noviembre-diciembre. año III. No. 16. 1996


NARRATIVA

OTRO LUNES

por Ladislao Aguado

Anoche regresó después de mucho tiempo a traerme el agujero con olor a niños muertos y pelo quemado que tiene en la cabeza para que jugara un rato con él. Dice que si intento escaparme de nuevo, me van a hacer uno grande y oscuro como el de la escalera por donde me llevan a darme el mar. Pero a mí no me importa, solo quiero contarle a todo el mundo que los alacranes se lo cargaron cuando lo dejamos con tan poca tierra que más que un muerto parecía una señal lanzada a los cuatro vientos, anunciándole a las hienas y alacranes que su cuerpo tenía el hueco más grande y que ya era hora de que fueran a comer de sus vísceras o lo empujaran hasta algún lugar donde no hicieran tanta falta los fusiles y nunca más tuviese que ver a su lado la nuca del negro como una ventana abierta contra un temporal, donde los tambores de la aldea en cenizas se apagaran y ya no le importase el nombre que dejó roto en la madera del fusil. El me despierta en cuanto cruza las primeras puertas y no vuelvo a dormirme hasta que su olor no se ha ido a rezongar a otra parte la tranquilidad de uno que vive entre el mar que le dan en las sienes bien temprano y las lágrimas de colores que cada noche la misma enfermera llorosa me hace tragar con el ímpetu de una sentencia muchas veces pospuesta y por fin llevada a cabo. Me gusta sentir el sabor que dejan las olas en las uñas y por eso no más descubro que nadie vigila, me raspo y raspo hasta que la sangre me viene a los labios como un arroyo y mi lengua se llena de las algas y los cardúmenes que como arrecife ha ido acumulando mi cabeza rapada. Yo también he terminado por hacerme conocido de los alacranes y vienen a buscar la comida que dejo para la madrugada cuando se me acaba el mar y la sangre es un dienteperro en toda la cara. Tengo las manos y los pies muertos a una baranda para que no acabe comiéndome los mejillones que se me incrustan en las orejas. A él no le gusta la sangre, cuando le pegaron el tiro y se murió, adoptó un gesto de revoltura que borraba cualquier respeto o cariño que uno hubiese sentido antes por la muerte. Los alacranes vienen todos los días, pero el paso por el desfiladero está bloqueado y por el cauce dicen los de la exploración que dijeron los de la aldea es imposible de tan hondo y lejos del peine que va a hacer el coronel desde allá donde todavía ella tiene en sus manos la lata de orine que madrugueante él deja salir de su barriga como quien, sin otra opción, se sienta pausadamente a ordeñar su vaca cada mañanita, cuando los gallos aún no han cantado y los demás sucumben en las pócimas salivales de toda una noche reprimiendo el hambre. Dice que me harán el hoyo más negro que se conozca, con tal que siga gritándole a todo el mundo lo de la muerte suya y del negro. Dice también que tengo que cuidarme mucho de las lágrimas de colores de la enfermera, pero no de los alacranes, que él les ha hablado mucho de mí, que en cuanto lo tenga lo suficiente hondo vendrán a buscarme y podré tener un hueco con el que jugar toda la vida hasta aburrirme. Lo mismo que cuando estábamos de guardia y no hacía falta despertarse para reconocer de quién era el ruido a torrente que iba a romperse contra la parte alta de las yerbas de atrás de la enfermería y el puesto de mando. Las fuerzas se dividieron entre el flanco izquierdo y el centro arrastrando lo memorable y senil de su vejiga, aunque los alacranes terminan por no gustarme y trato de aplastarlos, pero corren rápido por las patas de la mesa y me gritan que irán a contárselo al coronel, para que nunca me abran el agujero que debí traer cuando se armó la balacera y el cañoneo por el izquierdo y el centro mientras el derecho era tan desierto e invisible como la nuca vacía del negro que maté. Me recogieron con la parsimonia de quien hace una eventualidad común y diaria y nos fuimos en el jeep del mayor que se acostaba con el pajarito que tiene tía Estela en el reloj de su cara, y que no terminaba de mirar la chapilla, como si quisiera que de los números brotara una orden que pudiese poner fin a la travesía hasta la retaguardia o si con tanto mirarlos de las curvas huecas fuera a levantarse su cuerpo para calmarle el sueño. Los UNITA bajaron amparados por el telón que formaban las tropas que jamás mandaron a cubrir el derecho con un ruido intenso de cañones y vaya suerte que el cauce y los de la aldea y la próstata del coronel nos fueron leales. La cama salta como un caballo que se quiere meter debajo de las piernas, ahora que las lágrimas de colores no me duelen y el mar es un recuerdo remoto que mamá escondió en la misma caja de cartón donde apechó mis pertenencias tres días antes de verme bajar la rampa por donde tiramos hacia los barcos. A veces me inyectan el cansancio que sobrevive en los alrededores de la aldea y rasgan con tenacidad cada partícula de