FOURIER: UTOPISTA OBSTINADO

Miércoles de Quintana

Se paró frente al espejo, como todas las mañanas de aquellos tres últimos años de su vida. Con sus grandes ojos soñadores estudió el rostro pálido, la nariz fina, abundante pelo tras las orejas y escaso en el centro de la cabeza. Se observó de frente, de perfil, compuso la chaqueta y bajó a la calle. Tomó un café, compró el diario y revisó el buzón. Enseguida regresó al cuarto y se sentó en la butaca como lo hizo durante 1460 días.

¿Quién era este monsieur de obcecada rutina? Un gran hombre. Un ser humano de apasionadas ternuras y elaboradas convicciones. Un hijo de Besancon que vino al mundo en 1772: Charles Francois Marie Fourier, o sencillamente Fourier, como le conoce el mundo. Uno de los cuatro soñadores que el enfant terrible de Tréveris (Marx) denominó socialistas utópicos.

Economista y filósofo, destacó Fourier por su inteligencia imaginativa, su pensamiento desenfadado y libre, y una capacidad para la ironía que lo hizo temible para sus adversarios. Se opuso a la familia mononuclear, propugnó un comportamiento social casi hedonista, sin límites para el deleite carnal. Apoyó la relación amorosa entre seres del mismo sexo y defendió incansablemente los derechos de la mujer. Acuñó el concepto sociopolítico Feminisme (Feminismo) y escribió la célebre frase, convertida en auxilio retórico de escritores y políticos: “La emancipación de la mujer es el barómetro por el que se mide la emancipación general”. También se le considera el padre del cooperativismo económico.

La propuesta que lo lanzó a la fama fue el estado ideal que concibió para una convivencia humana sin injusticias ni desigualdades perversas. Le llamó “Armonía” a esa colectividad de bienestar, paz y amor.

Al armonioso estado que propuso se tenía que acceder a partir de los denominados falansterios, que eran unidades de producción y consumo compuestas por 400 familias y entre 1600 y 1800 personas. No se practicaba en estas estructuras el igualitarismo rasante que tanto daño ha hecho a la civilización humana. Los asociados aportaban lo que tenían: Capital o talento. O trabajo. La retribución que recibían era proporcional a su aporte. Poseían acciones como títulos de derecho sobre el aporte cedido al colectivo, y estas acciones podían funcionar como hipotecas sobre el aporte personal y la propiedad general de bienes inmuebles. Los falansterios debían ser rentables y generar utilidades que eran repartidas entre los asociados.

Seguidores de Fourier crearon falansterios en Texas y New Jersey a mediados del siglo XIX. Fracasaron.

Crear un falansterio, o llenar de falanges un estado, era una empresa financiera de alto riesgo y costosa inversión inicial. Fourier lo sabía. Y aunque él fue un hombre rico, no pudo iniciar la obra de sus sueños a sus propias expensas. Ni pudo convencer al naciente capital financiero para respaldar su riesgosa propuesta. Armonía, el estado ideal, parecía una utopía.

Fourier era testarudo. Escribió cientos de cartas a capitalistas de cualquier parte del mundo. Abogó por su causa con elocuencia, ilustró, mostró cálculos y estadísticas.

Y se sentó en la butaca a esperar respuestas. Todas las mañanas, luego del aseo, se paraba frente al espejo, escrutaba su rostro y su alma; se ajustaba la chaqueta; se miraba de frente y de perfil y bajaba a la rue. Compraba la prensa y revisaba el buzón con un suspiro de esperanza. Abría la correspondencia, sentado en la butaca, con la lentitud inquieta del jugador cuando vira el naipe. Así, el 10 de octubre de 1837, lo sorprendió la muerte.            

 

  • José Antonio Quintana de la Cruz (Pinar del Río, 1944).
  • Economista jubilado.
  • Médico Veterinario.
  • Reside en Pinar del Río. 

 

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