marzo-abril.año3.No.18.1997


LECTURAS

EL ARTE, LOS CRÍTICOS,"EL PERSEGUID0R".

por Juan Ramón de la Portilla

Dédée me ha llamado por la tarde diciéndome que Johnny no estaba bien, y he ido enseguida al hotel. Con este imán se inicia uno de los relatos más importantes de la literatura contemporánea, "El perseguidor", del volumen de cuentos Las armas secretas (1959). Este relato marca un cierto viraje hacia lo lúdicro, lo experimental, en la narrativa de Julio Cortázar, que se acentuaría con Rayuela (1963) y continuaría con obras posteriores como La vuelta al día en ochenta mundos (1967). Alrededor de la fecha de publicación de este último libro mencionado, fecha de reedición, asimismo, del texto que nos ocupa, ahora como El perseguidor y otros cuentos, ocurren dos hechos culturales de extrema relevancia para las letras de nuestro continente: la aparición de Cien años de soledad y la concesión del Premio Nobel a Miguel Ángel Asturias; finalmente, se consolida el fenómeno conocido por boom de la novela hispanoamericana y Cortázar comienza a ser reconocido como uno de los grandes autores en lengua española.

Del imán a las limallas dispersas en el texto vamos conociendo la personalidad fascinante de Johnny Carter, personaje que encubre al genial saxofonista Charlie Parker, el perseguidor. No enmascara el texto, sin embargo, una ficción testimoniante, pues se narra con la fábula muy cerca, y se humaniza al músico con la imaginación que ganan definitivamente para nuestra literatura los escritores de los sesenta. Johnny, que no está bien, ya no lo seguirá estando en el resto del relato. Pero Dédée se refería a su salud tambaleante, a su precaria escualidez, y no a los visos de locura que siempre lo acompañan: locura abandonar el saxo en el metro, locura soñar campos de urnas, locura su música más perentoria. Por eso Bruno, el crítico, fiel como el mal aliento, ha acudido de inmediato, estableciendo la primera gran imagen de la obra: no sólo el choque entre crítico y artista sino entre realidad e irrealidad.

Dédée me ha alcanzado una silla y yo he sacado un paquete de Gauloises. Bruno, como Horacio Oliveira ante el profesor Morelli a quien llama maestro en forma queda, brinda un Gauloises, un cigarrillo que pronto perderá la forma entre los dedos de Johnny y se convertirá en humo, en nada, lo cual quizás provoque una de las interminables reflexiones del saxofonista mientras que, bajo las líneas de la "rayuela", la Maga enciende otro Gauloises y Oliveira la mira enternecido, amando, siempre desde la ironía, la fugacidad que representa, volviéndose humo también, personaje, similitud. Si Rayuela es una pregunta metafísica, un humo denso a veces, a veces fino y blanco, "El perseguidor" es la ceniza ardiente del Gauloises, ese cigarrillo que ilumina ambas obras (¿Cortázar prefería esta marca o es sencillamente una trampa del petulante Oliveira para hacer toser a la Maga frente al saxo en ebullición de Johnny?) dejando al descubierto más de una semejanza. Rayuela va articulándose según el orden inconexo de las situaciones de la vida: un mediocre concierto de piano, el metafórico descenso a los infiernos en un manicomio, la conversación intelectual de los miembros del Club de la Serpiente, todo mezclado, corroído por la temporalidad más alucinante que lleva estas situaciones del vórtice al límite, de la marginalidad a los centros culturales, de un puerto latino a París. "El perseguidor", más conservador en cuanto a su estructura, acusa, no obstante, una dispersión parangonable a la de la novela anterior por la manera en que está asumido el lenguaje; el lenguaje en Johnny, principalmente. El saxofonista y Bruno hablan, a propósito del libro crítico de este último, sentados sobre un pretil, frente a la rue Git-la-Coeur (mientras fuman Gauloises, por supuesto) y Johnny explica la misteriosa relación entre el sexo y el saxo: bonito el juego de palabras, six months ago. Six, sax, sex. Positivamente precioso, Bruno. Maldito seas, Bruno.

