septiembre-octubre. año IV. No. 21. 1997


RELIGIÓN

EL PAN DE LA VIDA

por Pedro Pablo Arencibia

INTRODUCCIÓN

 

Los Sacramentos de nuestra fe cristiana son signos externos (o sea visibles) de una realidad invisible, que fueron instituidos por Nuestro Señor Jesucristo.

Nuestra Iglesia Católica considera que los Sacramentos son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Reconciliación, Unción de los Enfermos, Orden Sagrado y Matrimonio. Ellos fueron instituidos para santificarnos por medio de cosas sensibles que sean signos y produzcan la gracia divina en nuestras almas.

La Iglesia Ortodoxa, separada de la Iglesia Católica en el año 1054 d.C.; los Nestorianos, separados después del año 400 d.C. y los Monofisitas, separados después del año 500 d.C., también poseen esos siete Sacramentos.

Sin embargo, muchas otras denominaciones cristianas no coinciden con la Iglesia Católica en la cantidad de Sacramentos y en el significado que la misma le da a algunos de ellos. Uno de esos controvertidos Sacramentos es la Eucaristía, y de ella precisamente es de la que deseo hablar en el presente artículo.

El objetivo que persigo en este trabajo es exponer algunos de los argumentos bíblicos, y en general de la Tradición Apostólica, que sustentan el punto de vista católico sobre este Sacramento y contrastarlo con los criterios más frecuentemente esgrimidos por una parte de la exégesis (estudio de La Biblia) no católica que difieren del nuestro.

 

 

 

INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

La Eucaristía es el nombre del memorial o celebración del misterio cristiano en el cual Jesús (en su última cena antes de ser crucificado) realiza una acción de gracias a Dios y un resumen de lo que ha sido su vida y su misión así como el sentido de su ya muy cercana muerte y resurrección.

La palabra Eucaristía, de origen griego, significa acción de gracias; esta palabra se utilizó desde muy temprano para nombrar este memorial pues en escritos como la Didakhé, redactado entre finales del siglo I y principios del siglo II, y en cartas de san Ignacio de Antioquía, martirizado en el 107 d.C., aparece designado este memorial con ese nombre.

Uno de los fragmentos bíblicos donde aparece la institución de la Eucaristía es:

 

«Y mientras comían, Jesús tomó pan y bendijo, y lo partió y les dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio; y bebieron de ella todos. Y les dijo: Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada.»

Marcos 14, 22-24

 

La Institución de la Eucaristía también aparece en Mateo 26, 26-28; Lucas 22, 19-20 y en 1 Corintios 11, 23-25.

 

SIGNIFICADO CATÓLICO DE LA EUCARISTÍA

Según la exégesis católica, en los fragmentos antes mencionados se encuentran los argumentos que muestran la presencia real de Cristo en el pan y en el vino consagrados. En esos fragmentos se emplean las expresiones: «esto es mi cuerpo» y «esto es mi sangre» y no las expresiones: «este pan es mi cuerpo» y «este vino es mi sangre» que serían las utilizadas para hacer notar un carácter simbólico.

El carácter de anuncio de su próxima pasión y muerte se encuentra en la separación de su cuerpo y su sangre; pero también observemos que el verbo derramar está en presente: «es derramada» o «se derrama» y no en futuro, como sería en el caso del anuncio de un hecho que solamente ocurrirá. En ese momento la sangre y el cuerpo de Cristo se encontraban en las propias manos de Cristo y a la vez él anunciaba su sacrificio en la cruz.

Muchos son los misterios que tiene nuestra fe. Algunos de ellos son: el misterio de la piedad (1 Timoteo 3, 9) y el misterio de la voluntad de Dios (Efesios 1, 9). Sin embargo, la Eucaristía es el misterio que más ejercita nuestra fe.

Fe es la total seguridad en lo que Dios nos ha revelado y que no vemos. Creemos en las verdades de la fe no porque las entendemos ni porque las vemos, sino solamente porque Dios ha expresado que así es.

