enero-febrero. año V. No. 29. 1999


HECHOS Y

OPINIONES

 

 

CRÓNICA DE UNA

PROCESIÓN ANHELADA

 

por Rogelio Fabio Hurtado

                  

A Georgina Rodríguez y Urbano Amores,

mis tíos que están en el Cielo.

 

Hombre de poca fe, a las doce del día me preocuparon las nubes que se abigarraban sobre los Cuatro Caminos. Tan pronto supimos que ese martes saldría la Procesión, mi esposa Felina María y yo decidimos no perdérnosla. Ya al mediodía, pudo descartarse el mal tiempo, y a las cinco de la tarde, cuando el M-4 enfiló por la Esquina de Tejas, el cielo habanero lucía su más propicio azul.

En las calles aledañas, era visible la animación. Sobresalían las prendas de vestir azules y amarillas, y las cubanas todas tenían esa tarde el bonito subido. Ya en Manrique y Salud, el público no dejaba lugar a dudas: allí estábamos los habaneros, puntuales al encuentro con nuestra Patrona.

 

La Virgen de La Caridad del Cobre entrando en procesión a la Plaza Cívica, en noviembre de 1959, con motivo de la celebración del Congreso Católico Nacional en La Habana.

 

 

Dentro del Templo, colmado de fieles, se dejaban escuchar las palabras radiales de nuestro Cardenal Jaime Ortega Alamino, fraternales, plenas de lucidez y espiritualidad. Sobre la multitud flotaba la vaporosa neblina de tantísimas velas encendidas y en lo alto del altar la Caridad del Cobre parecía más deslumbrante. Entre los devotos, reconocí al pintor Manuel Mendive y a la cantante española Massiel. Resonaron aplausos al concluir la alocución de Jaime, y comenzó a crecer la expectación. Desde el púlpito no cesaban los Salves, el Rosario, los vítores. Sudábamos ansiosos, pero felices. A muchos, no sólo era sudor lo que nos humedecía el rostro. Recordé a mis familiares difuntos, y a dos amigos, hoy en el exilio, quienes participaron en aquella jornada de 1961, en bandos opuestos. Sentí que estaban espiritualmente allí, rezando con nosotros y cantando reconciliados, mientras agotábamos los minutos finales de treinta y ocho años de invencible paciencia, para que la Virgen volviese a recorrer las calles de esta ciudad que siempre ha sido suya.

Afuera se escuchaba, creciente como una marea, el hervor del gentío. Los camarógrafos abejeaban por dondequiera. Uno de ellos consiguió instalarse en un balcón frontal al pórtico del Templo, y desde allí enfilaba su pacífica arma. la Comisión de Orden fue despejando el corredor central. Reconocí entre ellos al popular Cocinero, apasionado industrialista de siempre. Se le agradeció al Dr. Ordaz la presencia de la Banda de Música del Hospital Psiquiátrico. Cruzaron los seminaristas, portando el Crucifijo y otros estandartes. Desfiló, vitoreada, la Bandera. Ocuparon su lugar las Hijas de María, una representación de las mujeres que no abandonaron jamás el Templo. Tras ellas, la doble fila de rosáceos y sepias angelones alados, niños y niñas de hoy, que han retornado para siempre. A todos embargaba la emoción.

Entonces, por la puerta derecha del presbiterio surgió, erguida en la urna alfombrada de flores, la imagen de la Virgen Peregrina. Vino acercándose, sostenida sobre hombros obreros, abriendo a su paso al mar enfervecido de fieles que la aclamaban alzando sus brazos. Felina se abría paso hacia el pasillo para verla más de cerca. Y llegó ante nosotros, alta, más delicada, más bella, sin prisa ni pausa, segura de su vuelo, la Virgen invicta. Le pedí paz, justicia y prosperidad para todos los cubanos. Emocionado como nunca, pasó nuestro Cardenal. La Virgen ganó la calle en apoteosis, y tras ella nosotros, en compacta humanidad, sin atropellarnos. Los pocos conatos de discusión eran apaciguados por el fervor unánime. Lo que buscábamos en aquella «cola» insólitamente dichosa no se acaba ni se acabará nunca. En ese momento, dos jóvenes desplegaron unos modestos carteles, que otros dos, también jóvenes, les arrebataron de inmediato. Temí se desatase la malhadada violencia, pero los muchachos corearon NO AL ABORTO y la Procesión no se detuvo.

 

Manrique, de por sí estrecha, lo fue más y sus aceras fueron ceñido cauce al río humano que fluía gozoso cantando y coreando:

¡VIVA LA VIRGEN DE LA CARIDAD!

¡VIVA CRISTO REY!