Los personajes Rayuela, y me refiero a Oliveira y Morelli, aunque pudiera extenderme a algunos miembros del Club e incluso a Talita y Traveler, son netamente existenciales, viven la suprarrealidad o la irrealidad entronizada en un cotidiano desgastarse los unos contra los otros: cíclicos, individuales, por parejas, como en aquella charla telefónica de seis minutos entre Etienne y Oliveira, a ratos lucen artificios en manos del escritor. Johnny, sin embargo, se apresura a mostrarse desnudo y magro como un higo seco frente a Bruno, que no sabe con certeza qué es lo más prudente, si la lástima o la admiración. En Rayuela los personajes confunden la demarcación que en un inicio, tal vez, decidió trazarles el autor. Así, la Maga lee a Galdós y a los simbolistas ante el reojo despectivo de Oliveira, pero luego resulta la más existencial de todos. La Maga se eleva a sí misma tirando de sus cabellos y provoca las pesadillas de Oliveira, ahora "Del lado de acá", que la busca en Talita y en el humo del puerto. "¿Entre ese humo y esa gente?". No, para los personajes masculinos de Rayuela, la mujer no constituye "Las puertas del cielo". Tampoco para los de "El perseguidor", donde aparecen grises, grotescas, provistas en el mejor de los casos de una incómoda ternura, Dédée o la esposa del crítico. Son sólo contrafiguras, y se recorta Johnny contra ellas, contra el amigo Bruno, que trata de "inteligir" su excentricidad palpable, porque con genios como Gandhi, y Chaplin, y Stravinsky uno está dispuesto a admitir que andan por las nubes, y que con ellos no hay que extrañarse de nada... Llegados a este punto, los lectores pudieran pensar en un sutil escamoteo: ¿dónde se halla la generalización, lo universal que adjudicamos al relato, si Johnny es un caso tan raro que hasta su genio es discutible? He aquí la cuestión de fondo, el subtexto que la trama sumerge. Primero, y sobre todo, la relación creador-creación, eterno mito de Sísifo, Johnny y su saxo en lucha por agenciarse el instante sublime de lo etéreo no signado por cánones o patrones, simplemente un flechazo de genio, algo que el músico buscaba, "perseguía", y levantaba sus ecos en los sueños con campos de urnas, en el librito con los poemas de Dylan Thomas, en las hojas secas que recogía en las calles de París. Segundo, y no menos importante, no menos tesis de la historia, el encuentro formidable entre crítico y artista. De los pasajes técnicamente más logrados del relato pueden extraerse los diálogos Bruno-Johnny, la reflexión del crítico ante el replanteo de sus opiniones ya plasmadas en libro, filtradas además por el parecer autorizado de otros. No es la mediocridad frente al talento, sería injusto, y pueril, analizarlo de esa manera. Es un caso de genialidad que vive la suprarrealidad frente a una mente lúcida, cierto, pero lógica, moldeada por lo preestablecido. Esta dicotomía es consustancial a la naturaleza humana, que por lo común tiende al esquema, a lo normal. Pero Bruno, aún, choca con otro enorme escollo al partir de un hecho consumado: la música de Johnny, nunca su extrasensorialidad, sólo el sello aportado en su estilo jazzístico. Llegado el momento de analizar la grabación que se ha escuchado con deleite, quizás con ánimo de discrepar, es la música lo que se traduce, algo absurdo, y pasa entonces al libro, a la palabra, y queda allí como mera explicación, letra muerta. Esa es la trampa: no es dable al crítico la aprehensión de la totalidad. Es imposible, tan imposible como querer aprehender la esencia de las cosas. Pero, a la vez, esta limitante también existe para el creador. El artista ha logrado su obra y ante ella se sabe desnudo, no puede repetirla, se ha logrado y punto; sólo resta para el incrédulo saxofonista, a lo sumo, escuchar, en una grabación adulterada por el ruido, la insólita maravilla que ha soplado. Por eso pide, exige, la destrucción de la placa. Johnny torna a medrar "Del lado de acá" (Rayuela aparte ahora), y puede intuir el resonar del genio que se materializó en su persona, pero le resulta dudoso, tan dudoso como el libro de Bruno (maldito seas, Bruno), aunque los demás opinen lo contrario.