Santo Tomás solo se convenció de que Jesús había resucitado cuando lo vio. Este incidente sirvió para que Cristo nos dejara estas palabras que no debemos olvidar:

 

« ... bienaventurados los que no vieron y

creyeron»

Juan 20, 29

 

En ocasiones creemos en Dios porque tenemos la experiencia personal de un «milagro» en el cual realmente la sugestión, la autosugestión, las posibilidades ocultas que tiene el cuerpo humano, la atmósfera de la liturgia, el efecto de un tratamiento médico, el conocimiento y la pericia de un cirujano, etc., desempeñaron un papel determinante; sin embargo, estamos ciegos y sordos ante muchos verdaderos milagros que están muy frecuentemente en nuestras vidas.

Tener fe en el poder y la misericordia de Dios es muy importante; lo triste es subordinar nuestra fe a lo que nuestros sentidos nos digan. El camino más seguro que nos conduce a la fe no son los milagros o prodigios, sino el encuentro con Jesús.

Si viéramos y degustáramos el pan y el vino consagrados convertidos organolépticamente en la Carne y Sangre de Cristo y no tuviéramos ese encuentro con Jesús, siempre podíamos asumir la actitud del Faraón de Egipto ante los milagros mostrados por Moisés: argumentar que existen magos que con sus trucos convierten varas en serpientes. Hay unas palabras, desconozco su autor, que deseo comunicar:

«Para el que ama, mil objeciones no llegan a formar una duda. Para el que no ama, mil pruebas no llegan a constituir una certeza.»

San Pablo en su Primera Carta a los Corintios plantea que la Eucaristía establece la comunión con el cuerpo y la sangre verdaderos de Cristo y, al mismo tiempo, una unión más íntima con su cuerpo místico, así como su carácter de banquete sacrificial, veámoslo:

 

«La copa de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros con ser muchos, somos un cuerpo, pues todos participamos de aquel mismo pan.

Mirad a Israel según la carne; los que comen de los sacrificios, ¿no son partícipes del altar?"

1 Corintios 10, 16-18

 

Y también veamos este otro fragmento:

 

«De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor.

Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa.

Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí.»

1 Corintios 11, 27-29

 

Estas dos citas son muestras de un culto de adoración que evaluaríamos inequívocamente de idolatría si en ese pan y vino consagrados no estuviera la presencia real del único al que le debemos adoración: Dios.

San Clemente, discípulo de San Pablo (Filipenses 4, 3) y Papa en el período 91 d. C.-100 d.C., planteó ideas similares a las de su maestro:

«Cada uno de los fieles reciba el Cuerpo del Señor y su Sangre preciosa. Que todos se acerquen con orden, con temor, con respeto, porque es el Cuerpo del Dios de los Cielos.»

En dos de las cartas de san Ignacio de Antioquía, muerto en el 107 d.C., y en la Apología de san Justino, muerto alrededor del año 150 d.C., se pueden leer estos mismos criterios que hablan de una presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados. Veamos un fragmento de lo escrito por san Justino:

«Nosotros no tomamos este alimento como un pan y una bebida cualquiera. Como por el poder de Dios Jesucristo, nuestro salvador, tomó carne y sangre para nuestra salvación, de la misma manera la comida, consagrada por las palabras de Cristo, es el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios hecho hombre.»

El Evangelio según San Juan, no narra la Institución de la Eucaristía en la Última Cena; sin embargo, un tema tan importante desde un punto de vista doctrinal no dejó de ser expuesto por el autor sagrado.

En el gran discurso de la promesa de la sinagoga de Cafarnaúm podemos leer en su Primera Parte (Juan 6, 28-47) cómo Jesús se define como el Pan de Vida para todo aquel que cree en el Hijo de Dios (Juan 6, 35). Es en la Segunda Parte de este discurso (Juan 6, 48-59) donde Jesús plantea claramente que su cuerpo es el Pan de Vida:

 

«Jesús les dijo: De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.»

Juan 6, 53-55

 

Las expresiones «come mi carne», «bebe mi sangre», «mi carne es verdadera comida» y «mi sangre es verdadera bebida», excluyen cualquier interpretación figurada o simbólica. Muchos de sus discípulos entendieron correctamente estas palabras fuertes y lo abandonaron (Juan 6, 66), pues en ellas se habla de llevar a cabo una acción muy cercana a la antropofagia, y ésta era repudiada por los judíos.

