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septiembre-octubre.año2.No.9.1995 |
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DANZA |
LA FUERZA DE LA DANZA MASCULINA EN EL BALLET. por Rolando Díaz |
En el momento en que Nijinsky con sus legendarios saltos entra en la historia de la danza, devuelve con su formidable técnica, su presencia viril sobre la escena, su genio como danseur, la celebridad internacional de la cual había sido privado el ballet masculino. Después de él, aparecieron otros que con una habilidad igual lograron artísticamente colocar al danseur masculino en un plano superior contribuyendo al desarrollo de la danza masculina: Leonidas Massine, Serge Lifar, Antón Dolin, Anatoli Vilzak, León Woizikovsky, George Skibini, Erik Bruhn, Igor Youskevitch, André Eglevski, Jean Babilee, Rudolph Nuureiev, Vladimir Vassiliev, Julio Bocca..., han demostrado con su fuerza, talento y calidad artística la necesaria importancia del bailarín masculino en la danza. En el inicio de su historia, la danza mantenía un absoluto predominio en los espectáculos de ballet, tal es así que regularmente los roles femeninos de dichas representaciones eran interpretados por hombres. No fue sino hasta el siglo XVII, en la época del rey Luis XIV, de Francia, que a las mujeres se les permitió tomar parte en las representaciones de los ballets. Hasta entonces, como se había apuntado anteriormente, eran los hombres los que desempeñaban los papeles femeninos. Nobles de la corte francesa como Villequier y hasta el mismo rey Luis XIV, figuraban en los repartos encarnando con frecuencia papeles de musas o ninfas. Desde su nacimiento como espectáculo teatral en 1581 y hasta los inicios del siglo XIX, el bailarín masculino era la figura principal en las producciones de los ballets. En el siglo XVIII junto a los célebres nombres de bailarinas como Mlle. Sallé, Mlle. Camargo y Mlle. Lany, aparecieron los de los bailarines Dupré, Diuberval, los dos Gardel, Dumoulin y los Vestris, padre e hijo. Augusto Vestris fue quizás, el más relevante bailarín masculino de su época, considerado como Dios de la Danza, se dice de él que fue el primero en atravesar el escenario con dos grandes saltos. Un cronista de la época que le viera bailar, escribiría: "Era el bailarín más sorprendente que pudiera verse... se elevaba repentinamente hacia el cielo de manera prodigiosa como si tuviera alas". Adentrado el siglo XIX, y bajo el auge y el esplendor del estilo romántico, la danza masculina inicia su decadencia. La bailarina ya no se dejará opacar por el bailarín, ahora serán ellas las que encarnarán la danza, mientras que el bailarín, relegado a un segundo plano se limitará a la pantomima. Solamente unos pocos hombres figuran todavía en el repertorio de los ballets en los nuevos tiempos y muy escasos todavía alcanzarán fama y celebridad: Jules Perrot, Paul Taglioni, Jean Coralli, Marius Petipa (después maestro y coreógrafo en Rusia), Enrico Cechetti, Maziller, fueron algunos de los afortunados. El bailarín masculino fue desterrado, el ballet pasó a ser patrimonio exclusivo de la mujer. Sólo y únicamente cuando el ballet pasa a Rusia, los jóvenes bailarines rusos lidereados por Nijinsky, acabaron con la dominación femenina y abrieron el camino a la danza masculina. Pasado el esplendor romántico el ballet perdió todo interés en Europa, salvo en la antigua Rusia, donde la danza se asentó fecundando horizontes más amplios que enriquecerían la tradición del baile escénico y de donde saldría para invadir nuevamente toda Europa y al mundo. La inmensidad de las estepas rusas, el hechizo de los hielos, la rara mezcla de lo occidental con lo oriental, el caudal de folklore popular, sintetizados en el alma del hombre ruso, impulsaron el desarrollo de la danza masculina que unida a reformadores creadores desarrollaron intérpretes dotados de la fuerza, la virilidad, el exotismo y la habilidad que la danza masculina venía necesitando. El siglo XX volvería a ver sobre escena a los bailarines mejores dotados y entrenados del mundo. El más asombroso de todos ellos, Nijinsky, restituiría al bailarín devolviéndole su antigua importancia y valor. Váslav Nijinsky era célebre ya a los 16 años y a los 18 era primera figura en el Teatro Imperial Marinsky de San Petersburgo. A los 19 años conoció a Serguei de Diaghilev y con la agrupación por éste fundada viajó por Europa, donde luego de muchos años se volverían a encontrar verdaderos bailarines. Nijinsky poseía dotes excepcionales, parecía haber nacido para volar, su salto se convertiría en leyenda y con él, el bailarín masculino estaría a la par que la bailarina, como en su época a los Vestris, Nijinsky también sería nombrado Dios de la Danza. Junto con él y después que él, la danza masculina varonil, la fuerza y el músculo del hombre no serían rechazados jamás de los ballets. Adolph Bolm, Thadee Slavinsky, George Kiakisht y Boris Romanov, brillaron junto a Nijinsky. Luego aparecieron Leonid Leontiev, Alexander Gravolov, Nicalai Ivanovski y Pierre Vladimirov, ídolo del teatro Marinsky. Más adelante llegarían León Woizikovski, Leonidas Massine, Serge Lífar, Antón Dolin, George Balanchin (genio coreográfico del siglo XX), Anatoli Vilzak y David Lichini. Después la danza masculina nos revelaría bailarines de la talla de Igor Youvskevitch, Dimitriv Rostov, Borislav Rumanin, Yurek Lazouski y Simon Semenov. Inspirarían después George Skibine, Erik Brahn, André Eglevski, Reyes Fernández, Rudolph Nurciev, Jean Babilee, Youly Algaroff, Roland Petit, Nicolai Fadiechev, Ciril Atanassoff y Vladimir Vassiliev, hasta llegar a Julio Bocca, para muchos la más grande revelación danzaria masculina de nuestro tiempo. Con todos ellos y otros muchos más, la danza masculina impuso e impone su vitalidad, su fuerza, su lirismo y su capacidad artística al servicio del arte del ballet a nivel mundial y con ello el hombre asume su rol en este difícil arte, difundiendo su estilo viril, apasionado, lleno de la fogosidad y la fuerza de que está dotado el ser masculino, sin que se le pueda discriminar ni ignorar como elemento integrante y esencial de una representación danzaria.
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