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septiembre-octubre. año IV. No. 21. 1997 |
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ECONOMÍA
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MORAL SOCIAL Y ECONOMÍA III Semana Social Católica por P. José Luis Alemán |
Antes de iniciar mi exposición sobre "Moral Social y Economía" desearía aclarar qué entiendo por Moral.
FUNDAMENTOS DE LA MORAL SOCiAL
La PRIMERA realidad fundante de la Moral quizás no necesita de mucha reflexión: el comportamiento del ser humano es distinto del propio de los animales. En buena medida el comportamiento animal es comparable, en el lenguaje de la psicología conductista, con una respuesta espontánea de su estructura biológica y "psicológica" a la acción de un estímulo. Existe en el animal una conexión directa-continua en la jerga conductista, bastante unívoca entre estímulo y respuesta. La acción del ser humano, que también tiene un constitutivo fundamental de naturaleza biológica animal, no está, ni de lejos, tan condicionada por el estímulo. Entre la persona y el estímulo se interpone un filtro que llamamos inteligencia, conciencia o razón. El organismo humano aunque urgido por estímulos externos a ese núcleo de la personalidad, no tiene que darle una respuesta espontánea, inmediata y determinada. En parte al menos su respuesta queda en suspenso frente al estímulo. En el lenguaje cotidiano es libre ante él. Existe la posibilidad de responder de maneras distintas, lo que requiere una elección entre ellas. Esto no pasa sólo una vez en la vida. Frecuentemente cada persona tiene que optar entre diversas posibilidades. Al ir tomando acto tras acto esas decisiones la persona va "fabricando" su vida como un proyecto más o menos coherente o incoherente, del cual es responsable y que puede ser bueno o malo. La repetición de estas decisiones facilita a cada quien adquirir "hábitos", costumbres y actitudes usuales, que forman, por muchas que sean las opciones concretas incoherentes con esa tendencia, el sentido de la vida. Cada individuo humano se va haciendo a sí mismo a lo largo de la vida. Hasta la humanidad, entendida como un conjunto social de seres humanos, puede hacerse a sí misma como proyecto a lo largo de la historia.
Tenemos, pues, una realidad que consiste en el "comportarse", en el "quehacer de la vida". Aranguren se expresa así ante este comportamiento de carácter moral autónomo, no ligado a ninguna orientación extraña: "este sentimiento individual y social, histórico siempre, es el primario de la palabra moral: moral vivida que no consiste aún en la teoría sino en la práctica de hacerse a sí mismo a través del hacer las cosas." Esta moral autónoma difícilmente haya existido aunque sea una buena introducción a la comprensión de la necesaria libertad que implica toda moral. Una segunda realidad fundante requiere todavía menos aclaración: los seres humanos no solemos conducirnos ni de un modo totalmente arbitrario ni mucho menos dotados de autonomía individual. En verdad seguimos más, a la hora de tomar opciones, patrones de conducta y actitudes vigentes en nuestros grupos de referencia. Esos patrones, aunque hayan nacido de decisiones individuales, se han ido transformando en modelos culturales de comportamiento, de estilos de enfocar la vida o de pensar, y de valores arquetipos para evaluar la conducta humana. Estos modelos sociales que encauzan la opción humana vienen depurados por la sociedad. Probablemente por lo que los mejores de la sociedad opinan que debe hacerse. Algunos de estos patrones de conducta tienen una característica peculiar: ser normas cuyo quebrantamiento choca frontalmente con lo que una sociedad reclama. Estamos ante modelos de conducta llamados "mores" o costumbres de índole obligatoria, aunque sean muchos quienes los violen y aunque resulte imposible o innecesario hallarles una justificación racional de "obligatoriedad". La moral, entonces, resulta del montar nuestros proyectos de vida sobre "mores" o costumbres sociales absolutamente obligatorias en una sociedad. Ni que decir tiene que esas costumbres suelen sufrir variaciones de importancia en el tiempo y que difieren entre sí en las diversas "subculturas" de un país o región. Ser moral significa entonces ser miembro "normal" de una sociedad que al tomar sus opciones respeta las normas