Ante esa situación, Jesús le preguntó a los doce apóstoles: ¿Queréis acaso iros también vosotros? -notemos que no aclara ningún mal entendido, pues este no se había dado en los discípulos que lo habían abandonado-, y Pedro al responderle que ellos creen y conocen que él es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, le da implícitamente su confianza en que él, Jesús, encontrará la forma de que esas acciones, comer y beber su Cuerpo y su Sangre no sean tan difíciles de aceptar.

Todos sabemos lo fácil que es comer el Cuerpo de Jesús y beber su Sangre bajo la apariencia del pan y el vino.

Nuestra Iglesia en su Liturgia integra ambas partes de este discurso del Evangelio según san Juan. En la parte de la Misa llamada «La Liturgia de la Palabra» todos los fieles recibimos ese Pan de Vida que es la Palabra de Dios; posteriormente comulgamos y recibimos en la hostia consagrada el Cuerpo y la Sangre de Cristo. 

 

LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA

Los primeros cristianos celebraban la Eucaristía (también llamada la Santa Cena) tres o cuatro veces al año; es hacia el año 200 que se comenzó a celebrar otros días de la semana, y no solo el Domingo, como aparece en Hechos 20, 7.

San Lucas en el Libro de los Hechos, libro escrito alrededor del año 80 d.C., y concretamente en su relato de cómo vivían las primeras comunidades cristianas, habla de una práctica diaria de la Eucaristía o Fracción del Pan; esto se puede encontrar en Hechos 2, 42 y Hechos 2, 46; pero realmente, el evangelista Lucas con esta descripción de las primeras comunidades escribe sobre el ideal al que debían aspirar las comunidades cristianas.

El evangelista Lucas con esa obra tenía el objetivo de demostrarle al pueblo romano y a sus gobernantes que la fe cristiana no era peligrosa para el Imperio y que los cristianos no eran personas despreciables y de malas maneras y costumbres como las describían en esos tiempos los historiadores Tácito y Suetonio; un argumento que avala el criterio anterior es que Lucas no hace siquiera alusión a los problemas que existían dentro de la iglesia cristiana en esos tiempos y que aparecen abundantemente tratados en las cartas de San Pablo. Años después del año 200 fue que la Eucaristía se empezó a celebrar diariamente.

Estas celebraciones eucarísticas se hacían en la Iglesia primitiva con las dos especies: pan y vino, aunque a los niños («dejad que los niños vengan a mí», Marcos 10,14) y a los enfermos que no podían participar le llevaban solamente la hostia.

Por concomitancia o compañía se aceptaba, y se acepta, que donde estaba el Cuerpo estaba la Sangre y que donde estaba la Sangre estaba el Cuerpo.

Según ciertas fuentes católicas, el pan utilizado era ázimo, o sea no tenía levadura; otras fuentes, también católicas, teniendo como base la palabra griega artoz, empleada en los fragmentos neotestamentarios sobre la institución de la Eucaristía para nombrar el pan, afirman que este era ordinario, o sea tenía levadura. Esto último no debe extrañarnos, pues la celebración de la Eucaristía se desprendió rápidamente de la Pascua Judía, que solo se celebraba una vez al año y era el marco en el cual se comía el pan ázimo, el cual simbolizaba la miseria sufrida en Egipto y la premura con la que los israelitas tuvieron que partir de ese país.

Las condiciones históricas de una época en la cual la divulgación de las ideas estaba muy poco desarrollada, en general la transportación de cualquier cosa, pudieron perfectamente contribuir a la aparición de diferentes tradiciones que no afectaban el contenido fundamental y doctrinal de la Eucaristía.

La ventaja del pan ázimo, es que las hostias dejan menos fragmentos y se distribuyen más fácilmente.

A partir de los siglos XIII y XIV, los fieles comulgaban solamente con el pan consagrado. En el Concilio de Trento, efectuado aproximadamente a mediados del siglo XVI, se declaró válido y legítimo el distribuir la Comunión solamente bajo la especie del pan. Esta decisión se debió a problemas de tipo organizativo y a problemas relacionados con el mal uso que se hacía, en ocasiones, de la Sangre de Cristo por algunas personas.

Después del Concilio Vaticano II (1962-1965) se autorizó la Comunión bajo las dos especies en los lugares que desde un punto de vista organizativo se pudiera efectuar.

