noviembre-diciembre.año IV.No.22.1997


NARRATIVA

MONTAÑAS A LA ESPALDA

por Yomar Gonzálesz Domínguez

Algo te identifica con el que se aleja de ti y es

la facultad común de volver: de ahí

tu más grande pesadumbre.

César Vallejo

 

Alberto

En el centro de la mesa está el patriarca, tomando de su vaso sagrado y haciéndose adular. Están además, mi madre, siempre atenta para que no le falte la mejor carne a su querido esposo; mis dos hermanos, vigilando los platos hasta que ven aparecer el rabito del puerco y pelean en silencio para atraparlo primero; mis tías Matea y Tomasa, venidas desde La Habana detrás del olor a carne asada; Bartolo, mi abuelo, convertido ya en un cadáver que respira; Andrés, Juan, Pedro y Felipe, mis amigos; mi novia, a la que miro como a una extraña buscando el antiguo encanto que me animaba a besarla con pasión; y yo, la oveja negra, el maldito, la vergüenza, la mancha, el Judas. Recuerdo como mi padre abrió la primera botella de ron y dijo vamos a beber, vamos a olvidarnos de todo y vamos a beber, qué carajo. Entonces dejó de ser el estirado e influyente jefe de no sé qué, para convertirse en el hombre humilde que se emborracha y hace de payaso sorprendiéndonos. Yo sigo sentado en mi esquina de la mesa, congelado en la fotografía que guardo como único lazo entre mis dos mundos. Estoy flaco, como corresponde a un preso recién liberado y visto mis ropas a la moda de seis años atrás, haciendo el ridículo pero sin que me importe mucho. Estoy comiendo un pedazo de carne jugosa y a la vez pienso en la cárcel. En ese momento quiero sacar de mi cabeza todo lo relacionado con mis compañeros, con los carteles en el muro del cementerio, con la policía, con la galera repleta de ladrones, bugarrones, velahuecos y maricones de estómago. En ese momento trato de concentrarme en la masa de puerco, en su olor, en tratar de tragármela de un solo bocado. Eso es todo lo que recuerdo de aquel día; y la tristeza, el desencanto de saberme obligado a dejar este lugar porque en realidad me aburro entre mi gente que han dejado de serlo para convertirse en otros cualquiera. Otros cualquiera, personas desconocidas o semifantasmas que podría encontrarme en una cola o tropezármelos en la acera por donde camino. Y voy y vengo sin saber exactamente mi preciso lugar en la vida.

Fermín

Su mayor orgullo eran las hermosas patillas que sabía llevar con elegancia. Sabía además la forma adecuada de andar por el paseo, de quitarse el sombrero frente a una gran dama, de mover su bastón con gracia y de ganarse amigos en las más encumbradas familias a fuerza de cultura, respeto y un poco de lisonja deliberada. Lo cierto es que no había una fiesta o reunión importante adonde no fuera invitado, casi siempre por una señora de respeto y abolengo, sobre la cual se afirmaba a la mañana siguiente, que mantenía relaciones secretas con el muchacho. El disfrutaba de aquella aureola creada alrededor de su persona y se reconocía a sí mismo como un hombre de muchos encantos y mayor suerte. Nadie en la ciudad conocía acerca de su pasado, este había sido para todos motivo de curiosidad y preguntas, pero poco a poco el interés fue cediendo ante la tozudez divertida del muchacho y la poca información que obtenían sobre el tema. Nada se sabía sobre su familia; vivía en una casa modesta junto a un viejo negro liberto devenido en algo así como un esclavo voluntario. Recibía dinero de algún lugar, presumiblemente de España, que le permitía vivir holgadamente sin preocuparse de negocios ni trabajo, limitando su vida a la literatura, los paseos y la displicencia. La única queja que pudo haberse emitido sobre él antes de que ocurrieran los hechos que estaban por llegar, era su exaltación a la hora de discutir una idea. En ocasiones había llegado incluso a expresar su verdadera forma de pensar frente a los demás, que prestando más atención a su exquisita forma de hablar, al buen vaso de vino apretado en sus manos o al pecho de alguna muchacha en edad de maridanza reprimido dentro del corpiño; no se preocupaban en comprender el significado real de sus palabras. Entonces él se daba cuenta de la imprudencia y allí mismo quedaba lo referente a la independencia de México, a su nuevo estado de nación autónoma, a la libertad y a las conspiraciones, echando mano a la reiterada comparación entre poetas viejos y jóvenes, prefiriendo siempre a los clásicos muy por encima a sus contemporáneos.

