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enero-febrero. año I. No. 5. 1995 |
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142 ANIVERSARIO DE SU MUERTE PADRE FELIX VARELA (1853/1995)
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"Vitral"
se complace en publicar la conferencia dictada por la Dra. Dulce María Loynaz en
la Catedral de Pinar del Rio, el 20 de noviembre de 1988, hasta el momento
inédita. Sirva de digno homenaje al Padre de la Cultura Cubana.
Monseñor José Siro González Bacallao, muy digno Obispo de Pinar del Río, amigos de la Comisión Católica para la Cultura. Respetables personalidades de la Iglesia y la provincia. Amados pinareños: Por deferencia del Obispado de esta diócesis, y en ella de su máximo rector, me ha cabido el honor de cerrar esta noche el programa de celebraciones que la Iglesia ha consagrado todo el año a conmemorar el Bicentenario del Padre Félix Varela Morales, figura señera en los anales de nuestra historia. Alegra y consuela el ánimo ver cómo en esta ocasión de honrar a un gran cubano, todos los cubanos nos hemos puesto de acuerdo: las esferas oficiales y las no oficiales, las jerarquías eclesiásticas y las instituciones laicas, los medios de difusión y el pueblo mismo que ha acudido con auténtica espontaneidad a todos los actos donde se conmemoraba el feliz acontecimiento. No voy a enumerarlos porque siendo bastantes, correría el riesgo de incurrir en omisiones involuntarias que no por serlo, resultarían menos lamentables. No obstante este propósito de carácter general, debo referirme brevemente al ciclo de conferencias ofrecido por el Dr. José Antonio Portuondo, compañero en jornadas académicas, porque en este ciclo él estudia concienzudamente el modo suyo, las diversas fases que Félix Varela, nos va mostrando a lo largo de su fecunda existencia. Ignoraba los temas varelianos en que el Dr. Portuondo iba a centrar su apología porque como se sabe, vivo desde hace tiempo encerrada en mi casa, que es lo que corresponde a quien ya vivió bastante, y naturalmente no es siempre fácil verme ni hablar conmigo. Pero ahora me felicito de que su elección haya en cierto modo coincidido con la mía porque eso me alienta, me permite remontar con más seguridad el gran río caudaloso que es la vida de este varón impar, del que dijo Martí frente a su tumba: -Aquí tenemos al santo cubano. Que Félix Varela vivió y murió dentro de las estrictas fronteras de la santidad es cosa cierta para los católicos cubanos y para todo el que se detenga a estudiar su vida, en la que las virtudes cristianas llegaron a un grado heroico. Pero no es a propósito de este extremo que le he llamado varón impar, porque santos hay muchos afortunadamente: nuestra religión es rica en ellos y él puede y debe ser otro de los escogidos. Ahora bien, la singularidad de su caso reside a juicio mío, muy sencillo desde luego, en que él, puede desarrollar más de una personalidad en su paso por el mundo, y desarrollarla con eficacia, con brillantez, con limpieza y además, casi simultáneamente. Tales eran sus facultades de captación, de incorporación al ideal propuesto. Cuando estudiamos la historia de los grandes hombres, la admiración aflora y desborda las orillas de nuestras almas y nos asombra la pasión la entrega sin titubeos ni fatigas, a la causa por ellos abrazada. Nos asombra también la paciencia, la perseverancia, la fe puesta en esa causa suya, por encima de todo obstáculo, de todo desaliento. Nos asombra y nos pone a punto de aceptar que de algún modo ajeno a nuestros sentidos, les fue revelada esa verdad entrañable, a la cual ya no pueden sustraerse, aunque les lleve muchas veces al martirio. Así Bolívar, padre de pueblos en nuestra América; así Colón abriendo con las proas de sus carabelas, nuevas rutas en el mar tenebroso. Así el sabio, en la soledad de su laboratorio, puesto hora tras hora y año tras año a la búsqueda del virus evasivo, de la escondida bacteria. ¿Y cómo no recordar ahora al monje del Medioevo, héroe anónimo en la oscuridad de su celda, salvando tesoros de sabiduría que sin él, se habrían perdido para las generaciones venideras? A poco que nos detengamos en estas existencias, desde la más humilde a la más cimera, veremos que ellas se caracterizan por su enfoque en un sólo punto luminoso que es el que le atrae en la pluralidad del universo, y es a ese punto y no a otro, a donde dirigen y concentran sus ansias, sus fuerzas, su capacidad de asimilar. Sin embargo, esta regla de carácter general para los grandes hombres como he dicho, no se cumple en nuestro Félix Varela, o se cumple con otra proyección: en él pudiéramos observar algo distinto, algo como una conjunción de haces luminosos que convergen en su ser libremente, sin estorbarse unos a