Por último, ¿son "los demás" los perseguidos? ¿Somos los críticos, lectores, oyentes, espectadores, el blanco de su prisa? No, responderíamos, asumiendo al Johnny nihilista, vuelto sobre sí para extraerse el arte, para consumar la totalidad. Sutilmente, empero, el relato deja abiertos ciertos boquetes que niegan lo anterior. Johnny (Charlie the Bird) persigue también su conato de humanidad, se persigue en Bruno, en Dédée, en la gente. Johnny "es" Charlie Parker, y resulta imposible no recordarlo en Bird, su famoso disco, donde tocan además Miles Davis, Dizzy Gillepsie, Red Rodney, Thelonious Monk, Lester Young. Desde el relato, que he releído antes de aplicarme a la escritura, hasta la música de Bird, que no ha dejado de sonar mientras redacto, recibo un olor a tiempo, un eco apagado pero a la vez brillante, un estar suspendido en los años cincuenta. De manera que Johnny Carter en las páginas de "El perseguidor" y Charlie Parker en el viejo disco son una misma realidad, acaso porque se complementan, como se complementan el canto del ruiseñor y el verso del poeta que lo ha descrito.

Finalmente, Johnny muere, y Cortázar introduce, amén del elemento conclusivo tradicional, un recurso simbólico y teatral que acentúa la intención primaria de la obra, y remite a su imán. Johnny "estaba mal", por lo que ese desenlace era de esperarse, pero muere diciendo un verso de Dylan Thomas, tangencial remedo de sus sueños de urnas y hojas secas, esta vez sin la presencia interlocutora de Bruno, un Bruno desplazado espacialmente: está con la obra de Johnny, no con él. Literariamente, el relato "buscaba" una solución así: Bruno, situado en un plano meramente estético, para confesar que el trágico suceso coincidió con la aparición de la segunda edición de mi libro, pero por suerte tuve tiempo de incorporar una nota necrológica redactada a toda máquina, y una fotografía del entierro donde se veía a muchos jazzmen famosos. En esa forma la biografía quedó, por decirlo así, completa. Quizás no esté bien que yo diga esto, pero... Ya hablan de una nueva traducción, creo que al sueco o al noruego. Mi mujer está encantada con la noticia. Para los lectores el mensaje es bien diferente, y hasta contradictorio, pues el relato arranca con dos citas: Sé fiel hasta la muerte, del Apocalipsis, y Oh, hazme una máscara, el verso de Dylan Thomas. Es difícil imaginar la fidelidad tras las máscaras, pero quizás este sea el sino de la creación verdadera: seducir al artista con ese estar ahí al alcance de las manos y luego alejársele, para ser perseguida.

Febrero, 1997.

A LA SOMBRA DE CIERTAS HISTORIAS.

Ediciones "Hermanos Loynaz" publicó en 1996 Sombras y otras sombras del dramaturgo pinareño Ulises Cala. Con la dignidad que ya caracteriza a estos libros (que así, con todo derecho, han de llamarse, y no plaquettes, como cabría esperar de producciones literarias locales), reciben los lectores un volumen que incluye dos piezas, El traje y Sombras, estructuradas según cánones clásicos, en la mejor tradición del teatro de los siglos de oro. Son, por tanto, rastreables, un Lope de Vega o un Calderón de la Barca. Pero la asimilación es provechosa, y de los orbes castizos de los maestros se ha auxiliado con astucia Ulises Cala para urdir dos historias cuya representación urge, aunque no es la materialización en escena inconveniente mayor para degustar claves o ideas que están implícitas y son susceptibles de revelación, y animación, en una lectura atenta e inteligente.