Alberto

Y salí a las calles de mi pueblo a reconquistar mi lugar en la vida. De mi antiguo trabajo podía olvidarme porque yo era un contrarrevolucionario que venía a querer decir más o menos, el más grande hijoeputa de la historia. Desde mi época de estudiante me previnieron; la universidad es de los revolucionarios, pero yo aprendí a aparentar y terminé mis estudios con la ilusión de pasar inadvertido, no meterme con nadie y ser un hombre de bien. Fui entrando en el juego hasta que un día me sorprendí hablando con entusiasmo de ideas totalmente opuestas a las que en verdad creía. Recuerdo que aquella noche soñé algo extraordinario; yo caía, había mandíbulas de tiburón, fuego que me quemaba y vómito por todos lados. Dejé de caer y me balanceaba agarrado a una soga que se perdía arriba y abajo hasta el infinito. Volvía a aparecer la calavera de colmillos y garras de fiera que me seguía, no importa que corriera más fuerte porque siempre se mantenía a la misma distancia. Frente a mí estaba la caja contadora y detrás de ella el personaje de oro que esperaba con las manos cruzadas sobre el pecho. El personaje tenía una barba de oro y un uniforme de oro. Me tendió la máscara pulida y la sentí pegada a mi rostro succionándome la piel y haciéndose dueña. Yo perseguía y aplastaba a otros que iban apareciendo, aquí y allá mordía la carne viva y bebía la sangre caliente. Pero además del sueño estaba la sensación al otro día por la mañana; levantarse de la cama y creer que eres un extraño, darle un beso a tu madre que te tiende cariñosamente el desayuno e imaginártela una mujer cualquiera que no has visto antes, salir a la calle y estar seguro de haber sido cambiado en la noche por otra persona que debe estar sintiéndose tan raro como tú. Entonces quisieras echarte a llorar, quería echarme a llorar. Solo me quedó mirar al cielo, abrir los brazos y preguntarme si Dios estaría por allí.

Fermín

Bajó de la calesa frente a la iglesia y los ojos de todos los jóvenes que cuchicheaban reunidos en pequeños grupos y esperando la hora de comienzo, la buscaron afanosamente. Ella estudiaba cada movimiento, se sabía observada y trataba de moverse con la mayor precisión y soltura para aparentar desentendimiento. Entró al templo seguida por Clara, su vieja tía asignada para cuidarle los pasos, salvar las conversaciones imprudentes y poder acabar a tiempo una relación engorrosa. Allí la vio Fermín, arrodillada ante el altar, los ojos cerrados, el rostro pálido contrastando con el luto de su vestido y los labios susurrando la arenga de cada domingo ante el dios de madera. La buscó toda la mañana durante la misa, la semana siguiente y otras muchas semanas hasta que ella reparó avergonzada en él, en su cara de niño crecido, en sus ademanes y sus formas. Un día, mientras Clara tomaba la hostia, creyendo con toda su alma que tomaba así el cuerpo y la sangre de Jesús, la muchacha percibió el olor con el que había estado soñando y sin atreverse a abrir los ojos escuchó la voz susurrada durante un segundo casi en su propio oído. Me llamo Fermín. Ella sonrió apenas y pensó, muy a pesar suyo, que Cristo había sido un hombre.

