Anoche regresó después de mucho tiempo a traerme el agujero con
olor a niños muertos y pelo quemado que tiene en la cabeza para que jugara un rato con
él. Dice que si intento escaparme de nuevo, me van a hacer uno grande y oscuro como el de
la escalera por donde me llevan a darme el mar. Pero a mí no me importa, solo quiero
contarle a todo el mundo que los alacranes se lo cargaron cuando lo dejamos con tan poca
tierra que más que un muerto parecía una señal lanzada a los cuatro vientos,
anunciándole a las hienas y alacranes que su cuerpo tenía el hueco más grande y que ya
era hora de que fueran a comer de sus vísceras o lo empujaran hasta algún lugar donde no
hicieran tanta falta los fusiles y nunca más tuviese que ver a su lado la nuca del negro
como una ventana abierta contra un temporal, donde los tambores de la aldea en cenizas se
apagaran y ya no le importase el nombre que dejó roto en la madera del fusil. El me
despierta en cuanto cruza las primeras puertas y no vuelvo a dormirme hasta que su olor no
se ha ido a rezongar a otra parte la tranquilidad de uno que vive entre el mar que le dan
en las sienes bien temprano y las lágrimas de colores que cada noche la misma enfermera
llorosa me hace tragar con el ímpetu de una sentencia muchas veces pospuesta y por fin
llevada a cabo. Me gusta sentir el sabor que dejan las olas en las uñas y por eso no más
descubro que nadie vigila, me raspo y raspo hasta que la sangre me viene a los labios como
un arroyo y mi lengua se llena de las algas y los cardúmenes que como arrecife ha ido
acumulando mi cabeza rapada. Yo también he terminado por hacerme conocido de los
alacranes y vienen a buscar la comida que dejo para la madrugada cuando se me acaba el mar
y la sangre es un dienteperro en toda la cara. Tengo las manos y los pies muertos a una
baranda para que no acabe comiéndome los mejillones que se me incrustan en las orejas. A
él no le gusta la sangre, cuando le pegaron el tiro y se murió, adoptó un gesto de
revoltura que borraba cualquier respeto o cariño que uno hubiese sentido antes por la
muerte. Los alacranes vienen todos los días, pero el paso por el desfiladero está
bloqueado y por el cauce dicen los de la exploración que dijeron los de la aldea es
imposible de tan hondo y lejos del peine que va a hacer el coronel desde allá donde
todavía ella tiene en sus manos la lata de orine que madrugueante él deja salir de su
barriga como quien, sin otra opción, se sienta pausadamente a ordeñar su vaca cada
mañanita, cuando los gallos aún no han cantado y los demás sucumben en las pócimas
salivales de toda una noche reprimiendo el hambre. Dice que me harán el hoyo más negro
que se conozca, con tal que siga gritándole a todo el mundo lo de la muerte suya y del
negro. Dice también que tengo que cuidarme mucho de las lágrimas de colores de la
enfermera, pero no de los alacranes, que él les ha hablado mucho de mí, que en cuanto lo
tenga lo suficiente hondo vendrán a buscarme y podré tener un hueco con el que jugar
toda la vida hasta aburrirme. Lo mismo que cuando estábamos de guardia y no hacía falta
despertarse para reconocer de quién era el ruido a torrente que iba a romperse contra la
parte alta de las yerbas de atrás de la enfermería y el puesto de mando. Las fuerzas se
dividieron entre el flanco izquierdo y el centro arrastrando lo memorable y senil de su
vejiga, aunque los alacranes terminan por no gustarme y trato de aplastarlos, pero corren
rápido por las patas de la mesa y me gritan que irán a contárselo al coronel, para que
nunca me abran el agujero que debí traer cuando se armó la balacera y el cañoneo por el
izquierdo y el centro mientras el derecho era tan desierto e invisible como la nuca vacía
del negro que maté. Me recogieron con la parsimonia de quien hace una eventualidad común
y diaria y nos fuimos en el jeep del mayor que se acostaba con el pajarito que tiene tía
Estela en el reloj de su cara, y que no terminaba de mirar la chapilla, como si quisiera
que de los números brotara una orden que pudiese poner fin a la travesía hasta la
retaguardia o si con tanto mirarlos de las curvas huecas fuera a levantarse su cuerpo para
calmarle el sueño. Los UNITA bajaron amparados por el telón que formaban las tropas que
jamás mandaron a cubrir el derecho con un ruido intenso de cañones y vaya suerte que el
cauce y los de la aldea y la próstata del coronel nos fueron leales. La cama salta como
un caballo que se quiere meter debajo de las piernas, ahora que las lágrimas de colores
no me duelen y el mar es un recuerdo remoto que mamá escondió en la misma caja de
cartón donde apechó mis pertenencias tres días antes de verme bajar la rampa por donde
tiramos hacia los barcos. A veces me inyectan el cansancio que sobrevive en los
alrededores de la aldea y rasgan con tenacidad cada partícula de la vena de papel que le
robaron a mamá la vez que no la dejaron quedarse a sostenerme el cabello sin que salte y
a espantar los alacranes que aparecen por la noche buscando los restos de comida que
guardo para la madrugada. ¿Irá? ¿Lo juran? Nombre y apellidos. Teléfono. Dirección.