de lo que los mejores -o las más- han establecido. Sin duda hay que ser extremadamente cuidadoso en negar a estas costumbres un valor moralmente auténtico de orientación de la conducta. Con todas las imperfecciones que exhiban las costumbres sancionadas por una sociedad no es posible negarles un valor positivo aunque probablemente limitado en el sistema evaluativo de lo que es o no es moral. La pluralidad de culturas, y por tanto de normas morales, que existen en el mundo deben servirnos de cautela para no condenarlas "in totum". Arguyendo a partir del diálogo interconfesional, tal como lo concibe Juan Pablo II en su libro Cruzando el Umbral de la Esperanza, Dios es siempre mayor que cualquier esquema de comprensión que tenga la humanidad, aun la misma Iglesia Católica. La limitación del ser humano impide captar en Dios todos sus atributos y la riqueza de su vida misma. Ni siquiera la revelación de Dios en Cristo puede superar estas barreras. Como el Señor mismo, por otra parte, se manifiesta a través de sus criaturas aun sin pasar por la revelación ("semillas del verbo", lugar común en la teología) siempre es posible que determinado matiz o carácter de Dios haya sido más y mejor resaltado en una religión que en la católica. Por eso el diálogo interconfesional, sin negar el carácter de mayor compresión que se da en la revelación a través de Cristo y su Iglesia, insiste en identificar los aspectos básicos de otras religiones, indicios probables de una mejor captación de Dios. Lo que del diálogo interreligioso es válido, se dice a fortiori del diálogo intercultural en el aspecto moral. Sin canonizar las normas morales de tipo social existentes es más fecundo comenzar la reflexión moral partiendo de sus aspectos positivos y no de su condenación en bloque. Aceptemos, pues, que la moral es social y que las "mores" de cada sociedad contienen numerosas perspectivas de mejor comportamiento moral de lo que solemos atribuirles. Un tercer camino de acercarnos a la moral social es la reflexión sistemática y racional sobre la naturaleza del comportamiento moral de los hombres. Esta moral sistemática que envuelve una reflexión racional y teológica, y que no tiene que darse necesariamente en la vida de muchas personas, busca las razones de por qué es obligatorio comportarse de una forma determinada para llevar un proyecto digno de vida que permita espacios de "deber", de "responsabilidad" y de "culpa". Cuando en la búsqueda de estos fundamentos hacemos uso de la revelación y de la enseñanza del magisterio estamos ante una ética filosófico-teológica, búsqueda de una explicación teológica a conductas que deben seguirse en el campo complejísimo de la moral social, o sea del conjunto de pautas y orientaciones que sirven de fundamento a la fábrica social y de directivas dentro de ella a la acción individual. Esta teología moral, como indica Juan Pablo II en la Sollicitudo Rei Socialis, viene dada por la llamada Doctrina Social de la Iglesia. Antes de presentar el modo de operar de la Doctrina Social entendida como moral social se me hace imprescindible distinguir entre la moral social que orienta la conducta ética de una persona, que no es sino una especie de ética individual frente a las normas sociales, y la que ayuda a evaluar y tratar de modificar de manera total o parcial la urdimbre de normas y actitudes: que la cultura política-social de una comunidad insinúa o dicta a sus miembros. Esta última es la que asumiré como Moral Social en esta ponencia.
PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL CATÓLICA En su raíz última la Moral Social Católica es un esfuerzo por hallar principios sociales reguladores que puedan encarnar, aunque de manera siempre mejorable, la enseñanza moral del Evangelio. Afortunadamente no hay dificultad seria en identificar el principio moral general del Evangelio: amarás a Dios de todo corazón y al prójimo como a ti mismo. Jesús mismo dijo que en estos dos preceptos se resumen todos los mandamientos . Con no menor claridad es reconocible la justificación de esos mandamientos nucleares del cristianismo: el amor de Dios, que no quiere que nadie se pierda, a todos los seres humanos.
1. Este principio de la prioridad del ser individual sobre cualquier otro principio de organización ha sido recalcado con toda claridad en la Mater et Magistra (219 s.).