En la pieza inicial, el espacio cerrado de la sala de una casa se pluraliza debido a que refiere constantemente al pueblo, marco de ese hogar donde se despliegan todo tipo de situaciones risibles o caóticas, y pululan personajes intemporales (Sastre, Mujer, Hija, Suegro, Tendero, Alcalde), desasidos en apariencia de la realidad inmediata, esa en la que el autor, también él un poco marioneta, los crea y los hecha a caminar. De esta forma, conflictos de siempre son convocados y se patentizan casi como por arte de magia; la magia del teatro, se entiende, donde tampoco es de desdeñar alguna ambigüedad, algún equívoco enunciado desde que se descorre el telón. Allí, encabezando los Dramatis personae, el Sastre. ¿Y si trastornáramos una letra, que no la letra, de ese nombre? Sartre, entonces. Jean Paul, sí. Leamos: «No te dejes confundir, verás como todo son patrañas de esta gente. Nada tendré que pagar, que vayan donde les plazca, todavía confío en el respeto del hombre por el derecho ajeno». De un acto al otro, evoluciona el personaje hasta lograr una suerte de declaración de fe: se trata de un profesional de la costura que usará, en la boda de su hija, un traje confeccionado por un colega. Se verifica aquello de al que le sirva, que se lo ponga. Y retomando a Sartre, no hay tanta similitud con su obra dramática como con su famosa teoría del compromiso. Existe una inversión sutil, que potencia esta relación; el compromiso del modisto no es con los hombres sino con ese hombre que es él mismo.

Cierra el libro la pieza Sombras, que le valiera a Ulises Cala un premio nacional de talleres literarios. Un cardenal que va al Cónclave, pues ha muerto el Papa, se detiene en una taberna, encarga una opípara cena y, luego de pensarlo, también, por qué no, una botella del mejor vino. Con este presupuesto comienza el drama, donde estarán implicados, además, el posadero y su mujer, una muchacha, un sacerdote, una monja y un ciego. Otra vez personajes universales, otra vez sencillos decorados, pero, ya en la obra, topamos con la primera sorpresa: la división del material no se da en actos sino en cuadros. ¿Mero rejuego formal? Y a continuación la descripción del cardenal cuyo «rostro es el del hombre común, sus modales desenvueltos, si no fuera por el atuendo podría pensarse en un simple parroquiano». Las palabras tienden a lo plástico; luego abundaremos en su objetivo. Aquí, como en El traje, encontramos una intención especular; narcisista, incluso. ¿Cómo sería el cardenal en el pellejo del posadero? ¿Cómo luciría el sastre en ropas confeccionadas por un colega que lo supera en talento? De nuevo la inversión de una realidad tornada tan movediza que, en el apagón del final, ya no es posible confiar en el terreno que pisamos. Sin embargo, esa dinámica supuestamente precaria es compensada por la eternidad del instante detenido en la pintura, los cuadros de que hablé antes. Un sacerdote anciano, tonsurado, sentado en un sillón de ruedas, es conducido por una monja, y recuerda a una figura del Gioto. De modo que el libro permanece en oscilación, tembladera fija en el lienzo. ¿En la memoria del lector?

A ella, a la memoria, apelaré para llamar la atención sobre los puentes ocultos que, en ocasiones, construye la literatura. Ulises Cala publicó en la colección Pinos Nuevos de 1996, Ciertas tristísimas historias de amor, cinco piezas en las que, con el soporte del No japonés, y mediante el uso de un lenguaje posmoderno, se elabora toda una poética del desdoblamiento, tesis semejante a la expuesta en el libro editado por la casa «Hermanos Loynaz». A pesar de que Sombras fue escrita y premiada en los ochenta y de que los textos que componen el libro que salió bajo el sello de Letras Cubanas fueron concebidos, como mínimo, según me informó el autor, a partir de 1993, saltan a la vista algunos enlaces que demuestran la coherencia de estas creaciones. En Sombras, la mujer del posadero, irónica, halla que «la noche se presta para contar una muy triste historia de amor». Concluyo así que, en los dos libros, si bien formalmente lejanos, hay conjunciones temáticas. Toca ahora al público constatarlo, adentrándose en estos mundos con la certeza de que el tiempo en ello consumido no correrá en vano.