Después que lo había presentado en el salón, lo tomó desenfadadamente por el brazo y lo llevó a conocer a su familia. El era el joven que la había salvado del tumulto de pardos y esclavos que parecía ahogarla en medio de la plaza. Un gesto muy valiente, le recordaba a su pobre hijo. Este es José Francisco Lemus, mi esposo, esta es mi hermana Clara Montesinos y esta belleza es mi hija Cecilia. El contó la anécdota con mucho tacto; usaba nosotros en lugar de yo, se sonrojaba cuando era imprescindible alabarse a sí mismo y dramatizaba la escena que lo requería. Se detenía a veces y la buscaba para asegurarse de que estaba allí y entonces ponía un poco más de encanto a sus palabras. Ambos sabían que era por ella. A partir de aquella noche no pasaba un día sin que él se presentase en la casa a preguntar por la salud de la familia, a llevarle flores a las damas o solo a saludar. Su presencia allí se hizo común; asistía con regularidad a las meriendas, participaba en conversaciones familiares, daba su opinión a la hora de ubicar un nuevo cuadro y ayudaba al jardinero a podar los pequeños pinos de la entrada. Cecilia y él no habían podido hablar mucho hasta el día en que él le dijo: mañana voy a pedir a su señor padre me permita el honor de rogarle su mano en matrimonio, señorita Cecilia, desearía saber si usted está de acuerdo. Ella asintió sin titubear, dio media vuelta y se fue dejando su olor de virgen enamorada en el ambiente. 

Alberto

Por las tardes después del trabajo, me iba a la casa y abrazaba a Judith que esperaba meciéndose en el sillón y mirando su reloj porque llegaría mucho más tarde esta vez. Cerraba el cuarto y por un rato sudábamos en cuerpo y alma las cosas que nos rondaban la cabeza. Cuando hablábamos, tratábamos siempre de evitar el pasado; yo sabía que ella había estado con muchos hombres y no me importaba en lo más mínimo, ella me suponía una vida pervertida y descarriada en la cárcel y creo que eso la motivaba a buscarme todos los días. Judith se había acostumbrado al tipo de hombre que yo no era y me miraba como a un objeto de museo, tocándome suavemente con miedo a que pudiera romperme. Cuando ella se marchaba yo siempre hacía lo mismo: me baño, bajo a comer entre las preguntas sofocantes de mi madre, subo de nuevo a mi cuarto y me siento en la butaca con un libro en las manos, pensando que hubiese sido mejor quedarse fuera; esto no hay quien lo tumbe y nada se hace escribiendo letreros en las paredes porque al otro día al amanecer ya están tapados con pintura - todos saben que han escrito algo, pero al fin nadie puede leerlo -, ni tirando papelitos en los portales de las bodegas porque la policía siempre se entera primero. Lo único que gana uno es tenerlos enseguida metidos en tu casa porque el jefe del grupo es capitán del ministerio o una jodienda de esas. Y cuando el juez te manda a poner de pie para decir que son siete años de cárcel, entonces es inevitable que te tiemblen las rodillas y se te escape un puchero de impotencia como única queja. Y cuando tu madre llega a la primera visita cargando sola la jaba- sola porque tu padre dice que perdió a su hijo, que no le hablen más de eso, qué va a pensar la gente, coño, de mi familia- las lágrimas acaban por salir y tratas de esconderlas con el pañuelo y una supuesta gripe. Cuídate eso mijo, que en estos lugares cualquiera coge una pulmonía, mi madre. Está bien vieja, cuídate tú también y cuida a la gente. Después viene el plante para que nos separen de los presos comunes y nos reconozcan como presos políticos, y entro ya para no estar fuera del grupo, pero hace tiempo que se me acabó la rebeldía y los sigo solo por inercia, sin pensar, lleno de miedo, muchísimo miedo. No conseguimos nada, vino el fiscal y nos explicó que nuestros delitos no eran políticos según constaba en los legajos oficiales del juicio y en el acta de acusación, asociación ilícita, un año, propaganda enemiga, seis años. Eso fue todo y nos mandó de nuevo a la galera. Decidimos olvidarnos de aquello y tratar de terminar la condena de la forma más pacífica. Por eso nos sorprendió el día de nuestra libertad a los seis años. Ya me parecía que iba a pasarme la vida entera entre los guardias que iban y venían, entre nuestros trajes azules, entre los aceres, moninas y ecobios que se afanaban en hacer un cuchillo de una cuchara para ajustar cuentas. Seis años exactos, la calle y el asombro de no sentir una alegría excepcional, solo el deseo de llegar a casa, ver a mis hermanos y tirarme un rato en la cama.