"El principio capital de esta doctrina (social) afirma que el hombre es necesariamente fundamento, causa y fin de todas las instituciones sociales: el hombre, repetimos en cuanto es sociable por naturaleza y ha sido elevado a un orden sobrenatural. De este trascendental principio, que afirma, y defiende la sagrada dignidad de la persona, la santa Iglesia con la colaboración de sacerdotes y seglares, ha deducido, principalmente en el último siglo, una luminosa doctrina social para ordenar las mutuas relaciones humanas de acuerdo con los criterios generales que responden tanto a las exigencias de la naturaleza y a las distintas condiciones de la convivencia humana como al carácter específico de la época actual; criterios que precisamente por esto pueden ser aceptados por todos". Aun tratándose aquí de la piedra de toque para discernir una moralidad social objetiva, hay que reconocer que el modo específico de su ordenación jurídica está fuertemente supeditado, en lo que a concreción respecta, al carácter propio de cada época y en ella de diversas formas de organización. El derecho, por ejemplo, de la libertad de expresión, fue seriamente cohibido por la misma Iglesia a través de la Inquisición y con razones que limitan esa expresión libre a temas que sean discutibles y no lesionen los derechos de la verdad. He mencionado esta ordenación jurídica, peculiar de una era pasada para recalcar la posibilidad de que el derecho sagrado de la dignidad de la persona (no de la humanidad) puede estar limitado por consideraciones sociales de peso así como puede ser vaciado, también, de todo contenido verdadero por motivos ligados a intereses de los grupos dominantes de la sociedad. El paso de la teoría a la práctica resulta siempre difícil por la naturaleza de la sociedad organizada en torno a intereses materiales, a diversas concepciones de la persona y a las mismas dificultades de determinar en concreto las consecuencias sociales y jurídicas en cada caso. Una dificultad similar la encontramos en el desigual trato otorgado por el Islam a la mujer en la sociedad o a la libertad reclamada por los usuarios de la internet para propagar toda información por peligrosa que sea tanto para la seguridad elemental de la sociedad (instrucciones para armar explosivos) como para la defensa de menores (pornografía). De aquí la extrema cautela que se impone a la persona humana cuando trata de calificar determinadas instituciones sociales sin tener en cuenta el valor antes señalado del sistema de "mores" y costumbres de una sociedad. Obviamente estas cautelas pueden llegar a quitar todo contenido práctico a la prioridad de la dignidad de la persona en un marco institucional dado. Tenemos que caer en cuenta, también, que en toda sociedad y en toda institución social, sin excluir ni la familia ni la Iglesia, coexisten de hecho dos versiones extremas de tolerancia, la abiertamente liberal que defiende la ampliación de las libertades individuales aun a costa de evidentes riesgos, y la confesamente tradicional que insiste en mantener las normas y el sistema de distribución de poder existente en nombre de la seguridad colectiva. San Pablo, mismo, al defender la justificación del ser humano sin necesidad de someterla a un conjunto de ritos tales como la circuncisión y los mandatos pertinentes a la licitud de los alimentos, asumió, frente a los hermanos de Jerusalén, una actitud francamente liberal en la interpretación de la Escritura.
2. El segundo principio orientador para la construcción y para la evaluación moral de una sociedad es el de solidaridad.
Este principio es entendido de maneras ligeramente distintas en la Doctrina Social de la Iglesia: conciencia de los "derechos de los trabajadores" por parte de los demás, Laborem Exercens, 8), ayuda de las naciones ricas a los países en desarrollo" (Populorum Progressio, nn. 44,48), responsabilidad de los más ricos frente a los más pobres en una sociedad (Sollicitudo Rei Socialis, n.39). Sin embargo este principio arranca de la conciencia de los derechos de toda persona humana especialmente de los mas débiles y reclama la intervención pública para que los bienes producidos contribuyan al desarrollo solidario, común, de todos. Una forma más expresiva de explicitar el principio de la solidaridad es el de la opción o amor preferencial por los pobres. Es ésta, en palabras de Juan Pablo II, "una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia". Se refiere a la vida de cada cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y el uso de los bienes... Esta preocupación acuciante por los pobres -que según la significativa formula, son los "pobres del Señor"- debe traducirse a todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar debidamente algunas reformas necesarias. Depende de cada situación local determinar las más urgentes y los modos para realizarlas; pero no conviene olvidar las exigencias por la situación de desequilibrio internacional que hemos descrito" (Sollicitudo Rei Socialis, nn. 42s.). os queda así planteado el segundo gran principio ordenador de la sociedad: la tendencia de las instituciones sociales a privilegiar a los más pobres. 