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enero-febrero. Año 2. No. 11. 1996 |
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NARRATIVA
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EL SEÑOR GRUESO DEL CHALECO BLANCO por Carlos Misael Salcines. |
El hombre dio un pequeño salto para evitar el charco pestilente que ocupa el centro de la callejuela. Lo hizo con cierta agilidad, a pesar de su baja estatura y aquella corpulencia precoz que ya anunciaba al caballero obeso que recorría, las estepas de Ucrania años después. Pero no calculó bien la distancia y varias manchas de aquel eterno lodo parisino cubrieron sus medias de seda negra transparente; de no ser por el bastón que le sirvió de apoyo, el percance hubiera sido mayor. Repuesto del mal momento estiró el chaleco sobre su vientre abultado, ajustó su casaca azul de botones brillantes y se apresuró a ganar el borde de la calle. El atardecer era húmedo y buscó instintivamente la protección de los aleros de las viejas edificaciones, sin importarle mucho el goteo incesante de los tejados, siendo como era un explorador avezado por los vericuetos de París en cualquier época del año. Esa tarde todo su interés se concentraba en una vieja iglesia del Faubourg St. Antoine, no lejos de la Bastilla. A aquel hombre resultaba imprescindible observar detenidamente los escenarios que luego describía en sus novelas y para ello estimaba insuperable el punto de vista del caminante. Mientras sorteaba los obstáculos de la calle iba pensando en los pormenores de la noche anterior en casa de su amiga la condesa. Tenía por costumbre asistir al salón semanal de la condesa, donde se reunían literatos, artistas y hombres públicos y donde también se jugaba fuerte en algunas ocasiones. Esa noche había perdido una pequeña suma, con la cual tenía pensado pagar una deuda apremiante y ahora se sentía molesto, más aún cuando el juego no constituía para él ni siquiera un entretenimiento. A veces jugaba, pero solo por el placer de analizar sus propias reacciones. Lo que realmente provocaba su interés por el juego era la observación atenta que podía hacer a los jugadores, ya que poseía ideas muy definidas sobre lo que consideraba algo innato en el hombre: su ansia de ganar dinero. el desarrollo de una partida de naipes era una excelente oportunidad de apreciar las manifestaciones emocionales de esa condición humana. Quienes lo habían tratado con cierta intimidad, le reconocían suficiente talento para su oficio, simpatía y una gran vitalidad. Su risa era expansiva, fuerte y llamaba mucho la atención. En cambio, sus detractores lo consideraban un derrochador envanecido, poco escrupuloso en sus relaciones sentimentales y a veces grosero en sus costumbres, sobre todo a la mesa. tampoco poseía atractivo físico, pero sabía desplegar un encanto particular en un ambiente femenino donde se siguiera con interés su charla amena y bien documentada. Él estaba consciente de todo eso, aunque no le importaba en lo absoluto. Sabía que su mayor cualidad, la que lo haría verdaderamente famoso como escritor, y de eso estaba convencido, no era una cualidad visible: aquélla, su capacidad especial para atrapar el rasgo característico en la personalidad de quienes lo rodeaban. En realidad la poseía y con una penetración poco frecuente. Algo había logrado como escritor. Comenzó a escribir desde muy joven, aunque estaba dispuesto a reconocer que inicialmente lo hizo como una vía de escapar de su círculo familiar. Con la excepción de su hermana Laura, nunca se llego a sentir bien entre los suyos y supo aprovechar la primera oportunidad que le brindó su padre para escapar a París e independizarse. Si ahora, a sus treinta y cinco años, le hubieran pedido un balance final habría dado una respuesta inmediata. En esos años lo experimentó todo desde el amor con mujeres de mayor edad que él, hasta la bancarrota y la ruina, pero no fueron más que avatares de su formación que no alteraron su espíritu. Lo esencial, la verdadera ganancia, era la experiencia que había sacado de todo aquello. Y con ella había vuelto a insistir en su vocación; esta vez con su verdadero nombre y no con seudónimo como al principio. En esta nueva etapa algunos de sus libros, dos de ellos en particular, tuvieron suficiente acogida de público, sobre todo fuera de Francia y ya era un habitual en algunos salones mundanos donde se codeaba con quienes consideraba las personas que realmente valían la pena conocer en aquella ciudad. Pero aún no había llegado a lo que en realidad aspiraba. Desde el año anterior estaba inmerso en un proyecto del cual sólo él tenía una idea aproximada y el coraje necesario para emprenderlo. La concepción era tan amplia que a veces tuvo, momentos de terror, pero no se dejó ganar por ellos. Sin embargo, presentía que aún le faltaba, ¿cómo decirlo?, la pieza clave, no, no, mejor decir... Apenas llegado a la siguiente bocacalle, el hombre fue sacado