otros, más bien diría que fortaleciéndose entre sí. Varela tiene, primero que nada, la pasión de su ministerio sacerdotal, y esa pasión arderá en su pecho hasta la muerte. Pero tiene también la pasión de la enseñanza la del educador. Aspira y logra ser un conductor de juventudes por los caminos de la ciencia y la filosofía. Ya luego esa aspiración habrá de prolongarse más allá, hasta otros horizontes, pero por el momento, filosofía y ciencia son buenos puntos de partida. Así pues, no vacila en romper los viejos moldes, las enmohecidas doctrinas, los métodos caducos. Ha visto "las señales de los tiempos" como nos recuerda muy oportunamente Dagoberto Valdés Hernández, señales que muchos se resisten a ver, y como también añade este varelista, está pronto a proclamarlas, no sólo con su voz, sino con su vida misma que es simbiosis del verdadero apostolado. Ha visto las señales de los tiempos cuando nadie parecía verlas, es decir, antes que nadie (reparemos en esta anticipación) y su videncia lo decide a asir por los cabellos la primera oportunidad que se le presenta de proclamarla en España. Y ya tenemos que junto a la pasión por el sacerdocio católico y la de hacer luz en las conciencias que le fueron confiadas se viene a unir otra pasión más ardua, más remota en su objetivo, más dolorosa al confrontarla con su realidad: la pasión de rescatar la dignidad y los derechos del pueblo a que pertenecía. Son tres grandes misiones que ha tomado sobre sus hombros frágiles en apariencia, pero increíblemente aptos para soportar el triple peso. Tal vez pudiéramos añadir una más, la del filántropo que no necesariamente tiene que estar comprendida en las demás. Pero bastan a completar su perfil moral, las tres ya señaladas, tres hermosas misiones que en él se acoplan y complementan. Sustentar una sola a plenitud, ya sería un buen esfuerzo; unir dos de ellas, una hazaña. Pero lograr las tres es heroísmo. Monseñor Carlos Manuel de Céspedes se deleita en esta tercera personalidad asumida por el padre Félix Varela en el campo sociopolítico-económico: se detiene con el señalamiento sutil de que este campo aparentemente no era el suyo. Y no lo era en verdad, monseñor Céspedes, no lo era en modo alguno. El era hombre de paz; no era de los que practican la guerra como un deporte. Era hombre de paz por temperamento y por su sacerdocio. Nada ni nadie lo sugiere, pero presumo que tuvo que hacer un gran esfuerzo para cambiar las vestiduras talares del presbítero por la toga del tribuno. Las polémicas, los debates que se presumen no serían nada serenos, sino consecuencia del ambiente caldeado por violentas pasiones, pasiones enardecidas por el mismo pueblo todo en fin, tenía que herir su fina sensibilidad, chocar con sus más arraigados sentimientos. Sin embargo, se sobrepuso a todo, se venció a sí mismo que es la victoria más difícil de obtener. ¿Cómo pudo lograrla? Esta sería la natural pregunta: cómo pudo este hombre de paz enfrentarse a aquella asamblea tormentosa, cómo pudo argüir, razonar, convencer. Porque él convenció; él introdujo en el texto de la nueva Constitución las reformas que juzgaba justas y necesarias para su país y aún para toda nuestra América. Si luego el edificio con tanto afán construido, levantado, vino abajo por la traición de unos y la ambición de otros, él dijo lo que tenía que decir en su momento, aún con riesgo de su vida. ¿Dónde halló fuerzas para hacerlo? Las halló en el amor a los suyos, en el amor a la justicia, siempre y únicamente en el amor, porque el amor también tiene su taumaturgia y él en amor, era maestro. No hablo de carismas aunque podría hacerlo, porque es palabra de la cual últimamente se ha abusado mucho y las palabras muy manoseadas acaban por perder las aristas que las identifican y les dan razón de existir. Del padre Varela existen dos retratos muy significativos, el de sus años mozos que nos lo muestra afable, sonreído, mirándonos a través de sus lentes de miope curiosamente cuadrados. El segundo, evoca ya al Varela del exilio, triste el rostro y hasta la melena triste. Ambos son bastante expresivos; pero como cuando no hemos conocido físicamente a nuestros héroes quisiéramos reunir el mayor número de detalles referidos a su persona, me pareció oportuno recoger algunos datos señalados en el trabajo del padre Manuel Hilario de Céspedes, y que usando la terminología actual, nos dan un "retrato hablado". Son datos que no aparecen ni pueden aparecer en aquellos dos primeros, pero que unidos, los enriquecen y de acuerdo con la misma terminología, constituyen una "ampliación" de los mismos. Por él nos enteramos de que Félix Varela "era de mediana estatura, delgado, lampiño, de piel cetrina". Y otro detalle interesante: "no impresionaba por su figura". Ahora