3. Pío XI al hablar con bastante extensión en la Cuadragesimo Anno sobre la restauración del orden social dedica cuatro números a exponer lo que llamamos el "Principio de subsidiaridad". Este principio se orienta explícitamente a la reforma de las instituciones especialmente el Estado. Pío XI contempla la situación social existente hacia 1930 como un enfrentamiento entre los individuos y el Estado debido a la destrucción en las grandes luchas del liberalismo y el socialismo de numerosas organizaciones sociales intermedias entre los individuos y el Estado, los gremios sobre todo. En esas circunstancias el Estado tiene que soportar todas las cargas sobrellevadas anteriormente por las extinguidas corporaciones. Pío XI reconoce que por el cambio operado en las condiciones sociales, por las economías de escala decimos los economistas, muchas actividades culturales, recreativas, gremiales y asistenciales realizadas antes por asociaciones pequeñas hoy sólo son posibles a las grandes corporaciones. Le parece, sin embargo, que "sigue en pie y firme en la filosofía social aquel gravísimo principio inamovible e inmutable: que no se debe quitar a los individuos y dar a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, como tampoco es justo quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer (para) dárselo a una sociedad mayor y más elevada" (n.79). El Estado debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, no destruirlos. Conviene que el Estado permita a los grupos sociales menores resolver aquellas tareas que ellos desempeñan, y ahorrarse así tiempo y recursos para las que sólo él puede realizar. En resumen concluye Pío XI: "por tanto, tengan muy presente los gobernantes que mientras más vigorosamente reine, salvado este principio de función subsidiaria, el orden jerárquico, tanto más firme será no sólo la autoridad, sino también la eficiencia social". Este principio se está discutiendo y llevando a la práctica en muchos países de América Latina. 4.El cuarto principio de la Doctrina Social respecto a la ordenación de la sociedad es bien conocido: los bienes de este mundo están originalmente destinados a todos. El derecho a la propiedad privada, parte de la libertad económica de la persona humana, es válido, pero no anula el valor de ese principio. Pablo VI lo enfatiza extremadamente. Repitiendo una frase de San Ambrosio "No es parte de tus bienes lo que tú das al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para el uso de todos tú te lo apropias", enuncia claramente que la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. Por eso si se llegase al conflicto entre los derechos privados adquiridos y las exigencias comunitarias primordiales "toca al Estado con la participación de las personas y de los grupos sociales procurar una solución que en casos graves puede ser la expropiación. Esta es particularmente permitida ya por el simple tamaño de los activos, como por su mal uso (que incluye el no uso) y el daño considerable producido a los intereses del país. Aun en el caso de expropiación de la propiedad privada y su transformación en propiedad pública hay que tener en cuenta no solamente que el fruto del trabajo esté a disposición de éste y al servicio de los demás sino que en el proceso mismo del trabajo tenga el hombre posibilidad de sentirse realmente como corresponsable y coartífice del proceso de producción (Laborem Exercens, n.15). Para que sea razonable y fructuosa toda colectivización de los medios de producción -y estoy citando a Juan Pablo II (lugar indicado)- "hay que hacer todo lo posible para que el hombre, incluso dentro de este sistema, pueda mantener siempre la conciencia de que trabaja "en algo propio". En caso contrario, en todo el proceso económico surgen necesariamente daños incalculables: daños no solo económicos, sino ante todo daños para el hombre". Este principio regulador de la sociedad es un elemento explicativo importante de la alienación práctica del trabajador o empleado respecto al proceso de producción y ofrece una pista muy importante para buscar formas institucionales que la superen en su propia fuente. El derecho de iniciativa económica y de "subjetividad creativa del ciudadano" (ver el argumento personalista) combaten la pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático y sus secuelas de frustracción, despreocupación de la vida nacional y "emigración psicológica" (Sollicitudo Rei Socialis n.15). En consecuencia "ningún grupo social... tiene derecho a usurpar el papel de único guía. Ello supondría la destrucción de las personas-ciudadanos" (Ibídem). La lógica global de la propiedad de los medios de producción sigue estos pasos: a) como parte de su libertad económica cada persona tiene derecho a la propiedad; sin embargo este derecho está supeditado a que sea usado para bien de la comunidad (hipoteca social de la propiedad privada); en caso de conflicto grave entre este derecho y la práctica el Estado con la participación de los grupos sociales puede expropiar; pero incluso cuando una gran parte de los medios de producción han sido colectivizados y la economía opere dentro de ese sistema, los trabajadores deben tener una participación real en el proceso de producción. Obviamente este último principio, curiosamente llamado "argumento personalista", vale a fortiori cuando los medios de producción se mantienen en propiedad privada.
5. El quinto y último principio normador de la sociedad es la "pluridimensionalidad del desarrollo.
Éste no puede ser reducido a la economía como dimensión única o predominante de la actividad humana. La libertad económica es solamente un elemento de la libertad humana. La pobreza de bienes materiales es sólo una aunque básica forma de pobreza. Otras carencias o privaciones merecen tal vez este nombre. "La negación o limitación de los derechos humanos como, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el derecho a participar en la construcción de la sociedad, la libertad de asociación o de formar sindicatos o de tomar iniciativas en materia económica, ¿no empobrece tal vez a la persona humana igual o más que la privación de los bienes materiales? y un desarrollo que no tenga en cuenta la plena afirmación de estos derechos, ¿es verdaderamente desarrollo humano?... el desarrollo de nuestros días es no sólo económico, sino también cultural, político y simplemente humano... Es menester preguntarse si la triste realidad de hoy no sea, al menos en parte, el resultado de una concepción demasiado limitada, es decir, prevalentemente económica, del desarrollo" (Sollicitudo Rei Socialis, n.15). El capítulo V de la Encíclica Centesimus Annus de Juan Pablo II desarrolla este principio dirigido frontalmente contra el "economicismo", un movimiento de reformas que tienden de hecho a reducir el ser humano al llamado "homo economicus" y la sociedad a un sistema libre de mercados.