¿Casado? Luisa y tío José también tienen cara de reloj, pero sin péndulo ni pajarito
de culo de metal bruñido. Fueron a verme la primera vez, pero no aquí, sino allá donde
te suben en el techo a fuerza de la tanta luz que sale de los reflectores y hay pasos de
botas y más botas y murmullos mientras detrás de la cortina lumínica, alguien no se
cansaba de preguntarme que quién me había ordenado hacerlo, que cuándo abandoné
definitivamente el tratamiento médico que nunca tuve, que estaba en un error al decir
semejantes locuras y ese cuento de la poca tierra ahora que habían logrado unificarse en
el centro y resistir. Mira que si tú quisieras podías quedar limpio y tranquilo, pero
que no hablara más, que ellos se encargarían de todo. Averigüé si iban a buscarlo de
donde lo tenían los alacranes y si hablarían con las hienas para que le devolvieran el
corazón y los pulmones. Entonces me mandaron para acá y me hicieron el dueño de todos
los mares y océanos del mundo y de sus cargas de sal. Mamá estaba en la rampa y me dijo
adiós y que los barcos nos miraban -a ellos también- de reojo como desconfiados de tanta
alegría soportada a pesar del llanto y del sudor en las manos. Luisa y tío José nunca
más vinieron a verme, Luisa me mandó una noticia que no pude terminar de leer, porque
cada letra era una lata de orine vertida sobre la madrugada de una azotea cualquiera en el
barrio más confidencial y anónimo de la Habana. Mamá dice que ella me esperó todos los
días desde que me fui y que ahí estaban sus cartas para demostrármelo, pero preferí
que las guardara en el mismo cajón y les diera mucho fuego como el que provocaban los
cañones y los ratatatatatatatata de nosotros y los FAPLA por el izquierdo y nosotros
solos por el centro sobre la superficie de la aldea levantada con todo su peso y el olor
de los niños muertos. Por las noches se llevaban las comidas hasta las candongas,
impresionados por los ruidos y los pechos de las negras y el calor a selva y ajo que
desprendían los hombres. Tenemos que estar alegres coño, me dijo, porque cuándo se ha
visto soldados llorando por decir adiós. Y estuvimos casi alegres con los dos años o el
hasta siempre que se nos venía encima y del que muy pocos sabían algo. Íbamos para
traer la distancia tal y como nos la reiteraron en las tantas y tantas oficinas por las
que pasamos o nos imaginamos antes de subir definitivamente al barco. Ahora recuerdo que
nadie le pidió que trajera ese agujero negro como un pozo ciego y olor a niños muertos
que le dejamos a los alacranes para que se contentaran con algo más que la comida que
todas las noches se extraviaba para nunca más volver. El polvo los hizo invisible y la
vertiente más cercana a la desembocadura se esfumó como un pueblo en zozobra y se le
vino al centro con la idéntica lividez que causan las sorpresas y las visitas
inesperadas. Así como mamá cuando se perdió en medio de las pancartas de recibimiento a
los heridos sin que pudiera escuchar cuando le grité y el soldado me dio aquel golpe por
detrás que ella tampoco pudo ver. De tanto salto el caballo va a acabar tumbándome sobre
la goma por donde viene el mar. Entraron por el centro como quien trasiega las yerbas con
una hoz, abrían surcos y más surcos que el coronel, la enfermera y el pajarito de culo
de metal bruñido confundían con los llorantelos del mayor, lo increíble de iguales a
los míos cuando las olas se rompen contra mis oídos y le sobreviene el ruido de los
cañones que no consigo apagar hasta su entrada bien entrado el silencio y las dosis de
lágrimas de colores con su sabor tibio a sopa de algas y pelo quemado como el boquete que
me trajo anoche para que jugara un rato. Dice que si me escapo me abrirán uno igual al
que tiene la escalera, ya lo intenté una vez y tuve la certeza de que el mío sería como
el de las entrepiernas de las mujeres de la aldea, con su olor a bota seca mezclado con
los sudores, a prostíbulo y a orine de coronel. Las mismas entrepiernas que ella mandaba
a lavar sin atreverse por un minuto a desentrañar los bosques de alambre y buganvillas
marchitas por donde cada cierto tiempo la gonorrea asomaba lo más orgulloso de su cuerpo
fluido a través de la niebla y los humores. Miraba con asco los muslos oscuros y
calientes y sus manos eran la punta de dos dedos enguantados brechando un corredor que de
seguir el hilo de su pestilencia habría ido directamente a la lata que madrugada, una y
mil más, ella lanzaba con gesto de náufraga a los parajes certeros de las yerbas del
fondo de la enfermería y el puesto de mando y mi caballo corre veloz detrás de los
grupos que huyen a la selva por miedo a tanto tiro de una parte y de otra, porque nosotros
por darle a los UNITA que se nos venían encima desde todos lados, les dábamos a los unos