vamos a entrar en la larga noche que siguió a aquellos días tensos, brillantes y tempestuosos, una noche que se fue haciendo a lo largo de 28 años. Una noche que al final dejará de ser una pobre imagen poética para convertirse en una noche de verdad, la noche sin confines, sin amanecer posible, la noche del ciego. Los biógrafos del padre Félix Varela, especialmente monseñor Raúl del Valle -que Dios tenga en su santa paz- se esfuerzan en deslizar algunas claras pinceladas en esta doble noche del exilio y la ceguera creciente. Es noble empeño que debernos agradecer y agradecemos, por cuanto monseñor del Valle fue él mismo un exiliado. Líbreme el cielo de minimizar el apostolado de Varela entre los irlandeses que lo amaban y fue abnegado y eficaz; o sus fundaciones en la ciudad de Nueva York,. la escuela - para niños pobres, la agrupación de mujeres costureras para vestir a los despojados hasta de ropas, la iglesia de La Transfiguración que aún existe como impronta imborrable de su paso por la ciudad gigante ... pero, entre tanto ¿qué pasaba en Cuba?. ¿En todo este volcar de alma sobre cuanto le rodeaba, no se había preguntado muchas veces qué sería de su seminario de San Carlos? ¿Qué de los jóvenes cuyas mentes formó y nutrió para que fueran a su país, aquel país que con todas sus desgracias y sus desaciertos, era el país suyo, el de todos, el que había que defender y salvar? El seminario estaba en buenas manos, eso podía saberlo; en cuanto al país mismo, las noticias que le llegaban no eran en verdad muy estimuladoras. Al parecer el árbol que él sembrara había empezado muy penosamente a fructificar. Frutos ácidos, pero frutos al fin. Y si era así ¿por qué había cubanos que pasaban por el país donde él estaba, compatriotas suyos que alentaban sus mismos ideales y sin embargo no lo buscaban, no sentían la necesidad de compartir con él ideas y sentimientos cuando eran los mismos que él había despertado en ellos? Aún en los pocos aquellos que lo visitaban, -un amigo, un discípulo- no faltaba quien deslizaba medio en broma, medio en serio, un ligero, ligerísimo "¡Si vieras a nuestro padre Varela!... Está entregado a los irlandeses. Piensa más en ellos que en los cubanos...". No podemos decir que el reproche fuera justo, pero tampoco que no lo fuera.... Y si, así fuese, si en efecto los grises cendales del desencanto iban poco a poco descendiendo sobre aquella alma sensitiva, cuya alta vocación de servicio, frustrada entre los suyos, tenía que refugiarse ahora en suelo extraño, donde Cuba ni siquiera era nombrada. Si los fríos del norte lo fueron penetrando más allá del asma y el humo de la gran ciudad fabril, fuera también como otra nublazón para sus ojos... Si fue así, no se lo tengamos a debilidad, sino más bien a fortaleza. Porque fortaleza fue aceptar como aceptó virilmente, cristianamente, el trueque de su destino, el escamoteo del papel brillante que le estaba reservado en la historia de su país, por este otro opaco y sin relieves. Imaginemos este hombre culto, sabio, sensible, en la plenitud de su intelecto, día tras día y año tras año, sin más trato -salvo alguna que otra excepción de aquellos pobres emigrantes deseosos de alimentos para el cuerpo y la mente, aquellos para quienes el pan nuestro de cada día, tenía una connotación nada simbólica, sino física, real, urgente, inaplazable. ¿Podía hablar con ellos de filosofía, como lo hacía con sus alumnos en el patio del seminario a la sombra de los laureles? ¿Podía hacerlo con aquellos rígidos ministros de otras religiones poderosas que lo miraban con ojeriza, que desconfiaban de él y lo tenían por un intruso, doblemente extranjero por su credo y por su origen? Claro está que no podía. Entonces ¡qué tortura para este hombre que no era un solitario ni un anacoreta, que tenía siempre una necesidad vital de diálogo, del intercambio de las ideas! Esto puede explicar la incógnita de las "Cartas a Elpidio": quizás Elpidio no existió nunca, fue sólo un fantasma, un destinatario inventado por él mismo, necesitado de un interlocutor, de alguien en quien depositar sus inquietudes, sus reflexiones, sus ansias de hacer el bien. Las "Cartas a Elpidio" son las cartas de la nostalgia. Más de una vez me he preguntado si esta será la suerte reservada a los profetas, a los apóstoles, a los precursores: sembrar y no recoger. Colón murió sin saber que había descubierto un nuevo mundo. Moisés no entró en la Tierra Prometida. Juan Bautista no estuvo en el Tabor. Bolívar dice al morir en casa ajena: "He arado en el mar". Félix Varela no lo hubiera dicho: creo que, pese a todo, contra toda evidencia y toda amargura, hubiera hecho suya la respuesta de Martí: -Pero la cosecha ha sido de perlas...
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