante aquel drama de los refugiados, el Papa había pronunciado un discurso claro e incisivo apelando sobre todo a la conciencia de los responsables de aquella situación. Ya en el avión, como de costumbre, el Santo Padre acudió durante el vuelo a saludar a los periodistas que nos acompañaban y a responder a sus preguntas. Uno de ellos preguntó al Papa: «Santo Padre ¿no cree usted que con su discurso ha entrado en un problema político?». Quizá aquella fue una de las ocasiones -de las pocas ocasiones en tantos años de Pontificado- en que el papa pareció sinceramente disgustado. Su respuesta fue la siguiente: «¿Problema político? El problema de esas gentes no es un problema político, es un problema humano y es un problema moral. Es político solamente porque los políticos deben resolverlo. Pero en si el problema es humano y es moral. Y usted, en cuanto periodista, debería conocer la diferencia». Traigo aquí esta anécdota porque sirve para ilustrar un aspecto propio de las publicaciones de la Iglesia. Ese aspecto es que tratan desde una perspectiva religiosa u ética aquellos temas humanos que la opinión pública ha reducido exclusivamente a la consideración política, creyendo con eso agotar toda su realidad. Y no puede por eso considerarse que la Iglesia «haga política» o «invada el terreno de la política». El error sería aquí de perspectiva y se produce siempre que se ha reducido el campo de lo humano exclusivamente a la dimensión política, o cuando se considera que lo político en sí mismo es ajeno a cualquier consideración ética. Este error no ha sido infrecuente en la historia de la Iglesia ni, a lo largo de los siglos, se ha producido en una sola área geográfica. Una gran parte del quehacer hoy de la prensa católica en todo el mundo me parece que es descubrir y transmitir la dimensión trascendental de los hechos humanos en los que el hombre despliega su vida. Esto se aplica tanto al terreno de la información como al del comentario, o al del periodismo de evasión o de diversión. Lo que en definitiva espera la sociedad de las publicaciones de la Iglesia es precisamente esto: una lectura de la historia y de los hechos humanos cotidianos desde la verdad, los principios y las categorías del pensamiento cristiano. Y el éxito o el fracaso de la prensa católica no se medirá exclusivamente con parámetros estrictamente comerciales como son el número de ejemplares vendidos o el precio de la página de publicidad. El éxito de la prensa católica está más en el campo de la identidad, es decir, en su fidelidad o a su concordancia con la finalidad de la Iglesia también en el campo de la elaboración y la transmisión de información. Si se me permite una referencia personal, podría decirles que lo que los periodistas de todo el mundo acreditados en mi Oficina esperan cada día de mi trabajo es precisamente esa visión de los hechos y de las circunstancias humanas que se distingue en el mercado de la información porque tiene el sello de la visión cristiana. Mientras comparto con ustedes estas ideas elementales, no puedo evitar de recordar un refrán castellano que no sé si es tan popular en Cuba como en mi país. Es aquel que habla de «vender miel al colmenero», es decir, de hablar de un tema sobre el que el auditorio es más experto que quien diserta. Digo esto porque algunas de estas ideas que aquí se exponen están magníficamente contenidas en algunas páginas, que ustedes probablemente conocen mejor que yo, de aquel cubano excepcional que fue el P. Félix Varela. Él conoció el desafío profesional que significaba mantener la identidad del periodista en un entorno hostil como era el liberalismo de su época. El viejo liberalismo de finales del siglo pasado presumía de ser tolerante cuando consideraba que los cristianos tenían perfecto derecho a reunirse en sus templos, a participar en su liturgia siempre que se mantuviera en el ámbito del templo. Pero la construcción de la vida en común, la participación en la configuración social, eso estaba de hecho vedado -al menos teóricamente- a aquellos que profesaban unos principios fundamentales inspirados en la verdad y en la ética cristiana. Se decía en tiempos del P. Varela que el principio configurador de la sociedad era el de la separación entre la Iglesia y el Estado. En realidad aquel principio se aplicaba en el sentido de una separación entre sociedad y religión, como si el hombre pudiera pasar alternativamente de un ámbito al otro según la actividad a que se dedicara en cada momento de su vida. Naturalmente citando al P. Varela vienen a mi memoria las palabras que Juan Pablo II dedicó al ilustre fundador de la nacionalidad cubana en su discurso en la Universidad de La Habana. «Maestro de generaciones de cubanos, enseñó que para asumir responsablemente la existencia, lo primero que se debe aprender es el difícil arte de pensar correctamente y con cabeza propia. Él fue el primero que habló de independencia en estas tierras. Habló también de democracia, considerándola como el proyecto político más armónico con la naturaleza humana, resaltando a la vez las exigencias que de ella se derivan»2. De esta cita permítanme detenerme un momento en esa referencia valiosa a «pensar correctamente y con cabeza propia». Trabajar en las publicaciones de la Iglesia, decía antes, es participar en la misión de la Iglesia a través de esa dimensión que es la comunicación social. El campo de esta actividad -también lo decíamos antes- es amplísimo puesto que abraza toda la amplitud de lo real. Y por tanto, el comunicador que trabaje en este campo necesariamente tendrá que tocar una vasta serie de temas