En balcones y azoteas se apiñaban los vecinos, y cantaban con nosotros. Íbamos en la mitad de la Procesión y sólo a ratos oíamos el redoble del tambor. Llovían sobre la Virgen los pétalos de flores, desde un cielo habanero que parecía, esa tarde, más cercano. Por un momento pensé que Zanja resultaría holgada, pero la abarrotamos de contén a contén, con la dicha de manifestar nuestra fe. Entonábamos «Virgen Mambisa...», rezábamos a pleno pulmón el Ave María. Una y otra vez, el popular montuno alcanzaba el apogeo de su sentido:

¡Y SI VAS AL COBRE...

LO QUE QUIERO ES VIRGEN DE LA CARIDAD!

Cuando tomamos por Galiano, las personas desde las aceras nos miraban con una luz nueva en sus rostros. Unos pocos se notaban asombrados, indiferente nadie. La Habana parecía transfigurarse, alcanzar su definición mejor al paso de su Virgen amorosa.

¡CUBA CATÓLICA SIEMPRE FUE!

Reina arriba, cientos de habaneros saludaban desde los balcones, de los que pendían banderas cubanas ornadas con imágenes de la Virgen. La noche comenzaba suavemente a prevalecer, y los relámpagos de los fotógrafos eran más visibles, como centelleos de estrellas. Sobre la franja de la Calzada, que brillaba con el último relente del atardecer, se alzaban serenas las torres del Sagrado Corazón. El ritmo de la Procesión se tornó algo más rápido, pero no decaía la animación:

¡YO VINE A ALABAR A DIOS!

Volvimos a Manrique, entrada ya la noche. Había transcurrido apenas una hora, pero tan colmada de auténtica alegría que nos sentíamos renovados por ella. Convencidos de que los cubanos estamos abriéndonos, con Cuba y con la Iglesia a un mejor porvenir. Gracias a Dios y a nuestra Santísima Patrona, la Virgen María de la Caridad del Cobre.

Cuando nos retirábamos en busca del M.4, Felina María, emocionada, me dijo «¡Tremenda Procesión»!

              

 

LA PROCESIÓN VA

POR DENTRO

 

                                    por Manuel Reina Rodrígue               

 

 

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Procesiones en Pinar del Río, antes de 1959

 

...Se lo oí decir muchas veces a mi abuela. Ahora que tengo los mismos años que ella por entonces, puedo utilizar su misma expresión sin que resulte anacrónica.

Este veintisiete de diciembre tuvimos procesión. La última había sido en mil novecientos sesenta, muchos la recuerdan, así como los incidentes de aquella noche. Pero hay toda una generación, y otra que va surgiendo, que no alcanzó a ver al pueblo por las calles expresando sin temor y con libertad su fe y devoción. Todo lo cual me ha llevado a la reflexión del acontecimiento procesional.

Comienzo preguntando: ¿cómo es posible que un hecho de tanto arraigo popular terminara por interrumpirse indefinidamente sin consecuencias ni demandas?. Y sabemos que no sólo era la procesión de la Caridad, había otras a lo largo del año. ¿Por qué se suspendieron todas?. De hecho, la religiosidad de la gente sencilla perdía una de sus expresiones de mayor arraigo, y la Iglesia Católica una tradición secular. ¿Era aquello parte de la «ofensiva revolucionaria». Paradójicamente, el marco religioso se convirtió en un pretexto para el enfrentamiento y la división. ¿Fue inevitable el repliegue de tantos hermanos en la fe, y el tener que ceder terreno ante las nuevas circunstancias?... Son cuestiones de las que ya se ha hablado y opinado mucho, hay demasiados argumentos a favor y en contra según el tipo de valoración que quiera hacerse. Prefiero justificar la debilidad humana; tomar en cuenta el miedo, esa realidad comprensible y experimentada, nada bochornosa y hasta relevante si nos atenemos al Evangelio, ya que los propios Discípulos, incluido el primer Papa, abandonaron a Jesús y le dejaron solo cuando se recrudeció el hostigamiento, la persecución, y eran inminentes el apresamiento y la cruz.

El resultado cierto es que tuvimos que vivir durante treinta y siete largos años sin las tradicionales procesiones. Es por lo que quiero ahora enfocar el tema desde otro punto de vista: ¿Cuánto se afectó realmente la vida del cristiano al no poder manifestar públicamente su fe?. La respuesta es obvia y no se hará esperar. La fe pasó por un proceso dialéctico, purificador, pero nunca se perdió. Pudo permanecer más o menos escondida o aletargada, pero aun en esa misma inconsciencia siguió prendida por sus raíces, dispuesta a renacer en el tiempo oportuno.

