e lo oí decir muchas veces a mi abuela. Ahora que tengo los mismos
años que ella por entonces, puedo utilizar su misma expresión sin que resulte
anacrónica.
Este veintisiete de diciembre
tuvimos procesión. La última había sido en mil novecientos sesenta, muchos la
recuerdan, así como los incidentes de aquella noche. Pero hay toda una generación, y
otra que va surgiendo, que no alcanzó a ver al pueblo por las calles expresando sin temor
y con libertad su fe y devoción. Todo lo cual me ha llevado a la reflexión del
acontecimiento procesional.
Comienzo preguntando: ¿cómo
es posible que un hecho de tanto arraigo popular terminara por interrumpirse
indefinidamente sin consecuencias ni demandas?. Y sabemos que no sólo era la procesión
de la Caridad, había otras a lo largo del año. ¿Por qué se suspendieron todas?. De
hecho, la religiosidad de la gente sencilla perdía una de sus expresiones de mayor
arraigo, y la Iglesia Católica una tradición secular. ¿Era aquello parte de la
«ofensiva revolucionaria». Paradójicamente, el marco religioso se convirtió en un
pretexto para el enfrentamiento y la división. ¿Fue inevitable el repliegue de
tantos hermanos en la fe, y el tener que ceder terreno ante las nuevas circunstancias?...
Son cuestiones de las que ya se ha hablado y opinado mucho, hay demasiados argumentos a
favor y en contra según el tipo de valoración que quiera hacerse. Prefiero justificar la
debilidad humana; tomar en cuenta el miedo, esa realidad comprensible y
experimentada, nada bochornosa y hasta relevante si nos atenemos al Evangelio, ya que los
propios Discípulos, incluido el primer Papa, abandonaron a Jesús y le dejaron solo
cuando se recrudeció el hostigamiento, la persecución, y eran inminentes el apresamiento
y la cruz.
El resultado cierto es que
tuvimos que vivir durante treinta y siete largos años sin las tradicionales procesiones.
Es por lo que quiero ahora enfocar el tema desde otro punto de vista: ¿Cuánto se afectó
realmente la vida del cristiano al no poder manifestar públicamente su fe?. La respuesta
es obvia y no se hará esperar. La fe pasó por un proceso dialéctico, purificador, pero
nunca se perdió. Pudo permanecer más o menos escondida o aletargada, pero aun en esa
misma inconsciencia siguió prendida por sus raíces, dispuesta a renacer en el tiempo
oportuno.
Cuando se conoció la
aprobación y permiso de las autoridades para realizar la procesión (un trámite que
siempre inició la Iglesia desde los tiempos coloniales, según consta) muchos estallaron
en felicitaciones pletóricas de alegre euforia, en medio de aplausos y de lágrimas.
Aunque no era cuestión de apuntarse una victoria. Tal vez se haya reconquistado un
derecho que no debió ser de los primeros en alcanzarse por lo inconsistente e
insustancial, ya que ni siquiera es un signo efectivo que ayude al desarrollo y
sostenimiento de una auténtica y comprometida vida de fe. Es más, si la condición para
ser creyente tuviera que ver con la salida de las procesiones, hace ya bastante rato que
este pueblo estuviera sin la savia e inquietud religiosa que, como bien sabemos, conserva
gratuitamente y es lo que ha hecho posible, en última instancia, que de nuevo haya habido
procesiones.
En la época difícil
iniciada con la década del sesenta, un jesuita nos decía a los jóvenes que íbamos
quedando:
-No les extrañe si la
Iglesia en Cuba llegara a desaparecer; no significa que dejará de estar presente en el
mundo hasta el final de los tiempos, porque «los poderes de la muerte jamás la podrán
vencer».
Tal y como iban las cosas,
aquel sabio y experimentado sacerdote no descartaba la posibilidad de que la Iglesia se
acabara en Cuba. ¡Y no era para menos!. La situación para la Iglesia era cada vez más
incierta y desfavorable. La labor pastoral se reducía al mínimo, a lo que se añadían
otros agravantes: marginación, éxodo, becas, propaganda antirreligiosa y marxista,
miedo... Sin embargo, pese a la cruda realidad y en contra de los alarmantes pronósticos,
la Iglesia capeó la mala racha, ni siquiera pasó por el período especial de las
catacumbas. Es verdad que se cerraron templos, que otros se destruyeron por la acción del
tiempo y del abandono; que faltaron como nunca antes agentes de misión, sacerdotes,
religiosas y laicos calificados. También es cierto que cada día sobraban y se vaciaban
más bancos, que faltaban, principalmente, hombres, niños y jóvenes, y que los mayores,
o se postraban y morían, o abandonaban el país. Pero la Iglesia no desapareció,
¡quién sabe cuántos lo dieron por un hecho consumado!. Faltó, a lo sumo, la presencia
en caseríos y bateyes, al igual que pasa hoy, «por ser más la mies que los operarios».
Muchas veces he comentado lo
desolador que resultaba entrar al templo los domingos y días festivos y encontrar
solamente cabezas encanecidas. Me repetía incansablemente:
-¡Dios mío!... ¡Qué va a
ser de esta pobre Iglesia cuando se nos mueran esas viejitas!.
Nuestros caminos y nuestras
expectativas siempre han quedado muy por debajo de las posibilidades y las conclusiones de
Dios. Es Él quien, en definitiva, se las sabe todas y tiene la última palabra, llegado
el tiempo y el momento que tiene que ser, nunca antes o después ni en otras
circunstancias. Únicamente Él podía saber de antemano que nuestra Iglesia no estaba
abocada al fracaso y al exterminio (aún cuando todos dábamos por hecho que podía
suceder tarde o temprano).
Sólo hay un responsable de
la suerte de la Iglesia en Cuba: El Abbá, Dios. Que supo guiar y arreglar todos nuestros
pasos; que no se preocupó por la opción que tomaran sus hijos; que disfruta ahora del
reencuentro y la conversión.
Tener hoy de nuevo
procesión, ¡claro que es bueno!. Pero de ningún modo va a superar la calidad de la fe
vivida anteriormente. Sin duda, fue mucho más edificante y valioso el testimonio callado,
sufrido, confiado, de los que se mantuvieron en becas o trabajos confesándose religiosos
(incluso si se perdían por serlo). Cuando se celebran cada año las Navidades y Semana
Santa, lejos de la comunidad y de la familia, en campos y albergues. Cuando se asistía
fielmente a las Misas y otras celebraciones en medio de movilizaciones y de altavoces.
Sí, fue mucho mejor vencer
el riesgo y el miedo «del que me vean y el qué dirán»; jugarse el puesto, la carrera,
por entrar a la Iglesia «cuando no era conveniente» hacerlo...
Eran esos los tiempos en que
no había procesión, cuando ésta «se llevaba por dentro». Al comparar la una con la
otra, no tengo otro argumento:
-Aquellas procesiones, las
que iban por dentro, eran mucho más intensas, más serias, más definidas, e incluso
transmitían una mayor devoción, que la que recién hemos acabado de celebrar.
Se me antoja pensar en
aquella mujer del Evangelio que le espetó a Jesús: ¡Dichoso el vientre que te llevó y
los pechos que te criaron!.
De seguro que la buena mujer
hubiera sido una encarnizada fanática de las procesiones. La respuesta de Jesús, válida
también para hoy, la conocemos:
-¡Dichosos mejor, los que
oyendo mis palabras, las ponen en práctica!