diversos. Pero siempre desde una perspectiva cristiana. Esto no siempre es fácil. Es más, diría que casi nunca lo es precisamente porque la Iglesia, que sin duda tiene un propio y riquísimo patrimonio de verdades sobre el hombre y sobre las configuraciones sociales, no tiene recetas prefabricadas sobre todos los problemas y temas humanos. Quiero con esto decir, que quien trabaja en este campo debe, en palabras del Santo Padre, «pensar correctamente» para establecer los vínculos entre las verdades cristianas y las circunstancias cotidianas que piden una aplicación de aquellas verdades universales a lo inmediato. Y esto creo que tiene al menos dos aplicaciones inmediatas. La primera es que al presentar una elaboración propia como pensamiento cristiano se ha de ser muy honesto haciendo notar claramente qué parte de aquella elaboración pertenece a la doctrina de la Iglesia y qué parte es, por ejemplo, una hipótesis personal que, como todas las hipótesis, está abierta a la discusión, a su verificación en los hechos o a la corrección de quien tiene autoridad en estos campos para ejercerla. Dicho de otro modo: El periodista que trabaja en la prensa católica, naturalmente también en Cuba como en el resto del mundo, vive su responsabilidad cuando precisamente intenta aplicar los principios universales del magisterio social de la Iglesia al contexto en el que vive. Al transmitir este mensaje en el lenguaje que sus contemporáneos entienden cumple su vocación y misión profética, es decir, ilumina la conciencia de quien lo lee acercándole unos valores que no son suyos, que le preceden, pero que los hace suyos por una adhesión intelectual, moral y cívica a la persona y el Mensaje de Jesucristo. Creo que todo periodista honesto, trabaje o no en publicaciones de la Iglesia, ha conocido alguna vez la fatiga profesional que surge por los obstáculos en la transmisión de verdades a las que llegó tras un arduo esfuerzo intelectual. Son los momentos de aquellas batallas por la propia autenticidad que se juegan en el campo de la propia conciencia. Si esto ocurre al periodista católico, es el momento de recordar que la fecundidad verdadera tiene siempre sus raíces en forma de cruz. El otro aspecto de aquella expresión del Papa «pensar correctamente y con cabeza propia» podría ser el de un llamado de Juan Pablo II a la profesionalidad que en el caso de quien trabaja en este campo es una profesionalidad doble: competencia técnica por un lado e identidad por otro. Ambas se pueden adquirir con paciencia y estudio aunque para conseguir la segunda hace falta algo más que el simple estudio. No me voy a detener mucho en el aspecto de la competencia técnica porque en esto la ley universal es la del aprendizaje. Es muy útil la lectura de buenos maestros es decir, de personas que en Cuba o en otros países se han planteado estos mismos problemas y los han resuelto con éxito. Mejorar el estilo; ampliar el propio vocabulario; ganar soltura en la exposición de las ideas; mejorar la fuerza lógica de la argumentación: este ha sido siempre el itinerario de quien se ha propuesto comunicar a los demás algo que uno mismo juzga valioso o lo es en realidad. Supongo que ustedes habrán sentido alguna vez la escasez de medios como un obstáculo para la propia formación. Esta parece también ser una ley universal; normalmente quien más medios tiene es quien más siente la carencia -relativa- de medios. A mi me ayuda a veces pensar en grandes escritores cristianos -por ejemplo Teresa de Jesús o Catalina de Siena- que con ausencia casi total de medios humanos han dejado a la posteridad obras monumentales de increíble valor literario a la vez que de densidad de pensamiento. El segundo aspecto de la propia formación tiene que ver con lo que llamé identidad cristiana. Volviendo de nuevo al punto inicial de lo que les decía, la prensa católica se propone participar en la misión salvadora de la Iglesia. Y el periodista que se mueve en el ámbito de estos medios católicos, no puede ser ajeno a aquella misión. Es más, su trabajo será tanto más auténtico cuando aquella misión de la Iglesia acaba siendo la propia misión. Esto exige un esfuerzo de interiorización en el que no basta solamente el estudio intelectual. Es preciso aquella cualidad del alma próxima al amor, por la que una persona manifiesta con su trabajo que la Iglesia de la que habla y escribe no es simplemente una institución sino que es Cristo mismo que salva a los hombres y a la historia. En definitiva, mientras el periodismo en las publicaciones de la Iglesia es una actividad profesional, debe ser hecho con el alma del apóstol. Sólo así se superan los obstáculos sin que el desánimo sea la respuesta inmediata a la primera dificultad que aparece. Agradezco, al terminar esta reflexión, la invitación que me ha hecho el Sr. Cardenal, el Nuncio apostólico, el Obispo Baladrón, presidente de la Comisión Episcopal de MCS, y los demás organizadores de este evento de la prensa católica en Cuba, aún más, doy gracias a Dios por haberme otorgado el privilegio de conocer el testimonio impresionante de este grupo de laicos que han emprendido este camino de evangelización cuando aún aparentemente no se veía muy claro. Tengo la certeza de fe que si han llegado hasta aquí, con paciencia y audacia, ustedes tendrán el apoyo de la Iglesia Universal y no dejarán de recibir las Gracias divinas que llevará a cabo esta obra que el mismo Señor ha comenzado en ustedes. Muchas Gracias.
NOTAS: 1. Inter Mirifica,3. 2. J.P. II, Discurso en la Universidad de La Habana, no.4.
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