Fermín

Don José Francisco Lemus era un hombre muy respetado. A sus reuniones y fiestas asistía lo mejor de la sociedad habanera. Además amasaba una buena fortuna y se dedicaba, en el poco tiempo que le permitían sus labores de hombre de negocios, a la política y al desarrollo de su intelecto. Ocupaba incluso un puesto de relativa relevancia dentro de la milicia organizada por orden del Capitán General. Por eso, y también por su posición de persona intachable y desapasionada, Fermín se sorprendió con el curso que iba tomando la conversación. Habían almorzado juntos y después habían ido a la biblioteca degustando un excelente vino traído expresamente desde las Canarias. Conversaron sobre el ambiente de la ciudad, de su rápido y continuo desarrollo y de la situación del país como colonia. Ya está bueno de seguir soportando los antojos de España. Ahí están los Estados Unidos y México que nos ofrecen garantías y seguridad en el comercio. España no tiene fuerzas suficientes para seguir dominando en América. Fíjate en Bolívar que ha hecho cuanto ha querido. Verdad que el general es un estratega y un gran líder.

- Es la fuerza política más importante del continente. Es el hombre de este siglo. El nuevo Napoleón - dejó de hablar tomó aire y se inclinó sobre la mesita para servirse otro vaso.

- Usted debe darse cuenta de mi posición en este momento José Francisco. Permítame que le pregunte algo. ¿Por qué me habla usted de esa forma y me cuenta esas cosas tan comprometedoras?

- Pues porque te he conocido lo bastante como para saber tu forma de pensar, porque he tomado tus frases sueltas y te he visto bajar la cabeza cuando te tragas lo que quisieras decir. ¿Es cierto o no?- Fermín no le respondió, se quedó mirándolo, superponiendo el rostro de Cecilia sobre el del hombre y dándose cuenta de lo mucho que se parecían.

- Poniendo por delante nuestra familiaridad y la confianza que le tengo como hombre, le confieso que es verdad, que a veces quisiera gritar las cosas que casi siempre me callo, que estoy cansado de seguir así.

- Siempre se puede hacer algo.

- Creo que aquí no tenemos mucho que hacer. Al cubano le importa poco todo eso mientras tenga comida, bebida y alguien con quien dormir por las noches. Todos estamos envueltos por el ambiente. Mírese usted mismo. Mire lo lejos que está su forma de pensar a su manera de actuar. Somos todos unos hipócritas.

- Verás que siempre se puede hacer algo. ¿Qué pensarías si te contara sobre un movimiento de rebelión contra España aquí mismo en La Habana y entre las personas más insospechadas? ¿Y si supieras que ese mismo movimiento está en contacto con el General Bolívar y su ejercito?

Fermín se encogió de hombros.

- Sería grandioso. Pero no creo que algo así pueda ocurrir.

- Está en tus manos tu participación. Estoy invitándote, de parte de los cubanos honestos de la Sociedad Secreta Soles y Rayos de Bolívar, a usar tus ideas y tus brazos para liberar a Cuba.

Fermín nunca había creído en las conspiraciones. Para él, como para casi todos, estaba claro que siempre terminaban en el oído del Capitán General. Sin embargo José Francisco le hablaba con tanta seguridad que sintió deseos de entrar. Por un momento sintió un calor insoportable que lo quemaba desde dentro, que le abrasaba las vísceras y los órganos. "Quiero estar dentro. Que sea lo que Dios quiera", dijo vomitándolo. Se recostó al espaldar de su asiento y tomó un último trago. Entonces extrañó a Cecilia y su perfume.