Cuando se conoció la aprobación y permiso de las autoridades para realizar la procesión (un trámite que siempre inició la Iglesia desde los tiempos coloniales, según consta) muchos estallaron en felicitaciones pletóricas de alegre euforia, en medio de aplausos y de lágrimas. Aunque no era cuestión de apuntarse una victoria. Tal vez se haya reconquistado un derecho que no debió ser de los primeros en alcanzarse por lo inconsistente e insustancial, ya que ni siquiera es un signo efectivo que ayude al desarrollo y sostenimiento de una auténtica y comprometida vida de fe. Es más, si la condición para ser creyente tuviera que ver con la salida de las procesiones, hace ya bastante rato que este pueblo estuviera sin la savia e inquietud religiosa que, como bien sabemos, conserva gratuitamente y es lo que ha hecho posible, en última instancia, que de nuevo haya habido procesiones.

En la época difícil iniciada con la década del sesenta, un jesuita nos decía a los jóvenes que íbamos quedando:

-No les extrañe si la Iglesia en Cuba llegara a desaparecer; no significa que dejará de estar presente en el mundo hasta el final de los tiempos, porque «los poderes de la muerte jamás la podrán vencer».

Tal y como iban las cosas, aquel sabio y experimentado sacerdote no descartaba la posibilidad de que la Iglesia se acabara en Cuba. ¡Y no era para menos!. La situación para la Iglesia era cada vez más incierta y desfavorable. La labor pastoral se reducía al mínimo, a lo que se añadían otros agravantes: marginación, éxodo, becas, propaganda antirreligiosa y marxista, miedo... Sin embargo, pese a la cruda realidad y en contra de los alarmantes pronósticos, la Iglesia capeó la mala racha, ni siquiera pasó por el período especial de las catacumbas. Es verdad que se cerraron templos, que otros se destruyeron por la acción del tiempo y del abandono; que faltaron como nunca antes agentes de misión, sacerdotes, religiosas y laicos calificados. También es cierto que cada día sobraban y se vaciaban más bancos, que faltaban, principalmente, hombres, niños y jóvenes, y que los mayores, o se postraban y morían, o abandonaban el país. Pero la Iglesia no desapareció, ¡quién sabe cuántos lo dieron por un hecho consumado!. Faltó, a lo sumo, la presencia en caseríos y bateyes, al igual que pasa hoy, «por ser más la mies que los operarios».

Muchas veces he comentado lo desolador que resultaba entrar al templo los domingos y días festivos y encontrar solamente cabezas encanecidas. Me repetía incansablemente:

-¡Dios mío!... ¡Qué va a ser de esta pobre Iglesia cuando se nos mueran esas viejitas!.

Nuestros caminos y nuestras expectativas siempre han quedado muy por debajo de las posibilidades y las conclusiones de Dios. Es Él quien, en definitiva, se las sabe todas y tiene la última palabra, llegado el tiempo y el momento que tiene que ser, nunca antes o después ni en otras circunstancias. Únicamente Él podía saber de antemano que nuestra Iglesia no estaba abocada al fracaso y al exterminio (aún cuando todos dábamos por hecho que podía suceder tarde o temprano).

Sólo hay un responsable de la suerte de la Iglesia en Cuba: El Abbá, Dios. Que supo guiar y arreglar todos nuestros pasos; que no se preocupó por la opción que tomaran sus hijos; que disfruta ahora del reencuentro y la conversión.

Tener hoy de nuevo procesión, ¡claro que es bueno!. Pero de ningún modo va a superar la calidad de la fe vivida anteriormente. Sin duda, fue mucho más edificante y valioso el testimonio callado, sufrido, confiado, de los que se mantuvieron en becas o trabajos confesándose religiosos (incluso si se perdían por serlo). Cuando se celebran cada año las Navidades y Semana Santa, lejos de la comunidad y de la familia, en campos y albergues. Cuando se asistía fielmente a las Misas y otras celebraciones en medio de movilizaciones y de altavoces.

Sí, fue mucho mejor vencer el riesgo y el miedo «del que me vean y el qué dirán»; jugarse el puesto, la carrera, por entrar a la Iglesia «cuando no era conveniente» hacerlo...

Eran esos los tiempos en que no había procesión, cuando ésta «se llevaba por dentro». Al comparar la una con la otra, no tengo otro argumento:

-Aquellas procesiones, las que iban por dentro, eran mucho más intensas, más serias, más definidas, e incluso transmitían una mayor devoción, que la que recién hemos acabado de celebrar.

Se me antoja pensar en aquella mujer del Evangelio que le espetó a Jesús: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!.

De seguro que la buena mujer hubiera sido una encarnizada fanática de las procesiones. La respuesta de Jesús, válida también para hoy, la conocemos:

-¡Dichosos mejor, los que oyendo mis palabras, las ponen en práctica!