la vena de papel que le robaron a mamá la vez que no la dejaron quedarse a sostenerme el cabello sin que salte y a espantar los alacranes que aparecen por la noche buscando los restos de comida que guardo para la madrugada. ¿Irá? ¿Lo juran? Nombre y apellidos. Teléfono. Dirección. ¿Casado? Luisa y tío José también tienen cara de reloj, pero sin péndulo ni pajarito de culo de metal bruñido. Fueron a verme la primera vez, pero no aquí, sino allá donde te suben en el techo a fuerza de la tanta luz que sale de los reflectores y hay pasos de botas y más botas y murmullos mientras detrás de la cortina lumínica, alguien no se cansaba de preguntarme que quién me había ordenado hacerlo, que cuándo abandoné definitivamente el tratamiento médico que nunca tuve, que estaba en un error al decir semejantes locuras y ese cuento de la poca tierra ahora que habían logrado unificarse en el centro y resistir. Mira que si tú quisieras podías quedar limpio y tranquilo, pero que no hablara más, que ellos se encargarían de todo. Averigüé si iban a buscarlo de donde lo tenían los alacranes y si hablarían con las hienas para que le devolvieran el corazón y los pulmones. Entonces me mandaron para acá y me hicieron el dueño de todos los mares y océanos del mundo y de sus cargas de sal. Mamá estaba en la rampa y me dijo adiós y que los barcos nos miraban -a ellos también- de reojo como desconfiados de tanta alegría soportada a pesar del llanto y del sudor en las manos. Luisa y tío José nunca más vinieron a verme, Luisa me mandó una noticia que no pude terminar de leer, porque cada letra era una lata de orine vertida sobre la madrugada de una azotea cualquiera en el barrio más confidencial y anónimo de la Habana. Mamá dice que ella me esperó todos los días desde que me fui y que ahí estaban sus cartas para demostrármelo, pero preferí que las guardara en el mismo cajón y les diera mucho fuego como el que provocaban los cañones y los ratatatatatatatata de nosotros y los FAPLA por el izquierdo y nosotros solos por el centro sobre la superficie de la aldea levantada con todo su peso y el olor de los niños muertos. Por las noches se llevaban las comidas hasta las candongas, impresionados por los ruidos y los pechos de las negras y el calor a selva y ajo que desprendían los hombres. Tenemos que estar alegres coño, me dijo, porque cuándo se ha visto soldados llorando por decir adiós. Y estuvimos casi alegres con los dos años o el hasta siempre que se nos venía encima y del que muy pocos sabían algo. Íbamos para traer la distancia tal y como nos la reiteraron en las tantas y tantas oficinas por las que pasamos o nos imaginamos antes de subir definitivamente al barco. Ahora recuerdo que nadie le pidió que trajera ese agujero negro como un pozo ciego y olor a niños muertos que le dejamos a los alacranes para que se contentaran con algo más que la comida que todas las noches se extraviaba para nunca más volver. El polvo los hizo invisible y la vertiente más cercana a la desembocadura se esfumó como un pueblo en zozobra y se le vino al centro con la idéntica lividez que causan las sorpresas y las visitas inesperadas. Así como mamá cuando se perdió en medio de las pancartas de recibimiento a los heridos sin que pudiera escuchar cuando le grité y el soldado me dio aquel golpe por detrás que ella tampoco pudo ver. De tanto salto el caballo va a acabar tumbándome sobre la goma por donde viene el mar. Entraron por el centro como quien trasiega las yerbas con una hoz, abrían surcos y más surcos que el coronel, la enfermera y el pajarito de culo de metal bruñido confundían con los llorantelos del mayor, lo increíble de iguales a los míos cuando las olas se rompen contra mis oídos y le sobreviene el ruido de los cañones que no consigo apagar hasta su entrada bien entrado el silencio y las dosis de lágrimas de colores con su sabor tibio a sopa de algas y pelo quemado como el boquete que me trajo anoche para que jugara un rato. Dice que si me escapo me abrirán uno igual al que tiene la escalera, ya lo intenté una vez y tuve la certeza de que el mío sería como el de las entrepiernas de las mujeres de la aldea, con su olor a bota seca mezclado con los sudores, a prostíbulo y a orine de coronel. Las mismas entrepiernas que ella mandaba a lavar sin atreverse por un minuto a desentrañar los bosques de alambre y buganvillas marchitas por donde cada cierto tiempo la gonorrea asomaba lo más orgulloso de su cuerpo fluido a través de la niebla y los humores. Miraba con asco los muslos oscuros y calientes y sus manos eran la punta de dos dedos enguantados brechando un corredor que de seguir el hilo de su pestilencia habría ido directamente a la lata que madrugada, una y mil más, ella lanzaba con gesto de náufraga a los parajes certeros de las yerbas del fondo de la enfermería y el puesto de mando y mi caballo corre veloz detrás de los grupos que huyen a la selva por miedo a