septiembre-octubre. año IV. No. 21. 1997


HECHOS Y OPINIONES

EL MAL HÁBITO DE LA DIFAMACIÓN

por Jesús Marcos García Vázquez

 

Siempre recordaré la grata impresión que dejaron en mí: Don Cayetano Guerrero y Felipe Soler. Hombres de mi pueblo, que vivieron más de noventa años y sufrieron grandes adversidades de la vida.

Sin embargo, llevaron una vida feliz y fueron merecedores del respeto y la consideración de todos en el pueblo. Eran de porte venerable, rostros apacibles que reflejaban la serenidad y bondad del alma. Formas de hablar mesurada y respetuosa.

En cierta ocasión les pregunté: ¿Cuál era el secreto de esa vejez tan dulce, mentes tan despejadas y esa serenidad espiritual? Ambos concordaron en contestarme: "Nunca le prestamos demasiada atención a las adversidades de la vida y nos enfrentamos a ellas con fe y entusiasmo. No dimos cabida en nuestros corazones a resentimientos malévolos y jamás dejamos que la ira se apoderara fácilmente de nosotros".

También estuvieron de acuerdo en contestarme, y lo exponían como una virtud personal, que tampoco practicaron la mala costumbre de censurar y difamar a los demás.

Ninguna costumbre de la humana naturaleza es tan vulgar y perversa, como la de juzgar y difamar a los demás. Todos hemos sido alguna vez culpables de esa crueldad y a veces muchos de nosotros hemos sido sus víctimas.

De los Diez Mandamientos, el octavo nos dice: "No levantarás falso testimonio contra tu prójimo". Es, sin embargo, el que todos violamos con más frecuencia.

Jesucristo, en su inmensa obra redentora de enseñarnos a vivir en armonía y perfecta convivencia social, nos legó: "No juzguéis para no ser juzgado", no obstante, quebrantamos este útil y sabio consejo del Redentor continuamente.

¡Que daños irreparables se han causado a personas inocentes por la atolondrada complacencia en este vicio!

En una oportunidad el Rey Salomón le impuso como castigo a un rico mercader que había difamado de una hermosa judía, por el sólo hecho de rechazar esta sus propuestas amorosas, el de subir a lo alto de una montaña y en ese lugar aventar al viento las plumas contenidas en dos bolsas, y cumplido este cometido se presentase ante él.

A los pocos días, después de cumplir con lo ordenado, el difamador se presentó ante Salomón y le expuso que había cumplido con el castigo impuesto. El rey Salomón entonces le dijo al calumniador: "Ahora ve a recoger las plumas". _Pero eso es imposible mi Rey _protestó el mercader_, ha soplado mucho viento y las plumas están esparcidas y sería imposible recogerlas.

_Así es _contestó Salomón_ y así ocurre con las palabras calumniadoras que dijiste contra esa mujer, son como esas plumas que desparramadas por el viento son imposibles de recoger.

El mal hábito de censurar a los demás es una medida defensiva tan arraigada en nuestra naturaleza humana que, según dicen los sicólogos, para descubrir los puntos débiles y las faltas de un hombre basta observar las faltas que este ve en los demás.

Me contaban de una señora que se pasaba la vida criticando la poca limpieza de su vecina. Un día llevó gozosamente a una amiga hasta una ventana de su casa, que daba al patio de la vecina, y le dijo: "Mire usted esa ropa tendida, está gris y con vetas de churre". Pero la amiga observó detenidamente y le dijo: "Creo que, si mira usted con mayor atención, verá que es la casa de usted la que está sucia y desordenada, y no la ropa de la vecina".

Hablando con una encantadora viejita, sobre este tema, me decía: "Que en su pueblo había una señora que se pasaba la vida difamando de todo el mundo. Era una veterana en el arte de tejer calumnias.

Todos le temían a su lengua, y en el barrio decían que era preferible sufrir el azote de una epidemia que caer en la lengua de aquella aristaca.

Esta señora, me seguía contando la dulce viejita, siempre estaba al acecho y pendiente de lo que pudiera considerarse un chisme y formar parte del siniestro andamiaje de una calumnia. Nunca participaba en actividades sociales, ni asistía a la Iglesia y se burlaba de los que cumplían con sus obligaciones sociales y religiosas.

Que cuando en el barrio una joven se casaba, tenía la triste tarea de pasarse la noche en vela esperando la devolución de la novia a sus padres, por no ser virgen. Me contaba, también, que cuando la mal conducida tenía dieciocho años se casó y fue devuelta a sus padres, por su enojado novio, en la noche de bodas por no saber guardar su virginidad para el lecho nupcial".

La falta de compasión que cometemos en censurar al prójimo nace del desconocimiento que tenemos, en la mayoría de las veces, de las causas de aquellos actos que condenamos. Debíamos tener siempre presente el proverbio chino: "No te inquietes por ser mal comprendido, inquiétate más bien por no ser comprensivo". En nuestras relaciones diarias con los demás, cometemos constantemente el pecado de empañar el prestigio y la reputación ajena por no haber averiguado profundamente y mirar compasivamente el conflicto que los agobia.