En algunas iglesias católicas del exterior, según me han contado, se puede escoger la especie con la cual se desea comulgar.

En el rito de la Pascua Judía, el oferante pasaba en el transcurso de ella varias copas. En la tercera copa había vino templado, o sea ligado, con agua. Nuestros sacerdotes en la Eucaristía utilizan precisamente esa tercera copa en el memorial de la primera Eucaristía cristiana. Del cuerpo de Cristo crucificado salió sangre y agua cuando recibió la lanzada (Juan 19, 34).

La Pascua Judía celebra la intervención de Dios en la liberación del pueblo israelita de la esclavitud que sufría en Egipto. En la Eucaristía celebramos la intervención liberadora de Cristo, el cual salvó al hombre de la esclavitud del pecado mediante su muerte en la Cruz y posterior resurrección; de ahí que la Eucaristía tenga esencialmente un carácter pascual, que está dado al revivir «el paso del Señor» de la muerte a la resurrección y con ello, la liberación del hombre del pecado.

 

ESPIRITUALIDAD EN LA EUCARISTÍA

Retornando al tema de la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados, deseo aclarar que no obstante el realismo de las expresiones anteriores, no debemos pensar demasiado en un sentido material, o sea carnal, de la Eucaristía.

Santo Tomás de Aquino preguntaba didácticamente que si un ratón comía una hostia consagrada: ¿estaba comiendo pan o el cuerpo de Cristo? En el versículo siguiente se responde esa pregunta pues en él se introduce el elemento espiritual, el cual es tan real como el material o carnal pues, por ejemplo, el amor y el odio son tan reales como una flor o un puñal.

 

«El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida.»

Juan 6, 63

 

Luego, el ratón al comer la hostia consagrada come sencillamente pan.

En nuestra Iglesia Católica existe lo que llamamos comulgar espiritualmente. La comunión espiritual es el deseo de que Cristo entre y more en nosotros; que nos llene con su Luz, aunque reconozcamos que no somos dignos de ello; pero tenemos la confianza de que una palabra suya, un gesto de Él, bastará para sanarnos y hacernos dignos de Él. Se puede comulgar espiritualmente muchas veces en un día. La comunión espiritual es de mucha utilidad, especialmente cuando se participa en la Misa y no se puede comulgar sacramentalmente o cuando visitamos el Santísimo Sacramento.

 

PRESENCIA REAL vs PRESENCIA

SIMBÓLICA

 

Para argumentar en contra de los fragmentos bíblicos antes expuestos, que indican claramente la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados, algunos exegetas (estudiosos de la Biblia) no católicos, plantean que existen interpolaciones, o sea agregos, en esos textos o ponen en duda su historicidad.

Esos criterios están basados, por ejemplo, en el hecho que en el Códice D, conformado por dos manuscritos grecolatinos del siglo VI, y en varios manuscritos de la Vetus latina aparece la Institución de la Eucaristía del Evangelio de Lucas en forma sumamente abreviada, pues faltan los versículos 19b y 20: «que por vosotros es dado...».

Sobre esto podemos decir que esos estudiosos, me estoy basando en criterios de exegetas católicos, no tienen en cuenta que en casi todos los otros manuscritos, y en la mayoría de las versiones, incluso en la Vulgata, estos versículos aparecen en ese mismo evangelio.

Otro grupo de exegetas no católicos plantean que al principio se celebraba la Fracción del Pan como un símbolo de unión fraternal entre los integrantes de la comunidad y que posteriormente san Pablo, influido por las religiones mistéricas, le adicionó a esa celebración la idea de la unión mística de los integrantes de la comunidad con Cristo muerto y resucitado, a la vez que designaba al propio Cristo como el autor de todo ese rito.

Estos criterios, y otros similares, que se basan en un supuesto papel innovador de san Pablo en lo concerniente a la Eucaristía no tienen en cuenta:

 

Primero:

Es muy poco probable que a solo veinte años después de la muerte de Jesús, san Pablo pudiera (por muy influyente que haya sido) cambiar el rito de la Eucaristía y su significado; y menos aún cuando todavía vivían los testigos presenciales de ese acontecimiento, los cuales tenían una gran ascendencia sobre las comunidades cristianas.