DOS CARACTERÍSTICAS DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA
Con mucha frecuencia la Iglesia ha sido presionada para que tome una posición clara en favor de un sistema económico-político. La Iglesia, al menos en teoría, se ha negado a manifestar preferencias por unos u otros sistemas "con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo" (Sollicitudo Rei Socialis, n.41). Por otra parte la Iglesia estimula a los cristianos a tomar en serio su misión de comprometerse en la acción política (Octogesima Adveniens, nn. 42-57). Estas dos características (distancia crítica frente a los sistemas económico-políticos, estímulo a la acción política de los laicos) merecen una brevísima discusión.
1. Distancia crítica de sistemas económico-políticos Es fácil comprender por qué la iglesia no puede aceptar ni tampoco crear un "sistema político-económico": sencillamente no podría jamás demostrar que ha recibido de Jesús competencia técnica alguna. Por la misma razón tampoco puede promulgar autoritariamente ningún sistema intermedio, la tercera vía, tan de moda en los sesenta. La iglesia no puede y no debe aceptar ni condenar en su globalidad sistema social alguno. Lo que sí puede hacer y hace es expresar condenas a puntos, ciertamente en ocasiones álgidos, de los diversos sistemas en los que se ve obligada a convivir. En concreto el irrespeto flagrante a los derechos humanos, que ciertamente son percibidos de modos diversos en muchas culturas, cuando atentan a la esencia misma de la regla de oro de la caridad cristiana y del respeto elemental debido a cada persona como hijo de Dios, y arbitrarias y serias limitaciones o incluso prohibiciones al ejercicio de su misión evangelizadora, no sólo permiten sino exigen una condena de la Iglesia. Estas condenas, que abarcan también la dirigida a toda visión economicista que reduce la vida al campo de la economía sea teórica o prácticamente, han sido frecuentes. No cabe duda que estas condenas han sido y son interpretadas por los promotores de estos sistemas como una descalificación total de los mismos e incluso como una aprobación más o menos explícita de sistemas opuestos. Es probable también que una Iglesia perseguida pueda de hecho inclinarse peligrosamente en esa dirección. Es ésta una siempre presente tentación que experimenta la Iglesia y que debe impulsarla a pedir con humildad la asistencia del Espíritu Santo para no confundir jamás aspectos más o menos neurálgicos de un sistema económico-político con la totalidad del mismo. Confieso que esta postura huele a acomodaticia e incluso a sofisma. Tampoco me parece discutible aceptar que en la historia es fácil descubrir posturas absolutizantes de parte de la Iglesia que no distinguió entre la totalidad y las partes y que estaba sometida a una concepción cultural global de la que ella misma fue coautora muy intransigente. Lo mismo sucedió como indiqué anteriormente en la posición de la Iglesia frente a otras religiones. Cuando nos preguntamos qué ha llevado a la Iglesia a ir refinando su postura frente a los sistemas sociales conviene llamar la atención sobre dos puntos. El primero de ellos tiene que ver con la existencia histórica de muchos regímenes políticos en la antigüedad que no necesitaban de justificación alguna por la elemental razón de que eran el resultado de luchas sociales entre grupos con poder económico, político y militar en un ambiente donde nadie jamás pensaba en la posibilidad real de que fuesen los ciudadanos quienes eligiesen, por ejemplo a través de Asambleas Constituyentes, su régimen socio-económico-político. Éste existía, y a nadie se le ocurría montar otro basado en la participación de los ciudadanos. El imperio romano es un buen ejemplo de esta situación. El imperio estaba allí, ciertamente zarandeado por violentas luchas de las élites, pero en teoría no era asunto del pueblo modificar el sistema, aunque en ocasiones la opresión era tal que ocurrían revueltas y sediciones pero no orientadas tanto a cambiar el sistema como a suprimir arbitrariedades en el mismo. La actitud de Jesús de dar al César lo que al César pertenece y de no abrazar la causa de los sicarios que buscaban librarse del yugo romano es paradigmática. San Pablo (Romanos 13, 1-3) la resume así: "Sométase todo individuo a las autoridades constituidas; no existe autoridad sin que lo disponga Dios, y por tanto las actuales han sido establecidas por él. En consecuencia, el rebelde a la autoridad se opone a la disposición de Dios y los que se oponen se ganarán su sentencia. De hecho los que mandan no son una amenaza para la buena acción sino para la mala". Ver también 1ª Pedro, 2, 13-14. Esta doctrina no se opone, obviamente a que en caso de manifiestas arbitrariedades el cristiano tenga que decir como San Pedro (Hechos, 3,16): ¿"Puede aprobar Dios que los obedezcamos a ustedes en vez de a él (Dios)?". "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hechos 