enero-febrero. año V. No. 23. 1998


 

 

EL ALMA DE CUBA

por María C. Campistrous

«A los pies de la Virgen traigo mis penas,

mis plegarias,

mis sueños,

mi vida entera»

 

Fue una cálida mañana de ardiente sol santiaguero. Ese día, al despuntar por el Oriente de la Isla, el sol admitió una Plaza engalanada de fe y cubanía. Desafiando los vientos –de doquiera soplasen- se alzaba en lo alto la cruz del altar de campaña, a su derecha, tocando clarines en los corazones, ondeaban a la par las banderas de Cuba y de la Iglesia. Detrás, esperando desde siempre a su Madre de la Caridad, gigante en brioso corcel que parecía salir de las entrañas mismas de la tierra que lo vio nacer, el General Antonio señalaba a su pueblo la senda del Papa que venía a coronar a la Virgen de los cubanos; a su lado, los machetes mambises se inclinaban simbólicos ante la cruz mientras uno, dominándolo todo con su estatura, se elevaba hacia el cielo de la Patria para llevar con él las plegarias y anhelos de los orientales. Cerraban el marco las verdes montañas de la Sierra, indómitas como el Santiago legendario, donde «tiembla la tierra pero los hombres no».

La aurora saludó a los peregrinos que esperaban el gran día «cogiendo lugar», y los albores del amanecer mostraron un altar lleno de historia y tradición. La brisa mañanera mecía con su hálito el azul baldaquino que semejaba un mar claro y sereno, ese mar por donde vino la Virgen del Cobre, el mar que cruzara el Mensajero esperado, ese mar que une y separa a los cubanos, ese mar que en día ya pronto será abrazo fraterno de esta Nación en diáspora. Al frente los escudos de Juan Pablo II y la antigua ciudad; sobre el presbiterio la bicentenaria cruz de la Catedral santiaguera, con su Cristo sufriente de altura más que humana, la cruz que escuchó los acordes de Salas y los suspiros de Heredia y supo de temblores, reuniones, tumultos y súplicas. Al fondo la sede papal y allí el trono arzobispal de San Antonio María Claret, usado durante más de un siglo hasta los tiempos de ese arzobispo inolvidado que es y será Mons. Enrique Pérez Serantes: ¡Qué extremos sublimes y sutiles de ese arco del tiempo! ...La silla de un santo para el Santo Padre, la silla del «Arzobispo de la Dignidad» para el Papa que tan alto valora la dignidad de la persona humana. Y tallado en el frontis del respaldo un escudo episcopal con dos mitras, el báculo y la cruz arzobispal: ¿es que sabría San Antonio que su trono lo iba a usar un papa, sabría este «Santo de las visiones» que frente a ese Papa se hallaría un sucesor suyo pleno de dignidad?...

Lo mejor de su historia había reservado esta diócesis semi-milenaria para recibir y honrar a su Madre y Patrona, para celebrar llena de júbilo la visita del Vicario de Cristo. Miles de personas esperaban ansiosas para aclamar al que venía de allende los mares para traer un mensaje de amor y unidad a los cubanos de dentro y de fuera de la Isla, al que vendría a coronar a María del Cobre como Reina de Cuba. Allí, en la ya histórica plaza santiaguera, se iban a encontrar, por primera vez, el Pastor de la Iglesia Universal y el alma de Cuba. Los corazones latían con desaforo.

La llegada de la venerada imagen de la Virgen del Cobre desató emociones llenando la espera de alegría. Aplausos, vítores, canciones, banderas y pañuelos agitados al viento muestran el gozo de sus hijos. En lo alto, Maceo extiende su mano limpia, abierta para tocar corazones, ¿armas?: el amor inmenso de este Hombre de Bronce a sus dos madres: la Patria a la que ofrenda su vida y la Caridad que le alienta y sostiene... Y la Madre del Cobre saluda a su pueblo para aguardar con él al que viene en nombre de su Hijo Cristo-Jesús.