Es cierto que pueden designarse dos grupos en lo concerniente al relato de la Institución de la Eucaristía: un primer grupo formado por los relatos que aparecen en los evangelios de Marcos y Mateo, que son casi idénticos, y otro grupo que es el conformado por el escrito que aparece en la Primera Carta a los Corintios y el relato que aparece en el Evangelio de Lucas.

La diferencia principal entre estos dos grupos está en la frase en la que Cristo pide que hagan ese ritual en memoria de él, la cual se encuentra en el segundo grupo y no se encuentra en el primero.

Cada uno de los evangelios, cartas, etc., fueron escritos con determinados objetivos relacionados con las condiciones y necesidades de una determinada comunidad; lo que no era necesario puntualizar en una de ellas, quizás fuera extremadamente necesario resaltarlo en otra.

En general los relatos neotestamentarios no son crónicas o reportajes históricos (según nuestra actual concepción occidental) escritos por testigos. Son testimonios orientados según el kerigma o núcleo de nuestra fe cristiana, que es la muerte y la resurrección de Cristo, los cuales han sido elaborados teológicamente. Por ejemplo:

En los evangelios de Marcos, Mateo y Lucas, la Última Cena ocurre en la Pascua para resaltar el sentido liberador que tiene esta nueva Pascua; en el evangelio de Juan, la Última Cena ocurre veinticuatro horas antes que la Pascua; esto se hace para resaltar que Jesús es el Cordero Pascual que carga con todos nuestros pecados; por eso la muerte de Cristo en este evangelio ocurre a la hora, las tres de la tarde, en que era degollado el cordero que desde hacía varios días estaba conviviendo con los habitantes de la casa para que «cargara» con todos los pecados de los miembros de la familia.

Es importante aclarar que el hecho de que los relatos neotestamentarios sean testimonios orientados, no elimina la historicidad que en ellos se encuentra.

En una comunidad cristiana quizás fuera necesario que se dijera y que se insistiera en la conmemoración de ese rito eucarístico; en otras comunidades cristianas esto quizás no fuera necesario porque ya existía una práctica sistemática del mismo.

San Pablo declara implícitamente en 1 Corintios 11, 23 que su doctrina sobre la Eucaristía corresponde a la tradición cristiana; un ejemplo de esto es que la unión mística con Cristo, el Pan de Vida, aparece también planteada en Juan 6, 56-57.

 

Segundo:

Cuando se profundiza en los banquetes sagrados de las religiones mistéricas grecorromanas nos encontramos que son escasas e insignificantes las coincidencias y muchas las diferencias fundamentales entre estos banquetes y nuestra Eucaristía.

Por otra parte, el criterio de algunos exegetas no católicos en lo relativo a la influencia de las religiones mistéricas en la Eucaristía es muy parecido, por no decir igual, al del investigador ateo Serguei Tokarev en su libro «La Historia de la Religión»:

«El Sacramento mistérico de la comunión, en que los creyentes reciben la Eucaristía, la carne y la sangre de Cristo transubstanciada en pan y vino, no es sino una variante de teofagia. Derivados, probablemente de remotas creencias totémicas, los ritos teofágicos se desarrollaron con particular intensidad en el marco de cultos rústicos. Los devotos de dioses protectores de la vegetación les daban muerte y los ingerían en la forma de representantes humanos o animales. En los cultos de Mitra, de Atis y de otros dioses orientales se practicaba la comunión con pan y vino, considerados como transubstantación de la deidad. El rito mitraico de comunión pasó casi por entero al cristianismo, en el marco del cual se fundió con la costumbre pascual hebraica de occisión del cordero.»

El criterio anterior ignora la existencia de testigos de la predicación de Cristo, o al menos de que éstos hayan trasmitido fielmente esa predicación y en particular los acontecimientos ocurridos en la Última Cena. Este criterio puede ser totalmente admitido en un ateo que ve a las religiones como un reflejo distorsionado de la realidad, una gran fantasía urdida por los poderosos para someter a las masas o un escape mental de las masas oprimidas para aliviar un tanto el yugo que tienen en esta tierra; pero no es frecuente oírlo de voces cristianas pues los cristianos creemos en: la existencia de Cristo, la existencia de los apóstoles y la fidelidad de los escritos neotestamentarios con respecto a la doctrina que Cristo predicó.