5,29). Otras veces, cuando la Iglesia era víctima de la persecución estatal, como se describe en el Apocalipsis, c.13, la Escritura no vacila en describir a este estado perseguidor como una fiera que lleva en la cabeza un título blasfemo. Esta condena, sin embargo, se explícita más en una conducta persecutoria que en la globalidad del sistema. El otro punto importante para comprender la cada vez más matizada posición de la Iglesia frente a sistemas que ofrecen rasgos condenables es lo que Pablo VI llama experiencia histórica. Una institución bimilenaria que ha estado tan imbricada en el proceso social histórico y que tiene un legado doctrinal básico y una organización jerárquica bastante continua, se va convirtiendo en "experta en humanidad" (Populorum Progressio, n.13). A veces bajo embates ideológicos violentos, a veces protegida en exceso, una institución, guiada por el Espíritu se hace cada vez mas perspicaz, más capaz de distinguir entre lo condenable y lo aceptable.
2. Estímulo a la actividad política de los laicos
Una distinción quizás más difícil es la que hace la Doctrina Social de la Iglesia entre el papel de la Jerarquía y el de los laicos (Populorum Progressio, 81). La jerarquía tiene la misión de "enseñar e interpretar auténticamente los principios morales que hay que seguir en este terreno (la renovación del orden temporal), a los seglares les corresponde, con su libre iniciativa y sin esperar pasivamente consignas y directrices, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres, las leyes y las estructuras". En realidad la exhortación a la acción política debe extenderse a todos los ciudadanos, independientemente de su confesión religiosa, siempre y cuando nos encontremos ante una sociedad donde se acepta la iniciativa individual y de grupos sociales no estatales para reformas del sistema. Lo que sí añade esta exhortación a los cristianos seglares es su obligación de "penetrar de espíritu cristiano" las leyes e instituciones sociales. Los seglares cristianos proceden en esta tarea con autonomía técnica y lógicamente existirán entre ellos divergencias apreciables teniendo en cuenta "las solidaridades que cada uno vive". Esto significa que de acuerdo a intereses y valores distintos busquen caminos diversos: "muchos, implicados en las estructuras y en las condiciones actuales de vida, se sienten fuertemente predeterminados por sus hábitos de pensamiento y su posición, cuando no lo son también por la defensa de intereses privados", (Octogesima Adveniens, n.52). De ahí se deduce la necesidad en los seglares cristianos de fomentar actitudes de crítica sincera a sus propias posiciones y de apertura a las de los demás. Siempre existe la posibilidad de opciones legítimas distintas. La conducta social de cada quien viene guiada por aspiraciones legítimas pero también por: "orientaciones sumamente ambiguas". En estas circunstancias la elección del propio camino no es fácil. En esta tarea hay que "mantenerse vigilante en medio de la acción" y "evitar comprometerse en colaboraciones incondicionales y contrarias a los principios de un verdadero humanismo" aunque se actúe con solidaridades profundamente sentidas (Octogesima Adveniens, n.49). La tarea no es pequeña: hay que actuar pero conservar siempre una actitud crítica. El cristiano no debe caer en idolatrías políticas absolutistas.
MORAL SOCIAL Y ECONOMÍA
En este último apartado distinguiré lo que resulta ser una aplicación al campo de la economía de los principios orientadores de la moral social, de dos problemas graves y particularmente agudos para una buena parte de la humanidad: el de la ganancia y el enriquecimiento, por una parte y el del llamado neoliberalismo, por otra parte. 1. Aplicación a la Economía de los Principios de la Moral Social
a. Respecto al principio de la dignidad de la persona. La Doctrina Social de la Iglesia recalca el derecho a la iniciativa individual y a un grado real de participación aun en un sistema de Propiedad colectivizada; b. El principio de solidaridad exige que la sociedad y el Estado busquen formas eficaces para satisfacer las necesidades fundamentales de los seres humanos aun cuando estos no tengan los recursos para satisfacerlas en el mercado. La oferta de "bienes meritorios" y de "bienes públicos" (colectivos los llama la Encíclica Centesimus Annus) es algo debido al hombre porque es hombre. Otra aplicación de este principio se halla en el pago de la deuda externa. Ésta debe ser pagada o renegociada. Lo que no es lícito es pretender su pago mediante políticas que llevarían a enormes poblaciones humanas al hambre y a la desesperación (Centesimus Annus, n.35). . El principio de subsidiaridad recuerda que la socialización del hombre no se agota en el Estado, sino que se realiza en diversos grupos intermedios, comenzando por la familia y siguiendo por los grupos económicos (Centesimus Annus, n.12).