bruscamente de sus meditaciones. Uno de los caballos que tiraba de un enorme landó, pasó violentamente a su lado salpicándole de barro el rostro, y su acostumbrado chaleco blanco. Maldijo con violencia y levantó su lujoso bastón al tiempo que increpaba al cochero. Pero éste no podía oírle, atento como estaba a las voces del interior del carruaje que ya le ordenaban detenerlo al final de la calle. Un lacayo descendió inmediatamente e hizo sonar la campana de un comercio de ultramarinos que permanecía cerrado a aquellas horas de la tarde. Enfurecido por la ofensa, el caminante se dirigió hacia el vehículo y próximo a él se percató que por un lateral del landó asomaba medio cuerpo una mujer joven con un elegante sombrero de moda. Con uno de sus brazos, enguantado hasta el codo, hacia señales imperiosas al lacayo para que insistiera en su llamado. Había premura y demasiada ansiedad en aquel rostro. Y eso fue suficiente para que nuestro hombre cambiara de idea y fuera a situarse en una puerta cochera, desde la cual se dispuso a observar la escena. En breve tiempo abrieron la puerta principal y un anciano salió a dar la bienvenida. Sin embargo, la mujer no descendió del carruaje y con una insinuación a penas le indicó que se acercara. El anciano lo hizo con pasos torpes, sin dejar de sonreír. Al llegar junto al carruaje trató de tomar la mano de la visitante, pero ella la levantó en alto con un ademán inobjetable que hizo al anciano bajar la cabeza. La joven comenzó a hablarle. A pesar de que no podía escuchar, el escritor semioculto en la puerta cochera estaba fascinado con aquel lenguaje de gestos, Al final de su monólogo, la joven pareció apostrofar al anciano por la forma en que movió repetidamente su dedo índice. Entonces el anciano alzó el rostro para mirarla, a continuación dio media vuelta y regresó hacia la tienda, mientras la mujer desaparecía dentro del carruaje detenido en la calle. El anciano retornó trayendo una pequeña bolsa en su mano. Se situó frente a la ventanilla vacía y alzó la bolsa lentamente, procurando mantenerla a cierta distancia. Se vio entonces salir la mano enguantada para cogerla y un gesto rápido del anciano que detuvo su movimiento, se apoderó de ella y comenzó a besarla. La mujer atrapó finalmente la bolsa y ordenó la partida inmediata del carruaje. El anciano dio unos pasos hacia el centro de la calle y allí permaneció hasta que lo perdió de vista. Para ese entonces el escritor había salido de su escondite y se encaminaba en la misma dirección que tomara el landó. Al pasar junto al anciano lo observó detenidamente hasta fijar sus rasgos esenciales. Era todo lo que necesitaba. Ni por un momento volvió a pasar por su mente aquel asunto apremiante de la vieja iglesia del barrio de St. Antoine. El hombre grueso, testigo de aquel encuentro llegó a su casa en un estado de total exaltación y con el rostro más encarnado que nunca. Inmediatamente ordenó que le llevaran a su despacho algo de comer, lo que quedara de la botella de Vouvay de la cena anterior y café, mucho café. Aunque alteraba sus hábitos de trabajo, decidió no esperar a la madrugada para comenzar a escribir. En sus períodos de desbordaba producción era muy metódico y hasta lograba permanecer en estado de absoluta castidad, pero el suceso de hoy le impedía comer de la forma abundante que él acostumbraba hacerlo y menos aún, dormir a continuación hasta pasada la media noche, para entonces comenzar a escribir. La voluntad no le daba para tanto. Durante el recorrido en cabriolet hasta su casa, estuvo tomando apuntes sobre lo que acababa de presenciar y ya tenía la idea esencial del argumento. Parte de su excitación radicaba también, en que había concebido un método nuevo para hacer coincidir todos los personajes de un lugar determinado y durante un largo período de tiempo. Y estaba impaciente por llevar todo eso al papel. los detalles como siempre, ya irían surgiendo sobre la marcha. Entró a su despacho envuelto en un batín blanco inmaculado. Solo así se debía escribir. comprobó que en el candelabro ardían la cantidad de velas necesarias, los tinteros eran suficientes y las plumas del tipo preferidas por él. Sólo entonces tomo asiento frente a su mesa de trabajo y extendió la mano para tomar la primera tasa de café de las muchas que bebería aquella noche. A continuación extrajo un pliego de papel de la cartera de cuero, lo situó frente a sí sobre el amplio buró y emitio un amplio suspiro. Todo lo hizo lentamente para tratar de contener sus nervios. En aquel momento percibía con absoluta claridad que estaba llegando a un punto importante en el camino que se había trazado. El último destello de confirmación lo tuvo cuando supo con total precisión cual sería el título de la obra. Con una emoción irreprimible la mano fabulosa tomó la pluma de ala de cuervo preferida y violó la virginidad de la pág. en blanco: Papa Goriot.
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