Sin embargo el fragmento anterior de Tokarev nos puede ser de mucha utilidad para exponer algunas de las similitudes y diferencias de las que hablábamos en el primer párrafo de este segundo punto:

Es cierto que existe cierta conexión entre el lenguaje de la mística de san Pablo y el lenguaje de los misterios paganos de su época, en particular los misterios de Isis y Osiris en Egipto. Además, es inconcebible plantear que el lenguaje místico de la Iglesia primitiva se hubiera podido desarrollar sin relación alguna con el lenguaje de las religiones mistéricas que coexistían junto con ella en muchas regiones.

También es cierto que la Eucaristía como banquete sacrificial es comparable con ritos semejantes de judíos y paganos; pero los devotos, en este caso los católicos, no matamos a Cristo cada vez que la efectuamos. Cristo es el que se da como ofrenda en ese sacrificio único, o sea irrepetible, que Él hace presente.

No repetimos ese sacrificio. La Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz, el cual se hizo una vez y para siempre. Ese mismo sacrificio se actualiza, o sea se hace presente, en la celebración de la Eucaristía de manera incruenta (sin sangre), de ahí la profundidad espiritual y la solemnidad que debe existir en ese momento. Con su sacrificio en la cruz, Jesús nos abrió el camino de la salvación.

El sacerdote no hace conjuros ni magia alguna para que se produzca la transubstantación. El sacerdote sencillamente narra lo ocurrido en la institución de la Eucaristía. El Sumo Sacerdote en este memorial es el propio Cristo Jesús y es a él, al que se debe el milagro de convertir respectivamente el pan y el vino en su Carne y su Sangre.

En este memorial Cristo es a la vez Sacerdote, Ofrenda y Rey como se puede inferir del texto de la Carta a los Hebreos. El primero y principal oferante de la Eucaristía es Cristo. En ese sacramento el sacerdote es ministro de Cristo, pues, en ese momento Cristo se hace presente en el sacerdote y ofrece su Sacrificio al Padre.

La institución de la Eucaristía está íntimamente relacionada con la institución del sacramento del Orden Sagrado.

El teólogo católico Johann Auer en el tomo VI ("Sacramentos Eucaristía") del Curso de Teología Dogmática plantea con respecto a la relación entre los sacramentos de nuestra fe y las religiones mistéricas lo siguiente:

"Los ritos veterotestamentarios tienen un carácter prefigurativo de los sacramentos de la nueva alianza. En cambio, los misterios paganos no tienen ninguna importancia directa para los sacramentos cristianos, pues carecen de una verdadera imagen de Dios como fundamento. Además hay que decir de tales misterios lo que sigue: 1.o En los misterios paganos el hombre buscaba de múltiples modos lograr un dominio sobre la divinidad, más que someterse a su gracia; 2.o por ello, los mitos son intemporales, bien distintos del misterio cristiano que se caracteriza por la muerte expiatoria de Cristo; 3.o su realidad consiste sobre todo en un esfuerzo moral, y no un acontecimiento religioso propiamente dicho. No hay que excluir, sin embargo, la posibilidad de que Dios otorgase en todo tiempo su gracia también a este esfuerzo ético-natural del hombre, dentro de la voluntad salvífica general."

Debo aclarar que en las denominaciones cristianas no católicas, existen diferencias de criterio con relación a la Eucaristía.

La mayoría de los luteranos y anglicanos creen en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Martín Lutero (1483-1531), fundador de la Reforma, siempre planteó la presencia real de Cristo en este sacramento. Ese criterio se puede leer en su obra "Sobre la cena de Cristo", escrita en 1528 contra la doctrina de Ecolampadio.

Las denominaciones cristianas seguidoras de los reformadores Ulrico Zwinglio (1484-1513) y Juan Calvino (1509-1564) no creen en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Para Zwinglio la Eucaristía era sólo un signo de la pertenencia a la Iglesia y para Juan Calvino la presencia de Cristo en la Eucaristía era puramente simbólica.