Alberto

Era mi oportunidad, Luis me la tendía sin saber a ciencia cierta lo que yo iba a decidir. Tomé las planillas y le agradecí que aún se acordara de mí. Somos hermanos Alberto, qué pasa. Nos dimos las manos y comprendimos en ese momento que para ambos la única opción era irse. Habíamos nacido en el lugar equivocado y tendríamos que dedicarnos a buscar el sitio al que pertenecíamos. Antes de llenar las planillas llamé a mis padres y les conté mis planes, por la vía de los presos políticos es mucho más fácil y seguro, cuando llegas allá te aseguran casa y trabajo hasta que puedas salir alante. Si alguno de ustedes quisiera se puede ir conmigo. Mi madre mira al viejo. El baja la cabeza. Bueno, solo quería que estuvieran al tanto. Mijo, mi madre me abrazó como condoliéndose de mí y de lo que ella sabía que pasaba por mi cabeza. El viejo no dijo nada, tal vez lo esperaba hacía tiempo, pero yo me sorprendí al verlo tan calmado. Por la noche él estaba en mi cuarto, sentado en mi cama como en la época en que yo era todavía un muchacho y él venía a hacerme los cuentos de las mujeres que tuvo y de cuál era la mejor manera de conquistarlas. ¿Entonces te vas? Sí papá, si Dios quiere. Yo sabía que ese era tu final, a pesar de la buena educación que te dimos... Papá, por favor. Está bien, está bien. Queremos pedirte algo, quiero decir, tu madre y yo. Usted dirá papá. Me pasó el brazo sobre los hombros y me habló al oído. Comprendí que mi padre no era como yo creía, me quería y yo había sido algo injusto con él. Lo abracé y le di un beso en la frente. No te preocupes, todo saldrá bien.

Después de la entrevista solo me quedaba esperar. Dejé el trabajo y terminé por encerrarme completamente en mi cuarto. Judith iba casi todos los días y se escondía allí conmigo. Aparte de ella y mi familia, no veía a nadie más. Nos entreteníamos con nuestros cuerpos, jugueteando cuando no podíamos más, palpando y midiendo cada parte y cada miembro. A veces nos tapábamos los ojos y aprendíamos a reconocernos por el olor o el sabor de un lugar determinado, escogido solo al azar. Por mucho tiempo ese fue el recuerdo más grato que guardé de mi vida. Judith, sus senos y el gusto de su sexo.

Judith

... durante esos años, pero aún lo querías mucho. Cuando él estuvo libre volviste a buscarlo y se aceptaron mutuamente sin mucho romanticismo, solo con el deseo de los cuerpos que se saben bien ajustados en la cama. El necesitaba una mujer y allí estabas tú. Tal vez pensaste que podrías irte con él, pero no fue esa la idea que te llevó a buscarlo, además él nunca te habló sobre ese asunto. No estaba de más probar suerte. No te iba a ir peor que ahora. Tú no sentías ningún apego a la patria o a la tierra y mucho menos al barrio, donde ya habías probado el sexo de casi todos los hombres, donde habías visto sangre, muertos, peleas entre mujeres y batallas entre familias. En realidad ese barrio era todo lo que comprendías cuando escuchabas frases como tu país, tu patria. Para ti la patria era solo el pedazo de suelo que pisabas. Pero él nunca te habló de llevarte. Solo se usaron para matar el aburrimiento y la espera. Tú aprendiste a quererlo y admirarlo. La cárcel lo había cambiado totalmente. Había dejado de ser el joven lleno de bríos y encantos que habías conocido, para convertirse en un tipo triste que parecía siempre a punto de echarse a llorar. Sabías que guardaba mucho odio y te parecía que habían sido injustos con él mandándolo a convivir con tipos como Papito Azuquita, el guapo del barrio, que te seguía diciendo desde la cárcel prepárate para cuando salga, recuerda que eres mía. Así llegó el día y fuiste a una fiesta triste donde se comió y bebió a la salud de Al el americano. La noche anterior habías tenido que llorar cuando te supiste penetrada de aquella forma por última vez.

Fermín

Fermín era un hombre tan pausado y comedido en sus acciones, que el viejo Francisco se sorprendió del alboroto y la borrachera que reconoció en su rostro cuando le abrió la puerta. El negro lo había visto nacer en la finca de Oriente. Lo vio crecer y desaparecer después a colegios y escuelas de las que regresó hecho ya un hombre y con aquellas maneras tan exquisitas y cuidadas. El había servido a aquella familia desde pequeño cuando lo trajeron de su tierra y ya hacía rato que había perdido todo sentimiento salvaje u hostil contra los blancos. Sus recuerdos lejanos, sus padres y su aldea se habían borrado con los primeros bocabajos. Después el accidente en que perdió los dedos del pie derecho fue una bendición porque salió del trabajo agotador del café, para dedicarse a cuidar pacíficamente del huerto y los jardines. Los amos siempre le tuvieron mucha consideración, por eso cuando el niño Fermín se negó a ir con ellos a Puerto Rico donde debían atender negocios mayores, lo dejaron para que cuidara de él y lo atendiera. Fermín enseguida buscó un administrador, arregló sus cosas y se fue, llevándose a Francisco con él. Durante el viaje el negro se sorprendió con un papel en la mano y con la voz de Fermín que le repetía eres libre, eres libre. Pero él ya no sabía lo que podía hacer con la libertad y le rogó al muchacho que lo llevara adonde él fuera, por favor niño Fermín. Así vivieron muchos años, Fermín tratándolo como a un tío viejo y Francisco todavía viendo en él a su amo. Me caso viejo, me caso. Y cayó en los brazos fuertes del anciano que lo llevó a la cama, lo desnudó y lo dejó dormir.

