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mayo-junio.año 3.No 13.1996 |
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POESÍA |
NELSON SIMÓN
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Hace
exactamente dos años cuando VITRAL abría las puertas "del oscuro hospital donde
nació " en un intento de reeditar, con el ejercicio y la confluencia de palabra y
espíritu, esas polícromas alfombras cubanas provocadas por la luz que se difumina por
entre los intersticios del vidrio-papel, esta sección era inaugurada con textos del poeta
pinareño Nelson Simón. Ahora, homenaje a quien sigue fiel desde Alcalá de Henares
(España) a las páginas de esta humilde revista suya. VITRAL ofrece a los lectores textos
inéditos donde la madurez del oficio y el privilegio del espíritu hacen posible la
maravillosa orfebrería de la palabra.
Como quién llega a las costas de un sueño Por eso abro los ojos para que nada escape, para que todo llegue a ti con el brillo y el color que ahora acaricia a mi cuerpo y me hace recordar la suavidad nerviosa de tus manos, dulces bestias, que silenciosas bajaban cada día a beber del agua que les ofrecía mi cansancio. Veloces cruzan ante mí los sitios con los que nos estaba prohibido soñar, el luminoso país que construíamos -con la complicidad de dos espías que se aman- sobre el estrecho andamio de nuestra inventada libertad. En los abismos que Ia desesperanza cavaba entre los dos, levantábamos encaladas casas, bosques de abedules olorosos, ríos mansos, altas torres y altos edificios disolviedose en la inmensidad de otro azul y otro cielo más habitable. Pero nunca llegamos a descubrir el verdadero tamaño que podían alcanzar aquellos sueños -pequeñas antorchas, velas moldeadas con la empobrecida cera de nuestros corazones, cirios que nos ofrecía Dios para alumbrar y calentar el aire viciado que respirábamos-. Nunca logramos atrapar en nuestras conversaciones los tintes suaves, el baño de oro con que el otoño amarillea la copa de los árboles, ni el rojo de estos atardeceres que parecen sumergir la ciudad en un vaso de vino. Aquí nada me es familiar. Como si abriera una ventana y por primera vez me asomara a la vida, voy entrando a los pueblos, voy descubriendo calles con la misma sed con que antes recorrí tu cuerpo y ningún rostro parece conocer el dolor, ningún sitio exhibe las mordeduras del tiempo, los olvidos del polvo o la lujuria del sol que nos cegaba y hacia palidecer los paisajes. Me detengo en las plazas, dejo correr mis ojos como si en mi interior, vigilantes y dulces se me abrieran los tuyos y hasta las rosas parecen disfrutar de una libertad que las hace crecer desordenadamente, volverse inofensivas, perfumadas, carnosas como los besos de un amante que después de un largo viaje vuelve a casa. Yo miro para ti. Yo sueño para ti y voy guardando imágenes, detalles que no escapan a mi asombro: los góticos silencios de viejos edificios; las flores de neón, sus tupidas corolas; los nidos de cigüeñas, redondos sobre los campanarios, abiertos al cielo como un vacío pecho que espera compañía; las hermosas muchachas que se hunden en el charco de su palidez, los jóvenes distantes y ceñidos, tan próximos a la perfección que al pasar por mi lado los confundo con ángeles. Como el descubridor que toca al fin las costas de su sueño, como quien pone una camisa blanca a su esperanza mis ojos van besando lo que encuentran para que nada escape, para que todo llegue a ti porque en tu cuerpo se resume mi país, la vida que a mi espalda se cierra como la oscura boca de un túnel en el que eres el único punto luminoso.
VOLVER EL ROSTRO Yo miraba hacia atrás y sólo veía el parpadeo amarillo de las luces haciéndose borroso el contorno de tocó lo que amaba; sólo opacas figuras, sombras chinescas avivadas por el dolor, rostros diluidos en el bullicio de un país que hervía a pesar del frescor que trae la medianoche. Rostros que recorrí y entraron por mis manos para quedarse impresos y alumbrar mis sitios más oscuros y que ahora, ya no reconocía, al quedar sumergidos en la resaca de las despedidas. Entre esos rostros me buscaba. Con la agonía de un condenado a muerte lanzaba mi nombre contra las vidrieras. Preguntaba por mí convencido de que algo había cambiarlo: mi sueño se volvía palpable como un río y empujado por él ya no era el mismo. Otro que quedaba allí, en la pobreza de una vida que a veces confundía con la muerte, otro partía conmigo y miraba hacia atrás adivinando que un viaje podía arrastrar en sus aguas, como a podridos troncos, lo vivido. Levantaba la mano como si lanzara pájaros luminosos a la noche, fugaces señales para aliviar los ojos de mi madre -pozos de sencillo brocal en los que me he inclinado a beber- dóciles criaturas para seguir habitando el solitario pecho de mi amante, tranquilo vallecillo donde hubo de alzar mi única casa permanente. Yo miraba hacia atrás como queriendo encontrar mi vida, aquellas blancas hojas en las que torpe fui dejando mis borrones, mis huellas casi leves, mi paso por un mundo al que mordía hambriento y con la misma mueca de quien come una ácida naranja. Pero nada encontraba, sólo la larga noche sobre la breve isla, sólo un país callado e inevitable como la muerte, sólo falsos cristales que herían mis pupilas al separarme de aquel hermoso pecho donde intenté vivir tranquilamente, y un paraíso sin límites, un sitio estéril que yo seguía amando, una tierra baldía por la que a veces brotaba algún retoño, cruzaba algún reptil o el aleteo enfermo de un recuerdo.
En la ebriedad de un invierno
Desde los altos balcones, desde la roja intimidad de la arcilla acariciada, por los primeros vientos del invierno, desde el silencio íntimo que habita los ladrillos colocados con tanta perfección que no parecen puestos por una mano humana, salgo a recibir la noche; la noche que me sorprende y hunde, junto con otras sombras, en su oscuro vino de nostalgias. La ebriedad del invierno estremece las hojas queme cubren. Todo lo que ayer, fue sorpresa y verdor, queda hoy aplastado por la lluvia y el sonido sordo de los pasos contra los adoquines. Mi carne se hace débil como una fruta a punto de podrirse. Es la tristeza un gusanillo gris que se alimenta de mis vísceras. Es el invierno quien lo empuja hasta estos altos balcones donde como un vigía intento violar los limites que me impone el horizonte. Es él quien convoca a los recuerdos, a la afilada brisa que me sitúa al borde del barranco. Él quien me devuelve -dulce y amarga tentación- esta avalancha de cuerpos adolescentes, -verdes como mazos de uvas, tibios como estufas,- que en otras noches, ahora perdidas y lejanas, se desnudaban para mi impúdica, salvajemente, dejando caer, entre sus raídas ropas, mi piedad y mi lujuria. Mi carne desvelada extraña aquellas noches en que sin pensar en nada apagaba mi cansancio en las sórdidas manos del placer; y en esta noche en que el invierno imita extrañas voces que no consigo descifrar, mi cuerpo gira como una rosa náutica y apunta al norte, siempre exacto, de su más fiel soledad. |