tanto tiro de una parte y de otra, porque nosotros por darle a los UNITA que se nos venían encima desde todos lados, les dábamos a los unos y a los otros y los UNITA sin querer, como si le pidieran disculpas a sus madres por subirse a un barco que los miraba de reojo, nos caían a nosotros que nos reagrupábamos al centro para formar un bloque y resistir, mientras yo me hacía deseos de estar escondido dentro del cajón que mamá había guardado para si lograba de una vez traerle un agujero bien negro y hondo y del que los de la aldea huían hacia la selva, a la espera de que los alacranes terminaran de llevarse mi comida de la madrugada y los muertos, para astillar los bordes de la paciencia con el toque espectral de los tambores y los instintos de que mi nuca se vaciara como la del negro que a lo lejos recogían dos o tres hombres y un poco de ese ruido inmenso me nublara los ojos al mezclarse con el humo, dejándome en la boca la sensación de que la muerte es un trabajo como cualquier otro, pero demasiado serio como para dejarlo al libre albedrío de los alacranes. Cuando viene me hace historias de las cosas que ha oído sobre mí. Son muchas y algunas muy tristes, cuenta que a Jorge le saldrán escaras y manchas en la lengua si no vamos pronto a darle el pan por las mañanas a los niños muertos de la aldea; y que dicen los de los reflectores que a él lo mataron los UNITA cuando trataba de salvarme, pues tuve mucho miedo de la nuca vacía del negro muerto combatiendo a nuestro lado; que no saben nada de los culos de metal bruñido y que en las yerbas altas solo se esconden las serpientes y los grillos; que mamá está contenta y puso en la sala la medalla que me entregaron y que tío José vendrá a verme con una cara nueva de reloj como los que traían de las candongas; que siguiera escribiendo cartas y más cartas, les oyó decir a los de las luces, para que vea como termina como tú. Pero a mí no me importa. Empesamos a correr hacia el centro buscando reagruparnos lo más rápido cuando el negro con el cañón casi rozándolo, le dejó pegado ese agujero hondo por donde cabe una mano, no las mías que están muertas al igual que los pies de tanta amarra a las argollas de hierro y al barco y al avión y al caballo de mi cama que va a parar por caerse si no vienen a recogerme para darme el mar lo más pronto que se les ocurra. Me darán todo el mar del mundo otra vez, porque al médico de hojalata de mi caja de cartón y mi vena de papel ensangrentado como mi cara cuando buscando la sal raspo las sienes y la sangre baja como un arroyo hasta mis labios y mancha los pelos quemados de mi caballo y de su boquete negro con olor a niños muertos, no le gusta que esté contando estas cosas así como así. Pero él vino anoche a traerme el agujero para que jugara y no estuviera tan solo entre el mucho mar y las lágrimas de colores en el brincoteo de un caballo que no deja de correr hacia la aldea donde apenas se aguantan algunos horcones y el hedor de los niños muertos y de las entrepiernas de las mujeres es una certeza difícil no mas él cruza la primera puerta y emprende por el pasillo a oscuras. Nos bajaron de los camiones y tiramos por la rampa hacia los barcos que nos miraban de reojo como desconfiados mientras mamá hacía adiós con una mano y con la otra se secaba los llantenes y la incertidumbre. Rodó como una pelota sobre la tierra calcinada y cuando tuvo el agujero lo suficientemente hondo como para que lo alcanzaran a ver los alacranes y las hienas, se detuvo. Yo disparé contra el negro con un espanto que me abultaba las nalgas y me cundía la espalda de un millar de agujas tórridas y filosas como el aguijón de los alacranes. Su nuca quedó vacía como el techo después que apagaron los reflectores y me mandaron para acá sin dejar que mamá viniera a espantarme los bichos por la noche y sostenerme las riendas del caballo pues me ahogo en la ausencia del mar. Se unificaron en un bloque de acero y camiones con cohetes y aunque habían muchos muertos sobre la ceniza de la aldea, supe que resistieron y que ahora por fin me llevan al mar. Prendieron la luz y pronto me desatarán las manos y no habrá más lágrimas de colores sino algas y esponjas enredándoseme en el pelo como muelas de cangrejo desprendidas a tirones cuando el derecho se quedó vacío y los UNITA entraron hasta bien al centro. Sabe que vienen a buscarme y cada vez salta más fuerte, galopa y galopa, pero avanzamos muy poco con tanto muerto disperso por el suelo y la imagen de la nuca del negro que se abre y se cierra como una ventana llena de ceniza. Salta caballo, salta, salta, dale duro, corre que mamá no está aquí para espantar los alacranes y ellos ahorita te llevarán hasta los tambores y empesará el cañoneo a sonar fuerte como un amasijo de olas que quisieran romperse todas a un mismo tiempo contra mi oído. Salta y corre, hazlo rápido, que ahora vamos al mar, de nuevo volvemos al mar y no te veré más.