Narraba un sociólogo, en un artículo que leí, que a su pueblo fue a vivir una viuda encantadora, madre de tres hijos, y a las pocas semanas era el comentario de todo el vecindario. Decían que era demasiado hermosa... que la visitaban varios hombres... que cumplía muy poco con sus obligaciones domésticas... que sus hijos mataperreaban por las calles y comían en casa de los vecinos... que pecaba de vaga y se pasaba la mayor parte del tiempo tendida en un sofá y entregada a la lectura.

Que una mañana, seguía narrando, la linda viuda se desmayó en la oficina de correos y no tardó en saberse la verdad. Padecía de una incurable enfermedad que le impedía hacer las labores de la casa. Enviaba a los niños a la calle cuando los medicamentos no bastaban para calmarle el dolor. "Quería –explicó- que me creyesen siempre feliz y alegre. Quería morirme sola algún día para que ellos no lo supieran nunca". Los hombres que la visitaban eran el antiguo médico de la familia, el abogado que cuidaba de sus bienes y el hermano de su difunto esposo. Los vecinos del pueblo se portaron muy bien con ella durante los restantes meses de su vida, pero los difamadores nunca se perdonaron la ligereza de sus juicios precipitados.

Cuántas veces nos ha pasado a nosotros lo mismo, ¿no es cierto?, la idea que preconcebimos irremediablemente proyecta su prejuicio sobre los hechos o personas en cuestión, y ya todo lo vemos bajo la influencia de nuestro pensamiento y no hay quien nos aparte de nuestra opinión. En nuestra vida diaria nos comportamos así, juzgamos las circunstancias y las personas, según la escala de valores que llevamos dentro. Esos prejuicios ocultos nos causan enfrentamientos y malentendidos, sufrimos nosotros mismos y hacemos sufrir a los demás por las opiniones falsas que nos hemos formado y las actitudes inocentes que hemos interpretado mal.

Una forma de cortar el paso a los juicios precipitados es el de preguntarnos: "¿No hubiera sido yo tan malo, o peor, de haberme encontrado ante las dificultades y tentaciones por las que él ha pasado?". El hábito de juzgar al prójimo tiende a descubrir en nosotros uno de los defectos peores que existen en el ser humano: "La vanagloria de nuestra rectitud". Creemos que somos buenos y mejores cuando descubrimos tanto mal en los demás. El reproche clásico de Jesucristo a los que se erigen en jueces fue: "Que el que esté limpio de culpa arroje la primera piedra". El Apóstol José Martí sentenció: "El que degrada a los demás, se degrada a sí mismo", "Infamar a un hombre es infamar a Dios", "El hierro no se ha calentado todavía a fuego bastante intenso para marcar la frente del primer infame".

El vicio en el mal hábito de difamar a los demás es como especie de un flagelo que atenta contra la moral y las buenas costumbres. A pesar de la inclinación de nuestra naturaleza humana hacia esta abominable costumbre, las crisis económicas sirven de alimento a este perverso vicio.

En las crisis económicas se sufre de la pérdida de los valores humanos, y por consiguiente traen consigo la peor de las miserias: la miseria humana. Es una miseria totalmente distinta, pero no menos horrible. Es una miseria que corrompe el alma, el sentido del honor y de la dignidad.

Las primeras en ser contagiadas y sufrir de esta especie de peste moral, son las mujeres, que, en casi todas las naciones, son el baluarte más débil contra el vicio y la puerta abierta a todo mal.

Compartimos la responsabilidad de los juicios equivocados cuando les prestamos oído. Recordemos que, por muy cierta que parezca ser la culpa de otro, pueden existir circunstancias atenuantes.

Los indios sioux observaban la costumbre de la buena murmuración, un valiente a punto de partir para visitar otras tribus, alzaba las manos al cielo y rezaba: "Gran Espíritu, haz que nunca juzgue a otro sin haber caminado dos semanas con sus mocasines".

Enfoquemos al revés la costumbre de juzgar al prójimo y observemos sus virtudes en vez de sus faltas. Desarrollemos el hábito de ver lo bueno que existe en los demás y comentémoslo.

Practiquemos la costumbre de la buena murmuración. Es asombroso cuánto engrandece nuestras propias almas el hábito de descubrir lo bueno que poseen los demás.

Miremos el rostro de un difamador, cuando está emitiendo un mal juicio sobre alguien, y veremos lo descompuesto y avinagrado que lo tiene. Observemos la cara de una persona cuando está hablando bien de otra y notaremos cómo se le inunda el rostro de bondad.

El dominical "Vida Cristiana" del domingo 19 diciembre/1993 nos dice: "Nos conviene aprender a limpiar la mente, borrar los prejuicios, no juzgar, como se nos dijo que no juzgáramos para no ser juzgados, dar por supuesto la inocencia mientras no se demuestre claramente lo contrario, mirar a todos con amistad y amor, y, si surge alguna sospecha, no precipitarse, suspender el juicio y esperar".

Dejemos a Dios todo juicio sobre los pecados ajenos. Atribuirnos las funciones del Creador es pecar de irreverentes. "La división de los hombres en justos y pecadores se hará el último día" -nos dijo el padre José en la Parroquia de Los Palacios-. Hasta entonces nos está prohibido hacer la clasificación.