y a los otros y los UNITA sin querer, como si le pidieran disculpas a sus madres por
subirse a un barco que los miraba de reojo, nos caían a nosotros que nos reagrupábamos
al centro para formar un bloque y resistir, mientras yo me hacía deseos de estar
escondido dentro del cajón que mamá había guardado para si lograba de una vez traerle
un agujero bien negro y hondo y del que los de la aldea huían hacia la selva, a la espera
de que los alacranes terminaran de llevarse mi comida de la madrugada y los muertos, para
astillar los bordes de la paciencia con el toque espectral de los tambores y los instintos
de que mi nuca se vaciara como la del negro que a lo lejos recogían dos o tres hombres y
un poco de ese ruido inmenso me nublara los ojos al mezclarse con el humo, dejándome en
la boca la sensación de que la muerte es un trabajo como cualquier otro, pero demasiado
serio como para dejarlo al libre albedrío de los alacranes. Cuando viene me hace
historias de las cosas que ha oído sobre mí. Son muchas y algunas muy tristes, cuenta
que a Jorge le saldrán escaras y manchas en la lengua si no vamos pronto a darle el pan
por las mañanas a los niños muertos de la aldea; y que dicen los de los reflectores que
a él lo mataron los UNITA cuando trataba de salvarme, pues tuve mucho miedo de la nuca
vacía del negro muerto combatiendo a nuestro lado; que no saben nada de los culos de
metal bruñido y que en las yerbas altas solo se esconden las serpientes y los grillos;
que mamá está contenta y puso en la sala la medalla que me entregaron y que tío José
vendrá a verme con una cara nueva de reloj como los que traían de las candongas; que
siguiera escribiendo cartas y más cartas, les oyó decir a los de las luces, para que vea
como termina como tú. Pero a mí no me importa. Empesamos a correr hacia el centro
buscando reagruparnos lo más rápido cuando el negro con el cañón casi rozándolo, le
dejó pegado ese agujero hondo por donde cabe una mano, no las mías que están muertas al
igual que los pies de tanta amarra a las argollas de hierro y al barco y al avión y al
caballo de mi cama que va a parar por caerse si no vienen a recogerme para darme el mar lo
más pronto que se les ocurra. Me darán todo el mar del mundo otra vez, porque al médico
de hojalata de mi caja de cartón y mi vena de papel ensangrentado como mi cara cuando
buscando la sal raspo las sienes y la sangre baja como un arroyo hasta mis labios y mancha
los pelos quemados de mi caballo y de su boquete negro con olor a niños muertos, no le
gusta que esté contando estas cosas así como así. Pero él vino anoche a traerme el
agujero para que jugara y no estuviera tan solo entre el mucho mar y las lágrimas de
colores en el brincoteo de un caballo que no deja de correr hacia la aldea donde apenas se
aguantan algunos horcones y el hedor de los niños muertos y de las entrepiernas de las
mujeres es una certeza difícil no mas él cruza la primera puerta y emprende por el
pasillo a oscuras. Nos bajaron de los camiones y tiramos por la rampa hacia los barcos que
nos miraban de reojo como desconfiados mientras mamá hacía adiós con una mano y con la
otra se secaba los llantenes y la incertidumbre. Rodó como una pelota sobre la tierra
calcinada y cuando tuvo el agujero lo suficientemente hondo como para que lo alcanzaran a
ver los alacranes y las hienas, se detuvo. Yo disparé contra el negro con un espanto que
me abultaba las nalgas y me cundía la espalda de un millar de agujas tórridas y filosas
como el aguijón de los alacranes. Su nuca quedó vacía como el techo después que
apagaron los reflectores y me mandaron para acá sin dejar que mamá viniera a espantarme
los bichos por la noche y sostenerme las riendas del caballo pues me ahogo en la ausencia
del mar. Se unificaron en un bloque de acero y camiones con cohetes y aunque habían
muchos muertos sobre la ceniza de la aldea, supe que resistieron y que ahora por fin me
llevan al mar. Prendieron la luz y pronto me desatarán las manos y no habrá más
lágrimas de colores sino algas y esponjas enredándoseme en el pelo como muelas de
cangrejo desprendidas a tirones cuando el derecho se quedó vacío y los UNITA entraron
hasta bien al centro. Sabe que vienen a buscarme y cada vez salta más fuerte, galopa y
galopa, pero avanzamos muy poco con tanto muerto disperso por el suelo y la imagen de la
nuca del negro que se abre y se cierra como una ventana llena de ceniza. Salta caballo,
salta, salta, dale duro, corre que mamá no está aquí para espantar los alacranes y
ellos ahorita te llevarán hasta los tambores y empesará el cañoneo a sonar fuerte como
un amasijo de olas que quisieran romperse todas a un mismo tiempo contra mi oído. Salta y
corre, hazlo rápido, que ahora vamos al mar, de nuevo volvemos al mar y no te veré más. |