Lutero y Zwinglio sostuvieron un encuentro en Marbourg (Alemania) en 1529 y no pudieron ponerse de acuerdo acerca del carácter de la Eucaristía

 

LA SANTA MISA

 

La Santa Misa es el sacrificio del Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo ofrecido en nuestros altares, en memoria del sacrificio de la Cruz. Nosotros los católicos repetimos ese memorial en conmemoración suya siguiendo el mandato que él nos dio. Nos sentimos aludidos con ese mandato por la misma razón que nos sentimos aludidos con el mandato que dio a sus discípulos de que fueran por el mundo anunciando el Evangelio.

El sacrificio de la Misa lo ofrecemos solo a Dios y se hace siempre en conmemoración de Jesucristo.

La Misa en honor de la Virgen o de algún santo significa, sencillamente, que le agradecemos a Dios los dones que les otorgó y que deseamos que ellos oren por nosotros para que la gracia de Dios nos llegue más abundantemente pues la oración insistente del justo es poderosa (Santiago 5, 16).

La Misa es el mejor sufragio para la salvación de las almas de nuestros difuntos, pues en ella ponemos ante Dios los méritos y el sacrificio de ese único Representante nuestro, o sea único Mediador, que es Jesucristo hombre; para que Dios con su infinito amor tenga en cuenta, a la hora de la retribución que recibirán sus almas, junto a sus méritos (2 Corintios 5, 10), los méritos de ese hombre (también verdadero Dios) que se llamó Jesús de Nazaret y que por ello seamos salvos por su gracia.

Los católicos no creemos que por el hecho de comulgar ya tenemos asegurada la vida eterna. La hostia consagrada, o sea el cuerpo de Cristo, es un alimento que nuestro espíritu toma para que nos ayude a acercarnos a la gracia de Dios y por ella ser salvos. Ese es el sentido de las palabras «que nos guarde para la vida eterna».

No somos salvos solamente por las obras, como es por ejemplo el comulgar. No somos tampoco salvos solamente por la fe en Jesucristo; podemos tener fe, de tal manera que veamos a Jesús en la hostia consagrada, que si no tenemos Amor nada somos. Lo que cuenta para Jesucristo es la fe que obra por el Amor:

 

«Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por la fe la esperanza de la justicia; porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor.»

Gálatas 5, 5-6

 

 

CONCLUSIONES

Y Amor es precisamente lo que deseamos de aquellas personas que ven en nosotros a personas ciegas y fanáticas, que confunden a un pedazo de pan y un poco de vino con el Dios de los Cielos. Les pedimos amorosamente a esas personas que respeten nuestro «Amén» cuando al oír las santas palabras: «El Cuerpo de Cristo», recibimos la hostia consagrada como uno de los tesoros más preciados que nos dejó Cristo: su Sangre y su Cuerpo.

No les pedimos que vean, como testimonio de su fe en la omnipresencia de Dios, la presencia real de Cristo en ese pan y vino consagrados. Si les pedimos que lean en la Carta a los Romanos, en su Capítulo XIV, que aun en el caso que fuéramos «débiles en la fe» nos deben respetar, pues si comemos ese pan y bebemos ese vino consagrados lo hacemos por el Señor.

Nosotros, por nuestra parte, seguiremos como hace dos mil años cuidando este tesoro de la misma manera que el niño san Tarsicio, el cual murió en la segunda mitad del siglo III evitando que manos paganas le quitaran el pan eucarístico que ocultaba en su seno.

También seguiremos, como desde hace también dos mil años, cuidando y estudiando Las Escrituras para que, al igual que el apóstol Felipe con el funcionario etíope, podamos dar con Amor, Conocimiento y Fe a todo aquel que nos lo pida este otro Pan Divino que es la Palabra de Dios, que algunos adulteran para su propia perdición.

 

 

Bibliografía:

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Instrucción Religiosa, Moret G., Sociedad Editora Internacional, Buenos Aires, Argentina, 1943

Compendio de Historia Sagrada y de Historia de la Iglesia, F.T.D., Editorial Progreso, México D.F., México, 1939

Diccionario Abreviado de Pastoral, Floristán C. y Tamayo J.J., Editorial Verbo Divino, Navarra, España, 1988

Historia de la Religión, Tokarev S., Editorial Progreso, Moscú, URSS, 1990.

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Las sectas nos interrogan, Babinet G. Editorial Sin Fronteras, Cali, Ecuador,

Curso de Teología Dogmática, Auer J. Y Ratzinger J., Editorial Herder, Barcelona, España, 1987

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