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noviembre-diciembre. año III. No. 16. 1996 |
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ECOLOGÍA |
CIVILIZACIÓN Y MEDIO AMBIENTE por José Hernández Padrón Cortés |
Para nadie es un secreto que a lo largo de todo el siglo XX (en especial después del término de la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días) nuestra civilización ha alcanzado un nivel científico y tecnológico tal que supera con creces todo el período anterior de la humanidad tomado en su conjunto. También se conoce, desde hace ya bastante tiempo, que en la naturaleza todos los procesos que tiene lugar están en una interdependencia dialéctica tal (equilibrio dinámico) que muchas veces cuando de alguna manera sufre, aunque solo sea, una pequeña modificación o alteración uno de esos procesos, inmediatamente después (a mediano o corto plazo) repercute o se ve reflejado, de alguna forma, en los otros procesos; provocando alteraciones tales que la mar de las veces constituyen vehículos provocadores de mayores o menores tragedias para el género humano. Son incontables en la historia de la humanidad los ejemplos que demuestran que pequeñas alteraciones climáticas tuvieron una incidencia negativa sobre nuestra civilización, de ello dan fe las numerosas investigaciones realizadas por científicos-historiadores en todo el mundo que han puesto al descubierto los nexos incuestionables clima-civilización de que fueron portadores de muchos eventos y fenómenos sociales o históricos. Por sólo mencionar algo en el sentido antes referido diremos que, según muchos científicos, las erupciones volcánicas que se han registrado a lo largo de la historia aportan datos importantes en tres sentidos. En primer lugar demuestran hasta qué punto depende nuestra civilización de unas condiciones climáticas estables como las que hemos disfrutado durante la mayor parte de los últimos diez mil años. En segundo lugar, ponen de manifiesto que las tragedias que asolan una zona del mundo pueden haber sido causadas por los cambios climáticos originados en otro lugar completamente distinto. Y por último, indican cuáles podrían ser las devastadoras consecuencias de un cambio comparativo grande, y repentino provocado por el hombre en el sistema climático global. Se dice que en torno al año 209 antes de Cristo tuvo lugar una tremenda erupción, según se cree de algún volcán islandés, que dejó huellas en las capas anuales de nieve e hielo que cubren Groenlandia y en los anillos de los robles irlandeses dañados por las heladas. Dos años después, según el historiador chino Szu-mach´ien, «la cosecha se perdió» y nadie supo la razón. Otros dos años más tarde, el historiador chino Panku escribió que «una gran hambruna aniquiló a más de la mitad de la población; los hombres se comían unos a otros». El emperador, afirma Panku, levantó la prohibición que castigaba la venta de niños. Fue en esa época, según las Cronologías dinásticas chinas, concretamente en el año 200 antes de Cristo, cuando las «estrellas dejaron de verse durante tres meses». En la actualidad el grado de incidencia del hombre sobre el medio ambiente es tan vasto y alarmante que ya casi la totalidad de la comunidad científica afirma que el planeta puede autodestruirse sin hacer uso siquiera de los enormes arsenales nucleares almacenados. Los científicos pronostican todo tipo de desastre ecológico: inundaciones, emigraciones masivas y un largo etcétera. A manera de ejemplo y para que se tenga una idea del peligro que representan (para nosotros mismos) nuestros actuales hábitos y modus vivendis, diremos que la cantidad absoluta de la energía disipada a la biósfera en el proceso de la actividad del hombre ha alcanzado una magnitud comparada con la energía de algunos procesos naturales. La contaminación calorífica (térmica) de la superficie del planeta, que es producto de la quema de los combustibles, constituye más de 9,5 erg/s.cm2, lo que es bien comparable con el consumo de la energía para los procesos de erosión atmosféricas (0,3-19,5 erg/s.cm2) y sobrepasa la transmisión de energía producto del volcanismo (1 erg/s.cm2). Se ha calculado que si se mantienen los ritmos existentes del incremento de la producción de energía, su aporte al balance térmico de la biósfera dentro de treinta años constituirá un 1% de la magnitud total de balance de radiación de la tierra firme, y dentro de 90 años, un 10%. Pero si la producción de calor alcanza el 10% de la cantidad de la energía solar absorbida por la superficie de la Tierra, el promedio de la temperatura de la superficie terrestre y del océano, según cálculos, puede subir a siete grados centígrados. La cándida y peregrina idea de que todo cambio que provocáramos en el medio ambiente, como consecuencia de nuestra diaria y obligada conexión con el mismo, no sería peligroso para nuestra propia especie o no se revertiría en nuestra contra ha ido perdiendo, poco a poco, su vigencia. Cambio que seguramente se ha ido operando en muchas mentes por la imagen de que ya la Tierra no nos parece tan vasta y la naturaleza tan poderosa como antaño. Si hacemos un balance retrospectivo nos daremos perfecta cuenta de que en el pasado, muchas veces, ciertos móviles políticos y poco sabias actitudes gubernamentales, han propiciado la crisis medio ambiental actual en todo el mundo. Al presente esos mismos móviles y actitudes (en muchos casos) obstaculizan y refrenan las soluciones acertadas. Por eso la humanidad está urgida de cambios radicales en la manera de pensar y relacionarse con el entorno, de todos los niveles y estratos de cualquier sociedad; desde el ciudadano corriente hasta la más alta personalidad política. En tal sentido la Cumbre de Río, además de reunir a toda la comunidad mundial por primera vez, señaló el surgimiento de lo que muchos llaman el «Principio Organizativo Central» de la postguerra fría, es decir, la protección del ecosistema planetario fomentando el progreso económico o dicho con otras palabras, la búsqueda creativa de vías más racionales encaminadas a conciliar los imperativos del progreso económico con las necesidades del medio ambiente. En la actualidad, por suerte, cada vez son más las personas en todo el mundo que comprenden que los recursos de los ecosistemas terrestres no son inagotables y que si no aprendemos, si persistimos en nuestra insensata y obstinada ignorancia de los poderosos cambios que estamos poniendo en marcha, podremos dejar, a la larga, poco más de un misterio que alguna nueva comunidad humana futura tratará de explicarse, preguntándose qué le ocurrió a la antigua civilización que construyó, hace mucho tiempo, tan magníficas estructuras de hormigón, acero y plástico. Bibliografía: «La Tierra en juego» de Albert Yote. «Conservación de la naturaleza viva» de Yablokov y Ostroumor. ------------------------------- Un intelectual es un hombre que usa más palabras de las necesarias para decir más cosas de las que sabe. DWIGHT EISENHOWER |