Cecilia

... otras veces soñabas que ibas vestida como un negro, con pantalones, una camisa ligera y una cinta atada a la frente y corrías por la playa y te bañabas desnuda. Cuando despertabas sentías vergüenza de aquel sueño y miedo de que alguien te sorprendiera recordándolo - cosa que sabías imposible - cada mañana. A veces tu padre te miraba detenidamente mientras desayunaban y creías haber sido sorprendida cometiendo un grave delito. Entonces dejabas de sostenerle la vista, a pesar de que te gustaba tanto mirar sus hermosos ojos y el rostro sereno que te inspiraba tanto respeto. A veces sentías un poco de celos porque sabías que tu padre confiaba a Fermín algo que ocultaba a todos los demás. Cuando estabas sola con tu esposo en la habitación, tratabas de hablar sobre ese tema, pero él siempre te miraba de soslayo, meneaba la cabeza, te decía que mejor lo olvidaras y te besaba. Fermín era un gran hombre. A él fue al único que le contaste tus sueños, llena de vergüenza y apretada a él. Quién sabe si un día nos bañamos desnudos en el mar. Y no fue en el mar, pero sí en el arroyo limpio que bajaba entre las piedras y formaba una poceta a los pies de la montaña. Te había hecho vestir con su ropa ante los ojos sorprendidos del administrador y los esclavos de la finca que no sabían si reír o estarse serios. Te llevó de su mano y a plena luz del día te desnudó sobre la hierba. Te hizo desnudarlo y así entraron al agua sin apenas hacerse sentir, tu algo sonrojada, pensando que tal vez alguien podía estar fisgoneando detrás de uno de aquellos árboles gigantes, él ayudándote porque tus pies - siempre acostumbrados al calzado y los cuidados - se dañaban al menor contacto con una piedrecita. Fermín era un gran hombre, siempre lo demostró. A partir de ese día te molestaban tanto tus complicados vestidos que cuando regresaron a casa, permanecías todo el tiempo en la habitación sin recibir visitas, abanicándote y añorando un baño en el arroyo de la finca de Oriente.

Fermín

Fermín se percató enseguida de que con el nuevo Capitán General los planes de un levantamiento eran mucho más difíciles. La ciudad parecía estar en guerra porque a cada paso se veían patrullas de militares que parecían no hacer nada en específico. Algunas conspiraciones fueron descubiertas cuando se iban a dar los pasos más importantes porque la noticia siempre se filtraba. Algo así ocurrió también con ellos, a pesar de la plena confianza que tenían en el grupo de hombres con el que contactaba cada uno y a pesar de los requisitos necesarios para ser aceptados entre ellos. Aún así la sociedad también fue descubierta unas pocas semanas antes de la fecha de alzamiento. Los guardias entraron a la casa y revisaron cada lugar y cada esquina. Después le dijeron a José Francisco que tenía que acompañarlos para confirmar una acusación hecha en su contra y comenzar con la investigación. Fermín supo inmediatamente lo que ocurría y se apresuró a cumplir con las indicaciones que le diera su suegro para casos como este. Fue a la biblioteca, entre las preguntas de Cecilia y su madre que él no sabía cómo responder, y buscó una vieja edición de clásicos griegos. Allí estaban las direcciones y las listas de nombres. Fermín estuvo indeciso por un momento, sobre él había caído demasiada responsabilidad tal vez. La aventura había dejado de ser un juego a los escondidos para convertirse en el peligro de la realidad reducido al fusil reglamentario español o a la soga de una horca.