Una incumbencia del Estado es la de encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el ámbito económico, pero la primera responsabilidad en este campo es de cada persona y de los grupos y asociaciones que integran la sociedad (Ibídem, n.48). El movimiento obrero sindical es de importancia fundamental para lograr una cultura de participación plenamente humana en la empresa (Ibídem, n.15). En este mismo marco coloca Juan Pablo II el papel de la empresa, que no es solamente una institución para la producción de beneficios sino que debe ser organizada ante todo como comunidad de hombres, que de maneras diversas buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen un grupo particular al servicio de la sociedad entera (Ibídem n.35). d. Las aplicaciones de los otros dos principios de moral social -el de la propiedad y destino universal de los bienes y el de la irreductibilidad del desarrollo a sólo la dimensión económica- han sido ya tratados y hacen expresa referencia a la actividad económica (ver II, 4 y 5).
2. La temática de la garantía y del enriquecimien to.
La Centesimus Annus de 1991 "reconoce la justa función de los beneficios como índice de la buena marcha de la empresa". Cuando una empresa da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente. Es posible... que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad" (n.35). Se entreoye así debajo de esta aprobación de las ganancias la muy antigua ambigüedad teórica de la Iglesia frente a la riqueza. De alguna manera esta ambigüedad puede leerse también en la aprobación de la demanda cada vez más cualitativa y variada al ser relativizada por el consumismo (Ibídem, 4, 36) . Casi desde el comienzo mismo de la economía como ciencia Aristóteles (Política, 1. 1, c.3) observó: "debe asegurarse para el futuro...una abundancia de aquellos bienes capaces de ser acumulados, que son necesarios para la vida y útiles para la comunidad de la ciudad o la familia. La verdadera riqueza, en sentido más auténtico y en todas las circunstancias, parece constar de esos bienes. Porque la cuantía de esta propiedad, suficiente en sí misma para una vida buena no es ilimitada". Más escéptica todavía es la posición de Santo Tomás, obviamente muy influenciado por el espíritu de las bienaventuranzas y la dificultad práctica de servir a dos señores: Dios o el dinero, pero teóricamente determinado por la teoría del valor de cambio basada en el tiempo de trabajo empleado en la producción de bienes. El intercambio debe ser entonces de igualdad de valores, lo que imposibilita la ganancia comercial, al menos si no se considera esta ganancia como fruto del trabajo, lo cual es evidentemente difícil de aceptar. Aunque Santo Tomás aceptó que el intercambio de bienes, a diferencia de las divisas, es aceptable porque sirve a la satisfacción de una necesidad natural, no puede abstenerse de comentar, sin embargo, ya que el intercambio de por sí puede orientarse al bien o al mal, que "tiene siempre alguna forma de torpeza moral" (Summa, 2a. 2dae, LXXVII, art. IV). Solamente Calvino, en opinión de Max Weber (Historia Económica General, c. IV, Párrafo 9), censurando el apartarse del mundo afirmó que, el ser humano debe por razones religiosas buscar la riqueza pero considerándose a sí mismo como un administrador y negándose el derecho a gozar de ella. Esa es "la raíz religiosa" del hombre económico moderno. Objetivamente esa posición es compatible con la Doctrina Social sobre las ganancias y la propiedad con su énfasis en el gravamen social que recae sobre la riqueza. El punto que falta en la Doctrina Social de la Iglesia es el del "llamado" (literalmente vocación) que dirige Dios al ser humano para que busque aumentar su riqueza sin caer en la trampa señalada ya por Aristóteles, del consumismo. La pregunta que resta plantear es si ante el marchitamiento de la raíz religiosa del hombre moderno esta vocación a la riqueza puede llegar a alcanzar la calidad espiritual que reclamaba el reformador de Ginebra.