Al anuncio de que el Papa pisó tierra santiaguera se oyen vivas y aplausos, decenas de miles de banderitas de Cuba y de la Iglesia se agitan como olas inmensas. Al recordar las primeras palabras de su pontificado: «¡No tengan miedo, abran de par en par las puertas a Cristo!», fuertes y repetidos gritos proclamando que ¡NO TENEMOS MIEDO! resonaron en la Plaza haciendo vibrar al aire y los corazones de Santiago. Tras décadas de silencio -miedo, rechazo, conveniencia o convicción- los allí reunidos pregonaron con valor que no temían abrir sus corazones a Cristo, el Redentor.

Este ambiente cálido y fraterno –el entusiasmo, la ilusión y las lágrimas hermanan-, preparó como humus fértil el recibimiento al Santo Padre. Sueño hecho realidad. El Papa está con nosotros. Jubilo de corazones. Pañuelos al viento semejan un campo de rosas blancas saludando al «Mensajero que anuncia la paz, que trae la buena nueva: Jesús es el Señor». María de la Caridad le está esperando y desde lo alto le bendice».

Comienza la celebración de la gran fiesta, la Santa Misa en la Plaza Antonio Maceo transformada toda en imponente templo. El Arzobispo de Santiago –la ciudad sede-, Primado de Cuba, da la bienvenida a Su Santidad poniendo ante él, con palabras sencillas, mesuradas y valientes, los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de esta parte de la Iglesia Cubana. Sabiendo –ya lo decía Jesús- que sólo la verdad nos hará libres (Jn 8,32), expuso claramente la realidad que vive-sufre este pueblo de Dios que él pastorea, al tiempo que su temple de cubano viril hacía bueno el sentir del Apóstol: «La palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla»...

El pueblo allí congregado, creyente y no creyente, le interrumpía con aplausos y vítores, la multitud agitaba banderas y con orden y respeto, desahogaba su corazón. La verdad que oía era su dolor, también su anhelo estaba en ella, pero, sobre todo, le hacía feliz oírla sonar libre en los aires de la Patria. Saltos y gritos mostraban su apoyo y admiración al prelado. Una cerrada ovación se prolongó en el tiempo coronando sus palabras: el pueblo las hacía suyas, las sentía y sufría con él. Los cubanos de dentro y los de fuera las acogieron en su corazón. Obispos y cardenales llegados de todas partes de América le aplaudieron con vehemencia. Un abrazo paterno al arzobispo santiaguero fue la respuesta del Papa.

Mientras le oía, con el alma hecha oídos, vino a mi mente la egregia figura de Pérez Serantes con su verbo valiente y oportuno. Casi en un sueño me di cuenta que mi obispo la colmaba. Entonces sentí, en lo más profundo de mi ser, que desde el cielo patrio sonreía satisfecho nuestro viejo Pastor. Para mí sus palabras fueron soplo del Espíritu, simiente y fermento de la unidad nacional. Sé que ese día nuestra Patrona quiso ceder el lugar cimero a su hijo dilecto, el Primado de Cuba, para que moviera hacia la reconciliación fraterna los corazones de sus hijos doquiera estuviese el lugar del orbe que les cobijara.

La Misa continuó su pasión contenida. En la homilía, Juan Pablo II recordó unas palabras de Maceo: «Quien no ama a Dios, no ama a la Patria», y terminó pidiendo a la Patrona de Cuba que reuniera a su pueblo disperso por el mundo. Un canto a la unidad, y de esperanza para nuestro pueblo, fueron sus palabras. La Virgen y la Patria se aunaron en un mismo y gran amor moviendo a sus hijos «presentes y ausentes» a olvidar discordias y buscar unión... Alborozado, el Espíritu aleteaba desde el cielo cerniendo sus gracias sobre todos. Los aplausos y aclamaciones parecían no tener fin.