Fermín viajó a Matanzas con dos objetivos; escapar de los militares que lo buscaban y avisar a los compañeros de aquella zona. No tuvo contratiempos para llegar, presentarse en la dirección que se había aprendido de memoria y ponerlos al tanto sobre la situación. Lo más importante era avisar a todos para que trataran de escapar o esconderse, caer en manos de la autoridad equivalía a una muerte casi segura. A él le pusieron un papel en la mano, avisas aquí y continúas con el doctor, él sabe lo que debe hacer, cuídate muchacho y muchas gracias.

Cuando llegó ante la gruesa madera de la puerta notó el aire enrarecido de aquella calle, la niebla que lo encerraba como si tratara de separarlo del mundo, el ardor en sus ojos y la inexplicable sensación de nostalgia y abandono en que se sumió. La luz interior lo dejó ver el pequeño rótulo de letras góticas : José María Heredia , Abogado.

Media hora después salían apurando el paso mientras a sus espaldas el sol se escondía detrás de unas colinas casi imperceptibles.

Alberto

Cuando puse el primer pie en la escalerilla del avión, solo entonces me di cuenta. Bastó un ligero volteo de la cabeza y en apenas un instante noté lo que dejaba atrás; las personas que miraban desde el otro lado del cristal, el asfalto bacheado de mi calle y la tierra, húmeda y perfumada tierra. ¿Adónde vas Alberto, qué vas a hacer? Me sorprendí encogido de hombros, pero subiendo y acomodándome junto a una ventanilla que me permitió ver cómo se alejaba mi pasado. Miré un rato tratando de descubrir una montaña o alguna silueta en la lejanía y el mar. Entonces sentí en mi boca el sabor de una mañana de resaca, ahogándome por la sed y el asma. Era el mismo paisaje, la misma impresión de desencanto y abandono. Comprendí que ya había vivido aquello varias veces en otras vidas y sonreí al reconocerme tan místico por primera vez. Estuve seguro de que era mucho más cómodo tener la esperanza de poder morirse con confianza porque quizás la próxima oportunidad sería mejor; y entonces la vida dejaba de ser vida y sería como sentarse en la sala de un cine donde pasan película tras película sin que a uno le de mucha importancia cuál termina y cuál comienza, y entonces morirse sería como una tira de dibujos animados con Buggs Bunny que te dice a cada rato: that`s all folks, see you next cartoon. Sin embargo, lamentablemente eso es una utopía y queremos vivir cuanto podamos esta vida, la de ahora. Creí que iba a ser fácil, pero durante el viaje me vi ocupado por remordimientos y vergüenza. Hasta el último momento creí que podría hacer detener el avión y bajarme como si viajara en un taxi. Gracias a Dios que no pude. En Cuba dejé mi pasado. Cuando puse los pies en Miami me hice el propósito firme de construir una vida nueva, olvidar lo que dejaba atrás y comenzar como un niño recién nacido. Es cierto que allá dejé una mitad de mí, pero con la otra volví a erigirme hombre. Entonces salí a la calle, repleté los pulmones de aire citadino, pasé el brazo por encima de mi esposa, que me había transmitido parte de su acento puertorriqueño, y creí que quizás yo no pertenecía a aquel lugar ni a ningún otro.

Fermín

Fermín encogió los hombros como toda respuesta y esperó a que el hombre continuara hablando.

- Pues tengo un miedo espantoso a que dentro de cien años nadie recuerde en esta isla que soy cubano, no poder regresar nunca a mi tierra, olvidar completamente el rostro de mis familiares y la melancolía del viejo que vende leche fresca todas las mañanas en la misma esquina de la plaza, dejar de ser quien soy para convertirme en un extranjero en todos los lugares a que llegue, morirme solo en la habitación de un hotel...

Los dos hombres perdían de vista las últimas luces. El agua del mar los salpicaba. Estuvieron así por un rato, creyendo descubrir formas de montañas en la oscuridad y la lejanía. Fermín sintió el sabor de la resaca y una sed que le ardía la garganta. No se explicaba lo que ocurría, pero ni siquiera lo comentó con su nuevo compañero. Heredia sacó un pedazo de papel y escribió algo.