3. Neoliberalismo y Socialismo
La encíclica Centesimus Annus es bien esquiva al tratar estos temas. Acepta como un hecho, y trata de hallarle explicación, la "derrota del socialismo marxista" (n. 26), y reconoce la aparente superioridad del mercado para la producción de bienes transables, para todos los bienes los "meritorios" y "públicos" en la jerga económica. (Ver n.34). Pero por esta razón y la patente dificultad teórica que presenta el mercado para hacer de la empresa una "comunidad de hombres" (n.35) es "inaceptable la afirmación de que la derrota del socialismo deje el capitalismo como único modelo de organización económica" (n.35). A esto se opone la primacía dada en el capitalismo al capital sobre el trabajo. Lo que sí pudiera designarse como modelo alternativo es una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa (como comunidad de hombres productora de bienes) y en la participación. Esta sociedad alterna, esbozada como meta más que como sistema, no se opone al mercado pero "exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda sociedad" (n.35). Para terminar mi ya larga exposición creo importante analizar sumariamente con ustedes qué entiendo por "neoliberalismo", la más reciente versión del capitalismo. El liberalismo, llamado neoliberalismo, se aplica al campo económico y busca en concreto suprimir buena parte de las trabas impositivas cambiarias y reguladoras que limitan la libertad de inversión directa en el extranjero, de importación y exportación (mayor ejercicio de la soberanía individual del consumidor), de regulaciones del mercado de trabajo, del uso de las tecnologías más eficientes, de publicidad y de movimiento de capitales. Este movimiento económico, ya concretizado mediante acuerdos comerciales como la Ronda de Uruguay del GATT y administrados actualmente por la Organización Mundial del Comercio y los bloques regionales como la Unión Europea y el Tratado de Libre Comercio entre Canadá, México y Estados Unidos, es impulsado por las empresas líderes internacionales y tecnológicas para enfrentar la competencia de otras empresas, y también por políticas comerciales de los países más poderosos y de buena parte de la opinión calificada de las escuelas económicas dominantes que ven aquí una oportunidad para aumentar el bienestar de los consumidores y las ganancias de las empresas. Esta modalidad del liberalismo cuestiona seriamente los argumentos que otorgan al Estado tal capacidad de comprensión de los problemas de la sociedad, de búsqueda del bien común y de autonomía de los intereses ideológicos y económicos, que pueda mejorar los efectos que los mercados no alcanzan. Por desregulador el neoliberalismo es defensor de un Estado mínimo. El neoliberalismo sostiene que a largo plazo los controles sociales (seguridad social) y buena parte de los financieros y comerciales favorecen de hecho a grupos políticos y económicos dominantes. El Estado debería limitarse a la oferta de bienes públicos (justicia, seguridad y defensa...) y abstenerse de ejecutar directamente actividades económicas (empresas estatales) o de ejercer poderes reguladores sobre todo de índole discrecional que se prestan al favoritismo político y a la corrupción. A cambio de estas libertades económicas está dispuesto a aceptar que a corto plazo el empleo y la seguridad económica de los ciudadanos pueden experimentar penosas consecuencias, pero opina que éstos de todos modos serán inevitables a largo plazo. No es justo atribuir al neoliberalismo políticas económicas de ajuste que apuntan a suprimir déficits fiscales, políticas monetarias inflacionarias y devaluaciones exigidas por un mal desempeño de las economías nacionales frente al extranjero. Estos ajustes, muy dolorosos, son más bien correctivos a políticas económicas francamente imprudentes o utópicas del pasado, por buena que haya sido la intención de los gobernantes. El neoliberalismo, como se aprecia, tiende en la práctica a acentuar la dimensión económica del ser humano en detrimento de la solidaridad y a centrar la atención de la política en lograr la meta de crear instituciones sociales orientadas a mejorar el funcionamiento de los mercados de bienes y servicios. Desde una postura defensora del mito del crecimiento económico del producto y de aceptar como legitimadoras las tendencias que afloran en los mercados (bueno es lo que en ellos tiene éxito) resulta imposible atacar el neoliberalismo. Acertada es una crítica a los supuestos ingenuos que conceden al Estado, sin previa prueba y discusión por la llamada sociedad civil, cualidades cuasi mágicas de omnisciencia y de total ordenación al bien común del Estado. Como en todo "sistema político-económico" hay en el neoliberalismo fuertes valores positivos y negativos Por eso la Iglesia no puede ni condenarlo en bloque ni aprobarlo sin más. El discernimiento y la "experiencia en humanidad" deben conducir nuestros pasos sin dar jamás una aprobación absoluta e incondicional a nada que es creado.
El Cobre, mayo de 1997
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