Después de la profesión de fe, llegó el momento tan querido y esperado por todos: la coronación de la Santísima Virgen de la Caridad del Cobre como Reina de Cuba. El Papa bendijo las coronas del Niño y de la Virgen, y ante él fue llevada en andas su santa imagen. En las manos temblorosas de Su Santidad se alzaba la corona de la Reina de los cubanos. Con infinita dulzura, cual si su amor hacia Ella aunara las penas y ansias del suelo que pisara, el Mensajero de la Verdad y la Esperanza coronó por sí mismo a nuestra Madre y Patrona, dejando entre sus manos, como recuerdo, un rosario de perlas a la Perla de Cuba. Allí, en la Plaza de Santiago de Cuba, junto al Titán que le llevara en su pecho a la manigua, quiso ser coronada «Cachita»... Siglos de amor a este pueblo, Patria fraguada en su amor, pueblo que sueña futuros: esperanza de Nación... Detrás, coloso paladín ecuestre, el General Antonio, con silente elocuencia, extendía el brazo convocando a su pueblo: al de aquí y al de allá. Al fondo, las agrestes montañas que escogió por morada María del Cobre, y el turquí de un cielo limpio y sereno, azul como las aguas de la oriental bahía por donde llegó para siempre la Virgen de la Caridad, fueron testigos de un sueño que se hacía realidad. En lo alto brillaba ardiente el sol de Oriente dando luz y calor, perlando frentes y encendiendo almas. Santiago era, en verdad, el Altar de Cuba... Las voces se quebraban al cantar: «¡Virgen Mambisa, que seamos hermanos!».

Pienso, siento, que ese hermoso gesto hacia nuestro pueblo, la ternura con que el Papa coronó a la Reina de Cuba, fue el encuentro cercano de la Iglesia y la Patria, las dos madres que anhelan la unidad de sus hijos. A los pies de la Virgen quedaron esa mañana los sueños y amores, esperanzas y temores de sus hijos. Ese día, ante el sucesor de Pedro, la Virgen y la Patria se unieron en beso intangible...

Sonaron los acordes del Himno Nacional y las voces de creyentes y no creyentes se hicieron una para entonarlo. Y me ocurrió como a tantos miles: las lágrimas empezaron a correr libres por mi rostro, larga, loca, quedamente, y yo las dejaba brotar sin rubor: ¿no era esa mi ilusión en los años idos, no son acaso de mi vida emblema la estrella que ilumina y la cruz que redime?... ¡Reina en nuestros corazones, Madre! –le grité en mis adentros- ¡Por Cuba y por Cristo!

Todo era emoción y alegría esa mañana espléndida. Al final de la celebración, el Papa anuncia que ha decidido erigir la nueva diócesis de Guantánamo-Baracoa, otra más que se desprende de la arquidiócesis santiaguera con esa división que multiplica a nuestra Iglesia desde los tiempos del Apóstol Pedro.

Gracias doy al Señor por haber sido testigo de este día de gloria para nuestra historia. Cristo –lo gritaba la gente- había venido con el Papa. Y Juan Pablo II, hombre todo bondad, espíritu que arrastra su viejo cuerpo enfermo, no sólo sentía el calor sofocante del sol de Santiago: en su claro y preciso español agradeció el calor humano con que le acogía su pueblo, el calor de sus corazones, y a esta Iglesia «calurosa» quiso ofrecer la bendición final de la Misa.

Vítores, aplausos, blancos pañuelos y banderas agitadas al viento. Con su proverbial alegría, a ritmo de conga oriental, el pueblo cantaba: «Juan Pablo, hermano, quédate conmigo aquí en Santiago». También él, en una de sus respuestas providenciales, había dicho al pueblo: «Cuba, amigo, el Papa está contigo». El cariño y agradecimiento de los orientales se iban con él.

Aquí, en Santiago, sin lugar a dudas, el Papa encontró, ardiente y desnuda, el alma de Cuba.

«¡Madre, que el amor a mi tierra

nazca del amor a mi Dios!»